Orlando Araujo
En 1928 —una fecha clave para la historia política y literaria del país— culminaba, con la publicación de Doña Bárbara, un ciclo novelístico iniciado por Peonía en 1890. Los novelistas más jóvenes, aquellos que de alguna manera se hallaban presentes en el grupo Válvula y en el grupo Seremos —dos manifestaciones de vanguardia—, sintieron que la novela criollista tradicional, con toda su carga folklórica de lenguaje simplemente pintoresco y de psicologismo naturalista o estilizante, no daba ya para más, que se habían agotado sus formas y que era necesario renovarlas, incorporando los nuevos contextos de la época en una nueva manera de novelar, es decir, buscando una nueva estructura. Había una crisis de la novela venezolana. Y de allí surge ese movimiento renovador que, entre 1930 y 1940, nos ofrece una media docena de novelas (Las lanzas coloradas, Cubagua, Canción de negros, Mene, Puros hombres, Fiebre) que son distintas y que se desprenden y se divorcian del esquema típico de la novela criollista, llevado a su máximo esfuerzo, a su expresión clásica perdurable, por Rómulo Gallegos, con quien se cierra.
Si esa novelística, abierta hace casi cuarenta años, ha cumplido su ciclo estético y hoy encontramos una promoción de narradores que, moviéndose dentro de nuevos contextos económicos, sociales, políticos, urbanísticos y de lenguaje, sienten la exigencia de buscar, para expresarlos, nuevas formas y experimentar con nuevas estructuras, entonces sí podemos plantearnos con seriedad si este dato de los nuevos contextos, de la inconformidad y de búsqueda de nuevas formas obedece a una necesidad histórica y, por tanto, a la existencia de aquella «transición dinámica» propia de la crisis; o si se trata de una querella menos trascendente y aislada, explicable dentro del marco literario o político de un grupo.
Vamos a hacer una rápida síntesis de los antecedentes del debate, tanto más necesaria cuanto que allí se bosqueja el fondo de la controversia.
No es la primera vez que esto de la crisis se plantea en el campo literario venezolano: varias veces se ha debatido una supuesta crisis de la poesía, del teatro y del ensayo, y, con intermitencias generacionales, se ha venido discutiendo desde el siglo XIX una crisis integral de nuestra literatura. Pero el planteamiento no deja de ser insólito en el caso de la novela porque la opinión de escritores notables nos había hecho creer que nuestra novela estaba bien y gozaba de buena salud. En Letras y hombres de Venezuela (1948), Arturo Úslar Pietri hace una afirmación tajante: «La novela hispanoamericana es hoy la más importante de lengua española y, dentro de ella, ninguna aventaja a la novela venezolana». Mariano Picón Salas, a su vez, en la «Coda final» (1961) de sus Estudios de Literatura Venezolana (1941) ratifica su entusiasmo por el pasado, presente y futuro de nuestra novela y, posteriormente, en un artículo para la revista Ínsula de Madrid, afirma que la novela venezolana nunca, como ahora, ha asumido, junto con otros géneros, tanta significación para la literatura venezolana.
La duda, sin embargo, comenzó en 1958 cuando el suplemento literario de El Nacional abre una encuesta entre escritores jóvenes, sobre la situación de la novela venezolana. Guillermo Sucre hace el balance de la encuesta de este modo:
Venezuela, país de novelistas y de poderosa continuidad narrativa en el criterio de cierta crítica nacional e hispanoamericana, se ha convertido, en opinión de los jóvenes escritores que debatieron sobre el tema, en país de un gran novelista: Rómulo Gallegos, único valor universal y orgánico de nuestra narrativa.
En la polémica (marzo de 1960) entre Juan Liscano (desde El Nacional) y J.R. Guillent Pérez (desde La Esfera), se expresan conceptos que ponen de relieve las dos posiciones que debaten el problema. Guillent Pérez había preguntado a Garmendia: «¿Cómo se explica usted que un autor como Kafka esté más cerca de las nuevas generaciones de autores venezolanos que escritores como Otero Silva, Picón Salas o Gallegos?». Garmendia responde: «Es lógico que el novelista se sienta mucho más identificado con una obra de esta naturaleza, profundamente renovadora y exigente, que con autores apegados a fórmulas tradicionales…». «Muy poco tiene que aportar—añade— esa endeble tradición nacional a los terminantes problemas que se plantea el novelista de esta generación». Liscano refuta: «No es cierto que Kafka, para escoger un nombre, esté necesariamente más cerca de las nuevas generaciones que Gallegos. Puede estarlo para unos, no para otros. Por mi parte, hace diez años, cuando tenía la edad de Garmendia, siempre me cargó Kafka y me desesperó por cuanto me asfixiaba en su mundo».
En 1966, en el número 2 de la revista Papeles del Ateneo de Caracas, Rodolfo Izaguirre insiste en los planteamientos que ya encontramos en 1958: Venezuela no es un «país de novelistas sino país de un solo novelista (hasta ahora): Rómulo Gallegos, en el sentido que es el único en haber estructurado un sólido cuerpo novelístico»; y diagnostica:
Para el novelista venezolano de esta década el malestar puede ser el siguiente: más que buscar «el alma nacional» en una discutible tradición literaria, debe por el contrario tratar de adquirir conciencia del violento paso que cumple el país entre los límites del feudalismo y del capitalismo; tomar conciencia del subdesarrollo cultural que caracteriza las relaciones del escritor y su compleja realidad, tomar conciencia del amasijo de influencias (políticas, económicas, culturales) que encuentran su campo entre nosotros y que definen, en fin de cuentas, el eclecticismo y la incoherencia en que navega nuestra accidentada novelística.
En el mismo número de Papeles, Adriano González León dice que algunos críticos de cultura parroquiana han agarrado los nombres de Joyce, Kafka, Faulkner, para acusar a la nueva narrativa de ser una simple copia de esos autores. No se han tomado el trabajo de hacer un análisis serio de lo publicado en los últimos años, dice, porque, de haberlo hecho, «habrían llegado a la conclusión de que aquí nadie ha utilizado a conciencia y con resultado efectivo las proposiciones técnicas de Joyce, Kafka o Faulkner en la narración». Y a renglón seguido especifica el alcance de esta afirmación:
Si es cierto que ha habido un abandono de los temas manidos… si también es cierto que se ha dejado a un lado la narración lineal y clásica… no obstante en ningún momento han sido afrontados con coraje el monólogo interior, la simultaneidad, la reestructuración del tiempo, las audacias sintácticas del costado joyceano. Así como tampoco se ha hecho nada en esa especie de metafísica del vacío y la desorientación propuesta por Kafka; ni nadie ha ensayado la aglutinación temática, la proliferación tipográfica, el desconyuntamiento verbal, las contradicciones mitosexológicas, culturales-raciales y la energía explosiva de Faulkner y la gran novela norteamericana en general.
No tardaron en responder los mayores, y en el número 3 de Papeles opinaron: Arturo Úslar Pietri («yo no creo que los nuevos escritores deben andar pegados a los faldones de los viejos»); Guillermo Meneses («el sentido folklórico que algunos buscan muchas veces es una falsificación»); Juan Liscano, Arturo Croce. Miguel Otero Silva señala que, a diferencia de los jóvenes de ahora, que gozan de una universidad moderna y de una información al día, ellos tuvieron la universidad de Gómez, una prensa amordazada y una información literaria y artística que les llegaba con diez años de retraso. Aprecia el esfuerzo de los jóvenes pero reacciona contra lo que él considera ciertos extremismos y pone como ejemplo la opinión de Rodolfo Izaguirre, ya citada, según la cual Venezuela es país de un solo novelista:
Nombraré a Rodolfo Izaguirre, quien, con motivo de haber escrito su primera novela, arremete… contra la novelística anterior venezolana para negarla de plano, con la excepción intocable del maestro Gallegos. El joven Izaguirre (40 años) declara de ese modo inexistentes como novelistas a José Rafael Pocaterra, Teresa de la Parra, M. Díaz Rodríguez, Rufino Blanco-Fombona, Luis Urbaneja Achelpohl, E. Bernardo Núñez, M.P. Salas, A. Úslar Pietri, Ramón Díaz Sánchez, Antonio Arráiz, Guillermo Meneses, Salvador Garmendia, para no nombrar sino doce.
Los incidentes del XIII Congreso Iberoamericano de Literatura y del Premio Gallegos renovaron el tema. Habló nuevamente Izaguirre, ahora menos excluyente: «Es necesario contar, narrar hechos y acontecimientos venezolanos. Buscar en nuestra personal historia… No otra cosa —concluye— han hecho los novelistas nuestros, unos con más talento que otros» (El Nacional, 28-7-67). González León, mismo diario y misma fecha, se muestra menos seguro ahora:
En nuestra generación hay, sin duda, algunos excelentes narradores, pero creo que no hemos logrado un acoplamiento maduro con nuestra realidad. Creo que hemos tenido miedo de nombrar las cosas por su nombre… El proceso histórico-social de Venezuela en los últimos veinte años ha sido demasiado complejo. Es una complejidad que nos abruma; quizás por ello no hayamos logrado decantar ciertas vivencias…
De nuevo, y finalmente hasta hoy, los mayores intervienen; también ellos se contagian del tono conciliador, y es así como Fernando Paz Castillo, poeta y crítico (en El Nacional, 29-7-67), expresa confianza en los novelistas jóvenes y los anima a seguir, partiendo de la siguiente teoría: existe una rica tradición novelística llevada a su culminación por Rómulo Gallegos, cuya obra, ya clásica, sugiere nuevos caminos. A los «jóvenes» corresponde encontrar esos caminos, dentro de una novedosa evolución pero sin olvidar lo que ya tienen. Se trataría de realizar en la novela lo que el presidente Frei quería en la política: «una revolución con libertad».
Díaz Sánchez —mismo diario, misma fecha— pone en su lugar el sentido dialéctico de crisis y reivindica su condición creadora. Ve en la literatura el reflejo de ciertos desajustes de la vida venezolana. Así dice:
Respecto a la evidente decadencia de nuestra novelística en relación con el vigoroso desarrollo de la novela en otros países de Hispanoamérica, se podrían señalar razones concretas: una de ellas es la de las exigencias que impone nuestra vida actual al escritor, a quien apenas deja tiempo y vagar para ocuparse de la creación literaria. Sin necesidad de citar nombres, es fácil observar los casos de nuestros más acreditados novelistas, que han abandonado la literatura de creación para dedicarse a otras actividades y preferentemente a la de la política, que es en estos momentos tan absorbente.
Díaz Sánchez advierte, asimismo, la complejidad de la estructura social venezolana como fruto de la yuxtaposición de una economía petrolera de alta tecnología sobre una economía agrícola tradicional, y confiesa que ha detenido su trabajo como narrador para dedicar tiempo al estudio de la sociología y de la historia, que son —dice— «la sustancia de la literatura imaginativa».
En agosto de 1967, un acontecimiento ordinario dentro de la rutina literaria de América Latina contribuye, indirectamente, a replantear el problema de la crisis novelística venezolana: el XIII Congreso Internacional de Literatura Iberoamericana se celebra en Caracas (Universidad Central de Venezuela) y, aunque su temario carece de todo atrevimiento y es bien convencional el contenido de sus deliberaciones, la presencia en Venezuela de invitados como Vargas Llosa (viene a recibir el premio Rómulo Gallegos por La casa verde), García Márquez, Ángel Rama, Castellet, Rodríguez Monegal y Onetti conmueve el ambiente intelectual y, en mesas redondas, entrevistas, conversaciones y conferencias, va poniendo de relieve la intensa actividad literaria que se realiza en el mundo hispanoamericano y que contrasta con la pasividad y el decaimiento de las letras en Venezuela.
Fue así como, de un día para otro, una veintena de novelistas latinoamericanos, menores de cincuenta años casi todos, tomaron por asalto el interés tardío de los lectores venezolanos, ocuparon los estantes de las librerías y monopolizaron las páginas de los escasos voceros literarios del país. Nuestros narradores se vieron, de pronto, sentados en el banquilllo de los acusados. Rómulo Gallegos entre ellos. Pero ni los más jóvenes escaparon a la redada que fue —en el fondo— cacería de corrillos, sacudón de críticos, estupefacción de profesores, comidilla de periodistas y tema obligado, no solo para la discusión creadora y el debate de altura sino también, para decirlo con Darío: blanco para los dientes del can hidrófobo y para los garfios del alacrán.
A tres años del suceso, el balance es positivo: en 1968, Adriano González León obtiene el premio Seix-Barral con su primera novela, País portátil, y conquista una difusión internacional que levanta, si se me permite expresarlo así, la moral literaria del país. En el mismo año, Salvador Garmendia publica La mala vida, lanzada por la editorial Arca de Montevideo y bien recibida por la crítica nacional y extranjera. Otros narradores dan muestras de un ritmo continuado de trabajo: José Balza (Marzo anterior, 1965) suma un título importante (Largo, 1968) a su labor de novelista; José Vicente Abreu añade a su primera novela (Se llamaba S.N., 1963, tres ediciones) los Relatos de Guasina y Las 4 letras, también sobre el tema de la violencia política; Oswaldo Trejo experimenta nuevas fórmulas (Andén lejano); dos novelistas residenciados en Caracas, Baica Dávalos y Mario Schizman, escriben y publican sus novelas influyendo con ellas el clima estimulante que se vive en los últimos tres años. Bajo ese clima aparecen nuevos narradores: Rodolfo Izaguirre (Alacranes, Premio Pocaterra, 1966, publicado en 1968), Santos Urriola (La hora más oscura) y Francisco Massiani (Piedra de mar). Este último sorprende a los críticos por la maestría que demuestra apenas comenzando. Y por el contraste en el tiempo y complemento en el esfuerzo, un novelista de generación anterior, Miguel Otero Silva, resuelve dejar atrás su experiencia de treinta años y poner a prueba su condición de novelista en la experimentación con nueva técnicas y en el riesgo de un lenguaje renovado.
Esta situación de trabajo creador y de preocupación por alcanzar una contemporaneidad que nos había dejado atrás es lo que lleva al escritor José Balza, en una reciente encuesta sobre narrativa venezolana (El Nacional, 24-5-70), a expresar la siguiente opinión:
Aquí se escribe y se publica: esto es alentador, forma parte de un entrenamiento que desembocará en verdadera creación. Asimismo tenemos componentes de la realidad que se imponen para ser comprendidos por la literatura: la violencia, el desgaste de formas vitales.
Otros entrevistados —David Alizo y Carlos Noguera— asignan a la poesía un cultivo más acendrado y un mayor auge que a la narrativa, a pesar de que ellos han trabajado seriamente el cuento. Héctor De Lima, en opinión más optimista, celebra la nueva narrativa y cita dos novelas: Al sur del Equanil de Renato Rodríguez y Piedra de mar de Francisco Massiani. Este último, en la misma entrevista, rompe el maniqueísmo de las «generaciones» al responder al periodista la pregunta sobre diferencia entre viejas y nuevas generaciones:
…imagínate un viejo que ahora mismo comenzara a escribir cosas que nadie ha soñado escribir, que nadie se ha atrevido a contar, empleando un lenguaje completamente distinto, digamos una especie de Miller-Cortázar, mezclado con Atahualpa, y un poco de Bob Dylan.
No sería viejo ¿no?… Hay cuentos que yo he escrito hace dos años que comparados con uno de Meneses me resultan a mí mismo espantosamente viejos, pero viejos por inservibles, porque no tienen nada que añadir a nada.
Con lo cual, un representante de la más reciente promoción de narradores, con un trabajo que le confiere autoridad intelectual, tiende un lazo entre quienes aparecían divorciados por técnicas, lenguajes y edades diferentes. El lazo es perdurable: por calidad de las obras.
