Por: Gabriel González
Si yo le presento a este joven de 25 años que estira la mano a todas las generaciones de Venezuela desde el incierto año de 1909, usted pensará: “Ya lo conozco, el novelista que fue presidente”, y él responderá desprevenido de su porvenir: “Soy el director del Ferrocarril Central”. “Larguirucho, tersas las mejillas, negro el cabello, chispeante la pupila, con la mirada de veinte años aventureros” —como lo retrató Julio Rosales. Rómulo Ángel del Monte Carmelo Gallegos Freire era de una familia pobre, huérfano de madre a los dos años y con cuatro hermanos y un padre humilde.
Cursó tres años de Derecho en la Universidad de Caracas y renunció a la carrera para trabajar en el ferrocarril hasta 1912, cuando Rubén González, ministro de Instrucción Pública, lo presentó a Gómez para nombrarlo director del Colegio Caracas (hoy Andrés Bello) y la tarea de docente lo ocupó hasta 1930. Sin contar que fue uno de los ministros de educación más efímeros de López Contreras.
Comenzó a escribir temprano. Su prosa buscaba las tonalidades de la geografía y las voces de nuestro país. Pero es en 1909 cuando asoma el grande escritor a bordo de la revista La Alborada, allí se muestra su calidad de pensador, sus preocupaciones literarias, pedagógicas y políticas. Al número 8, en mayo, ya el gomecismo la había clausurado.
Ese año escribió dos monumentales obras teatrales: El motor y Los ídolos. El profesor Orlando Rodríguez ha dicho que ya para entonces Gallegos podía considerarse el dramaturgo más importante del continente. Pero allí el desdén torció su destino: ningún director quería representar el drama de los intelectuales de aquellos tiempos. Decían que el tema era venezolano y necesitaría actores locales. Porque casi todo lo que se presentaba en los principales teatros caraqueños lo montaban compañías extranjeras, bajo la anuencia del régimen. El vigoroso movimiento sainetero tenía locaciones marginales. Por eso Las sombras del alborado Salustio González Rincones, estrenado en el Teatro Caracas a finales de 1909, marca un hito en aquellos muchachos escritores para los que el exilio o el suicidio parecía ser la salida de un país en ruinas. Es sólo en 1915 cuando Gallegos pudo ver la puesta en escena de El milagro del año. Y declinó en el teatro.
Sabía que como narrador podía recibir honorarios y por eso comienza a publicar en El Cojo Ilustrado sus primeros cuentos. En 1910 aparece Las rosas y en 1911 Entre las ruinas.
Al año siguiente se casó con Teotiste Arocha, su gran amor de siempre, una muchacha de Charallave que conoció en el pueblito de El Valle. Y siguió con ella una carrera llena de cariño familiar y de padre ejemplar. Acaso una de las cartas más hermosas de la literatura venezolana es aquella de 1959 para su hijo Alexis, quien estudiaba en Oklahoma. Debería circular hoy entre la juventud venezolana, por el estímulo a la ética y a la disciplina del aprendizaje.
Con El último Solar en 1920 se inaugura el Gallegos novelista. Pero su éxito lo conquista con Doña Bárbara cuando inaugura su ciclo de novelas de la tierra. Mariano Picón Salas dice que allí logró conjugar “las minorías cultas de estilo europeo y el pueblo adormecido aun en la embrujada noche del atraso y de las supersticiones”.
La cosa fue así. Viajó a España en 1928 para una operación de rodilla de su esposa. Con su empeño perfeccionista iba modificando lo que originalmente titulaba La Coronela. Un día de desesperación casi echa al mar los originales. Teotiste logró salvar los manuscritos, y fue en España que encontró la versión definitiva. El editor no apostó, así que la primera edición salió en Barcelona del bolsillo del escritor. Ganó el premio “Libro del Mes” y el editor corrió a pagar la segunda impresión. En Maracay, el secretario presidencial leyó las páginas en voz alta; al finalizar, Gómez exclamó: “¡Esto no es contra mí, porque es muy bueno!” Pero en 1931, a cuatro años de expirar los 27 de la dictadura, Gallegos extrañamente se autoexilió. Vinieron La trepadora, Cantaclaro, Canaima y otras novelas. Y el cine mexicano y María Félix.
Ningún escritor venezolano recibió tantos homenajes. El premio de novela de habla hispana más importante lleva su nombre. Por raro que parezca hay obras suyas inéditas por más de cien años: Los ídolos y la versión Los predestinados (salvo una facsímil del manuscrito); y El motor mecanografiado que se reproduce en la biblioteca del Centro de Estudios Rómulo Gallegos.
El secreto de su escritura quizá esté en esta frase: “Yo escribí mis libros con el oído puesto sobre las palpitaciones de la angustia venezolana”.
Teatro
Cuento
Novela:
Ño Pernalete y otras calamidades (Doña Bárbara III, 3)
Tambor (Pobre negro, capítulo I)
La copla errante (Cantaclaro, Primera parte)
Reinaldo Solar (capítulo I)
Tierra bajo los pies (capítulo I)