literatura venezolana

de hoy y de siempre

Auge internacional de la narrativa hispanoamericana

Orlando Araujo

Actualmente se discute alrededor de las causas del auge internacional adquirido por la novelística hispanoamericana. La polémica, sin embargo, parte de un hecho ya aceptado: que ese auge existe. Los grandes tirajes editoriales responden a un aumento, en ciertos casos vertiginoso, de la demanda efectiva, y no deja de ser significativo que el núcleo fundamental de esa demanda lo forme una masa creciente de lectores jóvenes.

El otorgamiento del premio Nobel a Miguel Ángel Astu­rias es, en cierto modo, una manifestación de aquel interés in­ternacional cuyo entusiasmo se advierte en las traducciones al inglés, francés, italiano y —en algunos casos— al alemán y al ruso de obras del mismo Asturias, de Carpentier, Borges, Sá­bato, Guimaraes Rosa, Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez. Estos y otros autores han venido renovando el len­guaje novelesco, incorporando nuevos contextos de la realidad subcontinental y experimentando nuevas formas, con la mira puesta en la necesidad de expresar lo esencial latinoamericano en términos de comprensión universal, prescindiendo de las mu­letas tradicionales del folklorismo, de la oratoria y del localismo pintoresco pero superficial.

El resultado es aquel auge de la novela hispanoame­ricana, tanto más resaltante en cuanto que contrasta —en el tiempo— con la reiterada manifestación de un estado de crisis en la novelística europea. Conviene detenernos un instante en la comprobación de esa crisis.

Desde las confesiones de los «jóvenes iracundos» de In­glaterra hasta las veredas sin salida del nouveau roman («nueva novela» o «novela objetal»), pasando por las inconsecuencias del neorrealismo italiano e incluidos los diagnósticos descarnados de Alfonso Sastre y de Juan Goytisolo en España, la novela europea contemporánea mantiene la duda de su propia subsis­tencia y vegeta en una crisis ya un tanto prolongada.

Pero como históricamente se ha hablado tanto de crisis en algunos géneros literarios, y especialmente en la novela, su­giero ponernos de acuerdo sobre el significado crítico. El Diccio­nario de la Real Academia Española, autoridad que nos persigue cojeando, da como primera acepción la de «mutación conside­rable que acaece en una enfermedad, ya sea para mejorarse, ya para agravarse el enfermo», y añade que, por extensión, es tam­bién el «momento decisivo de un negocio grave y de consecuen­cias importantes». Hay dos elementos que me parecen útiles para un acuerdo: el de transición dinámica (al cual se alude con lo de «momento decisivo» y «consecuencias importantes»), y el de posi­bilidad de mejorar o empeorar en relación con el estado anterior, lo cual da por sentado que dentro del concepto de crisis se entrelazan en conflicto dos factores, también dinámicos, uno que impulsa y otro que detiene. En Economía y, en general, en las ciencias del hombre, esta es la significación de la crisis: término dialéctico entre la depresión y el auge. La crisis lleva en su seno el residuo de un tiempo muerto y el germen de uno nuevo, pero su diná­mica es más viva. Digamos que en un solo estremecimiento nos ofrece la convulsión de un moribundo y el palpitar de un nuevo corazón. Con este significado de caída y renovación entendemos y aplicamos la palabra crisis a la historia del arte y de la literatura.

En la historia de la novela se cuentan varias «crisis» o cuestionamientos sobre su continuidad. A comienzos del siglo XIX, Schlegel la desdeña y la niega[1], pero unas décadas después, el género alcanza un esplendor insólito. A fines del mismo siglo, Tolstoi, uno de sus grandes baluartes, la condena: «La novela no solo no es eterna, sino que ya va pasando…»[2]. A comienzos del siglo XX, dos grandes pensadores, Lukács y Ortega y Gasset (entre 1910 y 1920), con motivaciones distintas, diagnostican la muerte novelística precisamente cuando Kafka, Lawrence y Huxley están madurando la gran innovación, simultáneamente con la forja de los grandes novelistas norteamericanos.

Hacia mediados de la década de los 50, Sartre habla de la novela nueva como una novela que se destruye a sí misma de­lante de nuestros ojos (antinovela): «La finalidad —dice— es poner la novela contra ella misma para destruirla en nuestros propios ojos (al mismo tiempo que parece como si fuera cons­truida); escribir la novela de una novela que no es, no puede prosperar; crear una ficción que sería con relación a los grandes trabajos de Dostoievski y Meredith lo que el cuadro de Miró titulado Asesinato de la pintura es a las pinturas de Rembrandt y Rubens». Sin embargo, Sartre no ve en esto una prueba de la debilidad del género, sino un síntoma de algo más general y propio de la época: en una edad de análisis, la novela estaría en proceso de analizarse a sí misma[3].

Más recientemente, Alain Robbe-Grillet, gran novelista y teórico del nouveau roman, plantea la crisis en su ensayo Por una novela nueva[4], donde afirma lo siguiente:

A la vista del arte novelesco actual, el cansancio es tal —re­gistrado y comentado por toda la crítica— que cuesta trabajo imaginar que ese arte pueda sobrevivir largo tiempo sin algún cambio radical. La solución que acude a la mente de muchos es muy sencilla: tal cambio es imposible, el arte de la novela está agonizando. Eso no es seguro. La historia dirá, dentro de unos decenios, si las diversas sacudidas que registramos son signos de agonía o de renovación.

En 1965, un grupo de escritores europeos, entre ellos Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Yves Berger, Jean Ri­cardou y Jorge Semprún, se reunieron en una mesa redonda para hablar sobre un tema inagotable y perturbador: «¿Para qué sirve la Literatura? y ¿cuál es su poder y su limitación?». Creo que la intervención de Simone de Beauvoir nos interesa en su alusión a la posible muerte de la novela, cuando la escritora habla de las maravillas que nos reservan los servicios de infor­mación en un futuro próximo:

Existe, desde ya, todo un sector de obras de sociología, de psi­cología, de historia comparada, de documentos, que informan vastamente al público acerca de este mundo en que vivimos. Y el hecho es que… en la actualidad se comprueba la exis­tencia de un muy grande aprecio del público por ese tipo de obra; el lector se aparta, en mayor o menor medida, de las obras propiamente literarias[5].

Como un ejemplo válido para demostrar lo dicho, la Beau­voir citaba Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis, un trabajo que, si­guiendo una rigurosa técnica de investigación sociológica, puede ser leído como obra de ficción con el respaldo, además, de ser auténtico en sus materiales y, por ello, una fuente insospechable de información no tendenciosa.

En este mismo sentido, y dejándome llevar voluntaria­mente por la complicación del asunto, traigo a colación la ver­sión española (1967) de un curioso libro preparado en 1965 por Nigel Calder[6]  en el cual se reúnen los testimonios —tes­timonio y pronóstico— de unos cien especialistas acerca de lo que ofrecerán al hombre la ciencia y la técnica en 1984. Basta detenerse a pensar un poco en los grandes aumentos en capa­cidad de computación y telecomunicaciones, los teléfonos de «televisión», los servicios mundiales a través de «satélites», las máquinas bioquímicas para la producción de alimentos y trans­formación de energía; la eliminación de las bibliotecas y de los servicios de mecanografía; los servicios de traducción simul­tánea y el dominio político que será ejercido a través de compu­tadoras de control gubernamental, para tener una ligera noción del cambio al cual el hombre tendrá que adaptarse en el breve plazo de dos décadas, y de las consecuencias prácticas de ese cambio, no solo en la producción de bienes materiales, sino en la comunicación entre los hombres, en sus gustos, preferencias y escalas de valoración, y, conjuntamente, en la esfera de la sen­sibilidad estética y en las técnicas e integración de las artes.

La mirada que el crítico inglés Sir Herbert Read tiende sobre el arte futuro es bien sombría. Pensando en 1984, dice:

Mientras tanto, las artes, en cualquier significado histórico de la palabra, habrán desaparecido. Ya en 1964 poca gente lee libros por placer; los «usan» o aun los «miran» (los libros tendrán cada vea más ilustraciones y menos texto). La poesía —ya una acti­vidad arcana— habrá desaparecido totalmente. La ficción, aun ahora una forma menguada del entretenimiento, desaparecerá, y los únicos escritores serán los de argumentos para la televisión[7].

Es decir, que el planteamiento de la crisis, por agota­miento y cansancio, de la novela europea contemporánea pa­rece situarse en un marco más amplio que el de su especificidad como género: se presenta y se documenta una crisis general del libro, de la lectura y de las formas gráficas tradicionales de la creación artística.

Y es en medio de esta perspectiva sofisticadamente pesi­mista, y en contraste con el coro de lamentaciones de los no­velistas europeos de vanguardia, cuando comienza a imponerse la novela hispanoamericana en el gusto de lectores que antes la subestimaban o simplemente la ignoraban.

En un mundo en crisis, lanzado violentamente hacia cam­bios desquiciadores, cuando es necesario poner y mantener en duda las formas tradicionales del decir y del contemplar, insurge en Hispanoamérica una forma de arte literario, la novela, que trae cien años de cultivo y, en cierto modo, de soledad; y va inven­tando un lenguaje para nombrar cosas hasta ese momento nom­bradas de otra manera, o innombradas. El resultado es un clima de auge, de ganancia de lectores y de interés creciente, dentro y fuera de Hispanoamérica, precisamente cuando en otras latitudes, como lo hemos visto, la situación es depresiva por agotamiento de un terreno sobre el cual se han rotado demasiados cultivos. Así lo expresa un novelista y ensayista español, Juan Goytisolo:

De unos años a esta parte asistimos a un espectacular des­pegue de la novela latinoamericana. Rulfo, Arguedas, Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa, etc., se enfrentan (…) al problema ca­pital del novelista que hoy escribe en lengua castellana: la rup­tura con el lenguaje codificado y académico, la búsqueda de un nuevo lenguaje. Su actitud irreverente me parece a mí tónica y estimulante. Estos autores evitan cuidadosamente las trampas del castellanismo académico y del costumbrismo provinciano. Su visión es, por lo general, más universal y profunda que la de los novelistas españoles: en lugar de decorar la superficie del idioma a la manera de Cela y sus epígonos, calan en el inte­rior de él y saben extraer de sus entrañas una fuente inédita, virulenta y anárquica que expresa con mayor fidelidad que el lenguaje tradicional, la realidad de nuestra época. Hasta hace unos años las innovaciones de los autores latinoamericanos se centraban en el léxico que ponían en boca de sus personajes; en suma, en un pintoresquismo regionalista. Hoy, en los autores que he citado y en otros aún más jóvenes, como Cabrera In­fante, Sarduy y el aún inédito José Manuel Puig, la revolución se ejerce en un plano puramente semántico, en el de la estructura narrativa propiamente dicha[8].

Claro que el interés por los narradores hispanoameri­canos de hoy, en cuanto se refiere a Europa y Estados Unidos, es todavía un interés circunscrito a una vanguardia de lectores cultos y atentos, por razones no solo estéticas, al acontecer general de la vida hispanoamericana. Solo el García Márquez de Cien años de soledad ha logrado ir más allá de esa barrera entre los lectores franceses, ingleses e italianos. Con todo, en la critica de estos países, ya se trata el fenómeno narrativo hispanoame­ricano como un caso de auge (boom) con antecedentes tan in­dividualizados (Borges, Carpentier, Asturias) que no forman una tradición y que en todo caso constituyen, por razones de estilo, el punto de partida del auge. La traducción a idioma extranjero no es, por sí sola, una señal definitiva: Asturias fue presentado por Valéry, Úslar Pietri traducido por Jean Cassou y Carpentier traducido y editado en inglés y en francés, y, sin embargo, estos escritores no conquistaron entonces (décadas del 30 y del 40) una masa de lectores extranjeros: han venido haciéndolo en la medida en que sus obras, leídas contemporáneamente, se en­lazan con el nuevo estilo, cuyo auge se deja sentir en la década de los 60. Si hay una tradición narrativa hispanoamericana, el interés por ella crece en la medida en que crece el entusiasmo por lo que aparentemente la niega: la nueva novela hispanoa­mericana. Hoy volvemos a Borges y releemos a Asturias para comprender mejor a narradores contextualmente más cercanos. Onetti, Guimaraes, Sábato, Lezama Lima y Rulfo mantienen la contemporaneidad que a su obra dan narradores más recientes (Fuentes, Arreola, Donoso, García Márquez, Vargas Llosa, Be­nedetti, Viñas, Salvador Garmendia) y los de iniciación más fresca en el módulo internacional: Sarduy, Puig, González León, Jorge Onetti. Cortázar, entre todos, parece un hombre sin edad.

Al contemplar el asunto de este modo, se comprende el absurdo de las referencias nacionales. Estamos ante un fenó­meno estético subcontinental: tienen razón los lectores europeos cuando no hacen, ni les importa, la diferenciación nacional de los narradores actuales y resultaría ridículo, por ejemplo, establecer que Cien años de soledad hace saltar la narrativa colombiana a la cabeza de la hispanoamericana. Una novela, como bien lo ha dicho Carpentier, no hace una novelística. Vargas Llosa no hace una novelística peruana. Ni Asturias, una guatemalteca. Pero todos, incluyendo a Guimaraes y a los más recientes narradores brasileños, sí están forjando una novelística latinoamericana. A pesar de la diferencia de estilos y de procedimientos hay una comunidad profunda, un aire histórico, una búsqueda estética, un cierto consenso ético y una conciencia lingüística que nos permite, a los lectores de hoy, sentir y sentar juntos a escritores tan diferentes en estilo, temas y edades como Cortázar, García Márquez y Severo Sarduy por ejemplo. Es la misma identifi­cación vital que en Venezuela nos lleva a juntar literaturas tan distintas como las de Salvador Garmendia y Adriano González León en la novela.

En el fondo, asistimos al auge de un proceso de integra­ción literaria que arranca con la poesía modernista, avanza con la narrativa telúrica regionalista y se va universalizando con la narrativa que hoy están haciendo simultáneamente escritores de tres generaciones, y que nos autoriza a no diferenciar edades entre Borges, Cortázar, Puig; o entre Guimaraes, Rulfo, Armas Al­fonzo; o entre Guillermo Meneses, Onetti el viejo, Garmendia el joven; o entre Asturias, Fuentes, González León; o, en fin, entre otras muchas y arbitrarias agrupaciones cronológicas que el lector puede ir haciendo con dejarse llevar tan solo de su gusto, de su olfato, hasta de su prejuicio, para detectar lo que hoy sentimos como un estilo sobre o por debajo de los estilos, como unidad en la variedad, como quintaesencia que se exprime apretando la multiplicidad narrativa actual de América Latina.

Como reflejo de este fenómeno, y hacia un nivel similar, se está formando una crítica subcontinental, con expreso abandono de los marcos nacionalistas, a fin de trabajar, tanto estudios de conjunto como análisis por tendencias y por autores, dentro del contexto latinoamericano general. No es por coincidencia que sus representantes internacionalmente más conocidos —Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal, para nombrar a los de oficio exclusivo— sean críticos viajeros, estudiando directamente sobre el mapa de América Latina los contextos, factores, instituciones y gentes que están dando lugar a la integración literaria de una región tan dividida por otros intereses.

La consecuencia inmediata de este fenómeno es el rom­pimiento de los aldeanismos literarios nacionales, la ubicación apropiada de las monumentales historias de cada parcialidad y una exigencia cada vez mayor al escritor, impuesta por un lector más informado y por una competencia y emulación más rigu­rosa y difícil que la requerida para ingresar a los manuales al gusto de una vanidad chauvinista.

También la compensación es mayor: el descubrimiento y goce vivos de una comunidad espiritual mayor, que se nos daba en la letra muerta de los lenguajes oficiales y que ahora se nos está entregando en las formas urbanas y rurales de un lenguaje auténticamente explorado que sirven, precisamente por lo que tienen de intransferible y propio, para una comunicación uni­versal del hombre latinoamericano y de las circunstancias neo­coloniales y alienantes de su sociedad.

Y es comprensible, por ello, que el esfuerzo sea mayor: ya no basta con tomar personajes «tipos» o «símbolos», me­terlos en un «ambiente» rural (bucólico o folklórico) o en un «ambiente» urbano (satírico o sentimental) para sacar novela y cuento. Ya no hay vigencia ni lectores para esta fórmula. Hoy exigimos, cualquiera sea el tema, que se nos entregue por dentro lo que tanto americanismo modernista, costumbrista y telurista nos ofreció por fuera. Esto requiere una técnica submarinista del lenguaje, un dominio vivencial de los contextos y una deci­sión de ser a todo riesgo escritor, es decir, conciencia crítica del mundo sin posible silencio.

Es, dentro de este marco general de ideas, donde quiero situar el caso particular de la narrativa venezolana contem­poránea, empezando por cuestionar el propio titulo en el en­tendimiento de que no nos planteamos el problema de una novelística y una cuentística venezolana como tema en sí de una historia literaria nacional, sino tal vez ese mismo problema, u otros más modestos, pero como parte de un problema mayor, o de un todo, y como relación con ese todo. Este punto de vista es estructural a medias, puesto que no se trata de inves­tigar exhaustivamente aquella relación y porque los aspectos y autores a tocar, así como el procedimiento para hacerlo, estarán viciados por la subjetividad del gusto, por la limitación de las lecturas y por la fuerza de la simpatía, más real y determinante en la crítica que otros factores «objetivos». No comenzaremos de atrás hacia delante o de ayer a hoy, en sentido cronológico, sino dando saltos, partiendo de lo que tenemos ahora y aquí y que nos interesa, hacia atrás, buscando por filiación o por con­traste (esta vez sí, necesariamente, en escala nacional) las raíces o la ausencia de fórmulas que hoy resisten la prueba de aquella contemporaneidad latinoamericana.

[1] En su «Carta acerca de la novela»: «Desdeño la novela en cuanto géne­ro aparte… lo mejor que hay en las novelas son los conocimientos personales, más o menos enmascarados, del autor, el resultado de su experiencia, la quintaesencia de su individualidad». Citado por Vadim Koyinov en «El valor estético de la novela» (El destino da la novela, varios autores, Edit. Orbelins, Buenos Aires, 1967, pp. 11-36).

[2] Diario, 1893, Idem, 35.

[3] Jean-Paul Sartre, La antinovela de Nathalie Sarraute, Yale French Studies, verano 1955-1956, Yale University, New Haven, pp. 40-44.

[4] Editorial Seix Barral, Barcelona, 1965, pp. 22-23.

[5] ¿Para qué sirve la literatura? Editorial Proteo, Buenos Aires, 1966, pp. 67-68.

[6] El mundo en 1984, Edit. Siglo XXI, México, 1967.

[7] Nígel Calder, ob. cit., p. 362.

[8] Entrevista en Revista Margen, No 2, París, Dic.-Enero 1966-1967, pp. 3-15.

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