literatura venezolana

de hoy y de siempre

«La tercera mano» de Aminta Beleño

Dic 11, 2022

Por: Rafael Victorino Muñoz

Antes de hablar de la importancia de la novela en el conocimiento de la historia, hay que empezar por aclarar que en el principio no hubo se hablaba de tal importancia porque no había ninguna separación entre ambos géneros: la novela era la historia y viceversa. Nos estamos refiriendo, por supuesto, a la madre de las literaturas en este lado del planeta, que es la Ilíada.

Hasta donde se sabe, al contar esta historia (y nótese que uso de manera intencionalmente ambigua esta palabra) se buscaba tanto informar sobre un hecho del pasado (la guerra de Troya, que algunos aún ponen en duda que haya ocurrido) como entretener al público presente. Este hecho resultaría, hoy día, para nosotros bastante curioso cuando no chocante. Incluso a mí me costaría imaginar a mi profesor de historia de Venezuela del bachillerato cantándome lo que sucedió aquel 19 de abril, como si estuviera en un musical de Broadway.

Ahora, volviendo a la épica griega, es oportuno recordar que Heinrich Schliemann, un aficionado a la literatura y a la historia, se valdría de una fuente literaria, no solo para demostrar que en la Ilíada se narraban hechos históricos realmente, sino que incluso a partir de la lectura de la obra de Homero, lograría lo que otros historiadores “profesionales” no habían podido: encontrar los vestigios de Troya, venciendo el escepticismo y las críticas de los sabios de la época.

Después de Schliemann, uno no debería dudar de la validez del texto literario como fuente del conocimiento histórico, directa o indirectamente; sin embargo… pero dejemos estas discusiones de lado y consintamos en que los aquí presentes estamos medianamente convencidos de tal vinculación y de tal valor.

Podemos darnos un buen paseo, por algunos siglos, para ver cómo esto se ha repetido, una y otra vez es decir, reiterando una vez más nuestro tema, para ver cómo los escritores, desde sus obras de ficción, sea en drama, en cuento, en novela, dan cuenta de detalles de su realidad, lo que permite para los que vivimos en otros tiempos conocer parte de la misma. Y si bien muchas veces los autores falsean algunas cosas, a menudo estas se hacen más para dar énfasis a los personajes que para cambiar los hechos.

Por ejemplo, Los miserables, de Victor Hugo o La guerra y la paz de Tolstoi. Los personajes principales pueden haber existido o no, pueden haber sido así o no, pero evidentemente Bonaparte no es una invención, no es una invención que haya intentado invadir Rusia, ni lo es el hecho de que los campesinos rusos hayan quemado los campos y que los ciudadanos hayan huido de Moscú.

A lo sumo, el autor de Ana Karenina, de manera particular, añade detalles que no nos dicen los libros de historia: pone a un carretero ocultándose, a un soldado que cae al agua, a otro que pierde un brazo. Pone unas pinceladas de color donde el historiador pone un dato a secas, da un rostro humano a lo que solo se presenta como una cifra: el número de bajas de la guerra. ¿Son falsas estas descripciones de los novelistas? Nadie podría decir que sí, pero nadie podría demostrar que mienten; menos aún, que lo hagan con la intención de cambiar la verdad de los hechos.

Debido a ello, hoy día, y por suerte, en muchas instituciones del mundo se comienza a dar más valor a lo que los autores dijeron, a veces accidentalmente, dentro de la ficción, como fuente de un conocimiento de la realidad del tiempo que les tocó vivir. No son extraños los contenidos de literatura en los pensa de carreras como Economía, Sociología. No es raro que para conocer cómo era el mercado de trabajo en la Inglaterra Victoriana se lea a Dickens.

Ahora bien, llegados este punto, debemos hacer una salvedad. No todas las obras literarias de ficción sirven a estos fines ni todas están concebidas en función de estos fines. Cabría hacer una clasificación, tan provisional como arbitraria, para entendernos. En primer lugar, podríamos hablar de las ficciones puras, suponiendo que tal cosa existe o que tal cosa sea posible. Un cuento de hadas, una de esas ficciones de Borges, como la Biblioteca de Babel, tal vez podrían ser un ejemplo de estas obras las que la realidad objetiva del autor es apenas cognoscible a través del texto.

Aunque no faltará quien me diga que, por ejemplo, en la Cenicienta se puede percibir que la mujer era víctima de explotación, o que su visión del mundo y de la vida estaba concebido en función de una función doméstico-reproductiva… Y cosas así. Y tendría que darles la razón, porque es casi insoslayable la presencia de lo que somos y vivimos en el cuento.

Esto nos llevaría a la segunda categoría, situada en el otro extremo, de los textos que con premeditación y alevosía nos tratan de mostrar, describir, explicar la realidad, presente o pasada del autor. Llegando, por fin, a los casos de autores venezolanos, podríamos tener como ejemplos conspicuos de esto a Arturo Uslar Pietri en Las lanzas coloradas o Francisco Herrera Luque, con cualquiera de sus libros.

 Ahora, menciono estos dos ejemplos con toda intención para mostrar que en este extremo, de la obra que premeditadamente no cuenta una historia sino la historia, hay matices. En Herrera Luque, el hecho histórico o el personaje es el tema central, las más de las veces. En La casa del pez que escupe agua y, más aún, en Boves el Urogallo, si habláramos en términos cinematográficos podríamos decir que primero Cipriano Castro y después Gómez, en aquella, y Boves, en esta última, son los protagonistas de la película.

No pasa así en la novela de Uslar Pietri. La guerra de independencia es un telón de fondo: apenas al final se describe una batalla. Bolívar es una sombra lejana y difusa (la frase creo que se la leí a Orlando Araujo). Los protagonistas (Fernando y Presentación Campos) no son o no fueron personajes principales de los hechos históricos. Tal vez ni siquiera existieron. Pero sí deben haber existido personajes como ellos: un mantuano cobarde y lleno de dudas, un pardo que era todo lo contrario. Y sí ocurrió, por supuesto, la guerra. Sí hubo saqueo, violaciones, incendios. Fueron así o no, quién sabe y a quién le importa.

Lo cierto y lo valioso de las situaciones descritas, es que los novelistas nos las hacen vívidas. Dan vida a los hechos, con sus palabras. Leer una novela histórica en lugar un tratado, es el equivalente de preferir el video en Youtube antes que leer el manual de instrucciones, valga la comparación. Podemos, por supuesto, leer ambos, quiero decir, novela y texto histórico. Conocer los grandes hechos y personajes, imaginar cómo fueron los personajes, las pequeñas historias detrás de cada eso. Siempre recuerdo, sobre este particular, las vívidas descripciones y los dramas personales de la peregrinación a Oriente que leí en Herrera Luque. Un hecho descrito minuciosamente, con profusión de detalles; en tanto que en algunos manuales se despacha en unos cuantos párrafos.

En tercer lugar, y en el medio de los extremos que hemos mencionado, estarían las obras literarias cuya intención no es predominantemente histórica, sino que lo son a su pesar. A menudo, los autores que hacen este tipo de textos hablando de su presente, pero luego esto termina siendo un valioso documento del pasado, cuando lo leemos desde nuestra perspectiva. De estos, hay abundantes ejemplos en nuestra literatura: la mayor parte de la obra narrativa de Pocaterra, incluyendo sus cuentos grotescos y novelas como La casa de los Abila o El doctor Bebé; también me vienen a la mente Todo un pueblo de Miguel Eduardo Pardo, El hombre de hierro de Blanco Fombona, Casas muertas de Otero Silva…

Las respuestas a algunas preguntas que uno tiene sobre su pasado, a veces no las encuentra en los libros de historia, que cuentan la gran historia y no la pequeña, que habla de los héroes y hombres representativos, como decían Carlyle y Emerson. Por ejemplo, ¿cuánto se tardaba el ferrocarril de Valencia a Puerto Cabello? Esa respuesta, si les interesa, está en el Doctor Bebé, de Pocaterra, por si les interesa. Cuánto ganaba un oficinista en la época de Cipriano Castro, cuáles eran sus labores, cómo eran las casas, cómo era una unión civil, etc… en El hombre de hierro.

Más recientemente, tenemos el libro La tercera mano de Aminta Beleño, que tan amablemente nos hizo llegar. No hemos hablado de las diversas técnicas y las maneras a las que apelan los autores. Sin embargo, quisiera acotar que en el caso de Aminta, cuya novela no consideraría histórica en el sentido estricto del término, añade algunos elementos interesantes para retratar un momento, que es en parte suyo y creo que el de su familia (aquí conjeturando).

En este caso lo interesante es que a la descripción de los hechos, más objetivos, más sociológicos, si cabe el término, Aminta incorpora el elemento espiritual o mágico-religioso, en el sentido de retratar no solo lo que los personajes hacen, sino también lo que creen, mezclando un poco el reino de este mundo con el que no lo es. De igual modo, otro añadido, es la visión desde la mujer, que no habíamos visto en los casos que mencionamos antes de los autores venezolanos.

Claro, ya con Teresa de la Parra se ha iniciado este contar tanto desde dentro como desde afuera (con un poco más de lo primero que lo segundo), un contar de lo subjetivo y lo que se siente, de lo que ve, y de lo que se piensa acerca de lo que se ve. Termina por ser, entonces, un triple enfoque para un retrato, como si fuera Velásquez, quien pinta, se pinta y parece también interrogar a quien mira el retrato.

Además, Aminta, como periodista que es, incorpora elementos de la crónica. En este sentido, La tercera mano es una novela que a cualquiera podría confundir, preguntándose de momentos si se trata de un reportaje. Se nota la mano de quien ha practicado estos géneros dentro del llamado nuevo periodismo, sin dudas.

Y aquí detengo un poco mi andar y mi hablar, no vaya a ser que me acusen de estar haciendo un spoiler. Creo que era esto de lo que quería hablar: de la novela que nos ayuda a conocer, comprender, o vivir la historia, porque la vemos no desde donde la vería un historiador, que parece estar desde lo alto, donde se aprecian menos los detalles; sino desde donde la vería un ciudadano común, como somos nosotros, quienes día a día también hacemos historia y somos historia.

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