Por: José Ygnacio Ochoa
El poemario Más sobre el río de Francisco Arévalo (Ediciones Estival, 2011) gira en torno al encanto de la palabra. En una primera lectura de absoluto disfrute y distracción el elemento caótico se apoderó de la experiencia y está bien porque lo que se aspira es conmocionar al lector. La sensación inequívoca que en sí misma permite que un vendaval de imágenes se agolpe en la memoria de quien asume el juego de empaparse de estas aguas. Ésta, la que aborda al lector con detalles que exigen otra lectura para reorganizar los 27 cantos en los cuales apunta todo el poemario.
En cada uno de estos cantos está la figura ondulante. El cauce se visualiza desde el final de la palabra/letra/fonema de cada poema —sugerimos que se detengan y realicen el juego visual de decantar desde el final de cada poema—, luego se materializa la presencia de dos elementos: la vegetación y los seres vivos perteneciente a esta naturaleza que en un primer momento pareciera como obvio pero quien conoce de estos parajes sabe que obedece a una naturaleza abrumadora, lo vemos en palabras como: «pantano», «araguaneyes», «cují», «cuaima», «peces mariposa», «toninas», «chaparros quemados», «zamuros», «cisnes y cigarras», entre otras. Palabras que redimensionan la escritura en pleno ejercicio para traspasar la cotidianidad como simple experiencia terrenal, pues la idea es el de convocar a un diálogo aferrado a la continuidad de la existencia humana desde otra categoría, la que trasciende, la de la escritura poética. Ver la naturaleza con los ojos de la contemplación, sin escrutar, sin cuestionar, en todo caso la intención del poeta de acercarse a otro mundo que se está dado por el símbolo indecible el que no se determina por lo establecido sino por el sentir en la piel que se traduce con la palabra:
I
En la sutil iluminación que lleva a pasos cerebrales
Amalgama, pantanos de pupilas salvajes
En el imperio incierto la vuelta de la esquina
Donde hombres de humo bostezan y hembras primigenias
Se lavan con tu cuerpo
Este código de lo concreto sin vestigios
Ni rastros de araguaneyes.
Al parecer los límites no existen. El hombre se familiariza con un ambiente que se transmuta al adjudicarle otro espacio:
II
Ese hielo europeo
Que navega en mis venas en el despiadado calor de marzo
Me retiro a tus entrañas dolorosas como espinas de cují
Allí no hay motivos para vidrieras
Un golpe seco en la memoria que me descubre acuático
Pasajero de cotúas
huésped de los manglares.
Arévalo sostiene la palabra infinita como también lo es el río en su constante deambular por: Los hombres del río derraman silbidos/Para dejar por sentada otra dura faena.
Entonces, la escritura revitaliza la contemplación en la voz del poeta. Su mirada no se escandaliza todo lo contrario, acentúa con su ingenio, el inconsciente para darle otro orden, otra lectura al despliegue de sonoridades con movimientos a veces ilegibles que sólo puede ser develado por la palabra. El vocablo del poeta. En el Canto VII, los matices y residuos del río, los sonidos, las noches, la cueva luminosa, los alcaravanes, la muchedumbre de humo lo desnudan ante una categoría de significaciones en donde se redescubre un discurso poético: es la voz que dice con la palabra para evidenciarse en su inconsciente. La mirada del poeta condensa las reacciones en una aventura de las sensaciones. Los sentidos cobran fuerza y el ritmo lo da el lenguaje, entonces palabra y sentir se fusiona para causar el otro efecto: «la emoción», luego deviene el pensamiento ante otra interpretación para permanecer en lo poético. Arévalo se arrima a una curiara —su curiara— de incesante búsqueda imaginaria para navegar a su manera y desentrañar aquellas verdades conocidas entre convites y lugareños. Entre lo extraño y lo común, entre lo sereno y lo fortuito: Si esta es mi acuática ciudad/Por qué lo tengo que desmentir. Con estos dos poemas finaliza el poemario. Lapidaria sentencia que funciona como desahogo y afirmación a su vez al poeta para dar a conocer su realidad acuática. En la voz del poeta Arévalo: decir río es tan cercano a decir espejo para la trascendencia de la palabra dispuesta en el poema. Lo fundamental se logra con dejar que su alfabeto así como el río, transite por el caudal para que cante y componga su juego imaginario. Las sensaciones fluctúan en conjunto con el agua y las palabras. Se reconoce un andar —ondular— por las riberas. Es y será un viaje infinito del poeta Francisco Arévalo por estos cauces de siempre.