literatura venezolana

de hoy y de siempre

«La tarea del testigo», de Rubi Guerra

Por: Rafael Victorino Muñoz

«La tarea del testigo» de Rubi Guerra, que ya ha conocido dos ediciones, obtuvo el Premio de Novela Corta Rufino Blanco Fombona en 2006. Se trata de una recreación de los últimos momentos, más bien diríamos meses, de la vida del poeta José Antonio Ramos Sucre, desde que se embarca en un viaje (su último viaje) al viejo continente, yendo a parar primero a un sanatorio y luego a las desoladas comarcas de la muerte.

Para quienes conocemos de su obra, su trayectoria y su tránsito vital, hay algo sin duda atrayente en la figura del poeta cumanés, como si pese a su edad y experiencia alcanzadas todavía pareciera avanzar en la vida, para ese momento, a la manera de un adolescente impúber, casi virginal. Tal vez sea su acendrado idealismo el que nos hace pensar en ello, el hecho de que pareció ser fiel a sus propios preceptos y encerrarse un poco en su torre de Timón.

Sabiamente, en la mayor parte del texto Rubi Guerra escoge apelar al género epistolar, como artificio idóneo para que el poeta vaya desnudando su alma, a través de las cartas a su amigo Alberto (¿su hermano?), y mostrando esa gran lucidez que siempre mantuvo, incluso al momento de enfrentar a la muerte (hablamos ahora de la persona, pero sin dejar de hablar del personaje).

Ahora, el hecho de que una parte de la historia transcurra en un orbe cerrado, como lo es un sanatorio, nos hace pensar un poco en La montaña mágica. Sin embargo, no creo que sea una afinidad elegida por el autor; creo que es sólo coincidencia en el espacio y en el tiempo. Fueron lugares y momentos cercanos los que vivieron el protagonista de Thomas Mann y el de Rubi Guerra. Y sólo en eso coinciden, ya que las preocupaciones de Hans Castorp apuntaban un poco hacia la política, otro tanto hacia el amor; en tanto que el Cónsul, protagonista de La tarea del testigo, más bien parecería un personaje pascaliano, contemplando siempre el vacío que se abre ante él, aunque sin horror; o acaso con un horror impávido, sereno.

Por otra parte, el relato a ratos adquiere tintes pesadillescos, como de novela decimonónica, o acaso novela gótica. El Ramos Sucre de ficción, aquejado de un insomnio crónico, como el Ramos Sucre real, se debate entre una realidad que se desdibuja y una introversión casi patológica. Bien podría decirse que lo que ocurre en su entorno pareciera menos real que lo que sucede en sus ensueños, delirios o fantasmales recuerdos.

Sea como sea, de la misma fascinación que para nuestra literatura genera ese gran maldito que fue Ramos Sucre, en el buen sentido, se nutre la escritura de Rubi Guerra en esta novela. Indudablemente, el autor es o debe ser otro gran devoto ramosucreano, encantado por el verbo del creador de Las formas del fuego y El cielo de esmalte, lo cual se evidencia en esos instantes finales, en que el testigo habla y se revela como narrador y autor de la novela: un testigo llegado al pasado desde el ahora, para presenciar aquella larga agonía, pero sin poder evitarla, ni hacerla más corta siquiera.

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