Por: Vanessa Castro Rondón
El discurrir de la literatura venezolana actual está signado por dos vertientes —la creación literaria y la crítica— y caracterizado por dos bandos —los autores y los críticos e investigadores—. Por un lado, entender qué somos como país y por qué en nuestras letras los autores se vuelcan a intentar comprenderlo desde el plano ficcional. La segunda vertiente compete a los críticos, quienes a partir de las ficciones deshilvanan el porqué los autores no dejan del todo el terreno referencial para construir sus narraciones. Aquí es donde se aproxima la visión de Violeta Rojo quien, desde el bando de los críticos, formula los argumentos de una profesora e investigadora de larga trayectoria nacional para explicitar las heridas que más que heridas se vislumbran como el proceso, quizás, traumático de la literatura venezolana.
Las heridas de la literatura venezolana… fue publicado en el mes de febrero del año 2018 bajo el sello editorial El Estilete por Violeta Rojo, profesora jubilada de la Universidad Simón Bolívar, egresada en Letras de la Universidad Central de Venezuela, magíster en Literatura Latinoamericana y doctora en Letras por la Universidad Simón Bolívar. Su carrera académica inició en 1993 en la misma casa de estudio donde obtuvo sus dos títulos académicos de posgrado.
Entre sus publicaciones: Breve manual para reconocer minicuentos (1997), Breve manual para reconocer minicuentos (ampliado) (2007), Mínima expresión: una muestra de la minificción venezolana (2009), Cien mujeres contra la violencia de género en Venezuela (2015), compilado junto a Kira Kariakin y Virginia Riquelme. Además de publicaciones en revistas nacionales e internacionales.
El libro, con prólogo de Miguel Ángel Campos, reúne dieciséis textos sobre la literatura venezolana del siglo XX y parte del siglo XXI. Algunos ya habían sido publicados en revistas académicas, prensa escrita venezolana (Papel Literario), ponencias, y otros no habían tenido oportunidad de salir a la luz y esperaban el tiempo adecuado para ser publicados.
Dieciséis textos que pueden organizarse temáticamente en memoria, autoficción, ficción, minificción —tema ampliamente abordado por la autora en dos libros—, y autobiografía. Posiblemente, estos ejes temáticos se agotan, pues con minuciosidad de investigadora ofrece razones certeras que vincula con aproximaciones teóricas para desvelar un país y poder, en este sentido, obtener una visión de él. Señalo lo anterior porque en diversos capítulos se asoma esa curiosidad lectora que se asume más allá del conocimiento literario: la necesidad de entendernos como venezolanos.
Esto ocurre en el capítulo “Un país que sueña pesadillas políticas. La dictadura de Pérez Jiménez según Miguel Otero Silva”. En este texto, además, deja una ventana abierta para conocer su historia lectora. Expresa que cuando era adolescente leía con fruición obras de Robert Louis Stevenson y Louisa May Alcott, pero hubo un acontecimiento que la hizo leer casi toda la obra de Miguel Otero Silva —escuchó un programa de radio sobre la novela Fiebre— y en sus palabras se entrevé cómo a través del autor descubrió a la Venezuela de inicios del siglo XX, signada por los períodos políticos como la dictadura Gomecista, el ingreso a la democracia y la modernidad, la dictadura militar a cargo de Pérez Jiménez y la conformación de las guerrillas en los años sesenta.
Es precisamente esa necesidad de entendernos como venezolanos por la que en reiterados pasajes de los que conforman los capítulos expone el hecho de que la literatura autorreferencial venezolana más que mostrar al protagonista de esas narraciones y padecimientos o “circunstancias”, en palabras de Rojo (2018): “Lo que en realidad quiere contar es cómo era el país que cada uno de ellos quiso que quedara para la posteridad” (p. 87). Asimismo, señala: “En las Memorias… de Pocaterra la vida del autor no tiene ninguna importancia, como no sea por la azarosa circunstancia de que fue dado vivir un pedazo de la historia” (p. 79).
Se constata que no prima la experiencia de vida. Rojo argumenta el hecho de que nuestra literatura autorreferencial se perfile por la tendencia memorialista en la cual lo íntimo es poco, incluso, accidental, ya que lo que importa es el exterior. En este caso el exterior es contar la historia del país y cómo esa persona tuvo adhesión a las situaciones políticas, sociales y económicas de la nación. Por tal motivo, el protagonista es el tiempo histórico porque a través de los textos autobiográficos que dan cuenta de la dictadura gomecista, sus autores no mencionan sus vivencias personales, sino lo que vivieron y observaron durante la dictadura; en las cárceles gomecistas y el paso de la Venezuela rural a la nación que ingresa a la modernidad, entre otros acontecimientos.
De allí que la interpretación literaria se entrecruza con la historia y la sociología para, reitero, entender un país. Tal aspecto se aprecia porque, y que sirvan los títulos siguientes para ejemplificar, más allá de visibilizar la figura de Juan Carlos Navarrete, precursor de la minificción venezolana durante el siglo XVIII, y de Rafael Nogales Méndez por medio dos artículos, en la autora está presente el interés por entender lo nuestro, para así lograr desvelar y suscitar el diálogo sobre lo que somos como nación. Voy a tomarme la licencia de manifestar que como lectores junto a la necesidad de asumir un libro con criterio y seriedad investigativa, un texto sobre la literatura venezolana también se entreteje con la visión de un país y, si el lector carece de esa visión, estará truncado el intento de construcción de esa visión, por ello para algunos sectores libros y autores son tan peligrosos y polémicos.
Es así que, en todos los capítulos, se arrojan datos que cualquier lector venezolano mínimamente versado logrará reconocer alrededor de Francisco de Miranda, el aventurero y errabundo Rafael de Nogales Méndez, el “textor Oswaldo Trejo”. En este sentido, la autora no se encarga solo de preparar una visión panorámica, pues con su experticia expone que durante la dictadura gomecista la literatura autorreferencial ocupó tres flancos: la versión de los opositores, la oficial y la del ciudadano que nunca se inmiscuyó en ninguna de esas dos posiciones. En el caso de Francisco de Miranda, de igual modo, expone una radiografía aunque rauda, muy completa de la figura del prócer de la Independencia, el cual se deslastra del prohombre típico para erigirse como un excéntrico que veló por sus circunstancias. Un capítulo que merece especial atención es “La infancia en la memoria”, tema que algunos pueden encasillar dentro de la literatura infantil, pero muy prolífico para nuestras letras. La infancia es memorialista. Autores como Briceño Iragorry y Picón Salas se decantan por escribir el primero, unas memorias que saben a pueblo de montaña donde lo íntimo es vedado y que no debe conocerse. Mientras Picón Salas en Viaje al amanecer ficcionaliza un tiempo perdido en la Mérida finisecular del siglo XIX dando paso a la nostalgia y al intento de acudir a la memoria para buscar esa época y lugar edénico que tiene su fin producto de la modernidad que se avecina.
Una arista diferente es la que nos proporciona Ednodio Quintero en Visiones de un narrador, la autora comenta que aquí compone una autobiografía marcada por una atmosfera fantástica. En el capítulo, asimismo, conocemos las reminiscencias de un músico (Alirio Díaz) y un artista plástico (Alejandro Otero), ambos procedentes de comarcas soñadas marcadas por las penurias, pero aderezadas con la mirada fresca de niños que comienzan a caminar por el mundo.
Ahora bien, la intención no es destejer todo el libro, sino que propiciar el acercamiento para entender sobre de qué van Las heridas…, se aprecia como un texto que revisa las producciones ficcionales que se alimentan de la referencialidad y autoreferencialidad para conocer, en palabras de Riquelme: “desde la literatura, no hemos construido como sociedad”, y que posiblemente desde la ficción nos otorguen luces nítidas para signar el destino de la nación.