Por: Guillermo Meneses
Antonio Márquez-Salas se presentó de pronto en la literatura venezolana con su famoso cuento “El hombre y su verde caballo”, ganador del concurso de “El Nacional” en 1947. Así, en lo que se considera su primera y definitiva afirmación de cuentista, obligó a tenerlo por lo que en realidad es: uno de nuestros mejores escritores contemporáneos.
No vamos a decir que es un extraño caso el de Márquez-Salas por esa genuina y violenta entrada en lo que se podría llamar la categoría excepcional. Justamente los escritores de excepción suelen decir la palabra necesaria cuando ya están cuajados y también es cierto que, muy frecuentemente, cuajan pronto. Como lo hizo quien escribió temprano “El hombre y su verde caballo”.
Cuando hemos conversado Márquez-Salas y yo sobre esta colección de sus cuentos en cuyas páginas me complace estar presente, no le he preguntado cuáles cuentos son anteriores a ese que se supone su primera obra; no he pretendido que mis palabras de compañía para el amigo a quien tanto admiro sean, en manera alguna, una pequeña lección, ni que sirvan tampoco de nota bibliográfica.
Es otro aspecto el que me interesa cuando leo lo que Márquez-Salas escribe.
No hay duda de que el hombre dueño de tan recia capacidad expresiva es importante dentro de nuestra historia literaria. En cuanto se encuentra con él, el más desprevenido lector siente que va a enfrentarse con un escritor a quien no se puede dejar pasar sin atender profundamente. No es —en ningún caso— de esos que van endulzando la oreja y se limitan a ofrecer una serie de frases más o menos vacuas, más o menos triviales sobre las triviales y vacuas cosas que estamos acostumbrados a encontrar en la literatura de menor consistencia.
Lo primero que se dijo de Márquez-Salas es que resulta difícil su lectura. Difícil, por supuesto, porque es rica, porque es profunda, porque tiene por dentro movimientos de razonamiento y de corazón. Poesía recia y poderosa, que es la única capaz de enderezar una prosa en pujante ejercicio de hombre.
Lo segundo que se dijo es que inventaba su propio lenguaje. Para algunos—se supone— esto podría querer significar, una vez más, que era ininteligible. Pero lo cierto es que esa búsqueda de la expresión, esa voluntad de llegar a crear en verdad lo que se está diciendo; esa necesidad de afilar las palabras, de hacerlas frágiles y repletas de intención, de lograr que en ellas explote la verdad interna para hacerla patente, es trabajo de escritor que nada tiene que ver con los dulces párrafos de los literatos, e implica, justamente, la mezcla de raciocinio y de pasión que obliga «a la inteligencia a alzarse sobre sí misma para llegar a más: al respirar que hace vida en lo escrito, pulso humano y rico de lírica sangre.
También se habló de influencias cuando apareció Márquez-Salas. Siempre se habla de influencias cuando aparece un escritor original. Los críticos no desean dar muestras de que se les está asombrando. En seguida van hacia el encasillamiento, hacia la catalogación. Para el caso de Márquez-Salas fue imprescindible señalar a Faulkner. Igual que Márquez-Salas, el formidable novelista yanki lucha con las palabras y las vence, ya sea por ruptura, por delicado trabajo manual (como modelan la tierra los ceramistas y escultores), ya por labor de jardinería (con los sistemas de injertos), ya por fecunda invención.
Las narraciones de Márquez-Salas son —en su época más rotunda y joven— ese drama formidable del escritor que da la medida de su poder, empeñado en el admirable forcejeo de escribir de veras, a sabiendas de que lo que está haciendo es arte en su más profunda significación: comprensión del mundo, que sólo llega «a ser total cuando se llega «a ella por el camino del triunfo expresivo, del dominio absoluto en el habla.
Márquez-Salas cuenta admirables casos que difícilmente podrían fundirse en una intriga. Hablan dos mujeres sobre sus dificultades de amor y de pobreza, un hombre pasa con su miseria terrible, con su cansancio y con su desesperado deseo de vivir; se junta un hombre a una mujer y le pregunta cómo y por qué la vida va siendo cualquier cosa; pasa un niño; se muere un toro humano, uno de esos personajes que conmueven al pueblo todo, que estuvieron en relación con las cosas y con las gentes. Nada: el mundo.
Pero no sería el mundo si no hubiera para comprenderle el gravísimo ejercicio de la palabra. Cuando los literatos entran en disquisiciones de exactitud, de escogencia definitiva en los diccionarios, un escritor como Márquez-Salas, se lanza en el riesgo de la creación y se exige, al mismo tiempo, con máximo rigor, que ese riesgo esté apoyado en la conciencia de su poder, en la sabiduría de su oficio. No rompe cualquiera con las palabras, no las obliga cualquiera a reventarse de contenido. Los que no tienen capacidad para lograrlo, tampoco llegan a entender que haya quien sea capaz —y se sepa capaz— de estos vitales encuentros. Márquez-Salas, desde muy temprano, lo hizo.
Se ha hablado de retórica para desvirtuar la intensidad apasionante de la prosa de Márquez-Salas. Para que esa afirmación sea verdadera, tendríamos que dar « la retórica muy rica amplitud, Si es “retórica” la obtención de un instrumento expresivo perfectamente personal, del cual obtenga quien lo usa todas las posibilidades exigibles por el arte de escribir, es cierto que Antonio Márquez-Salas ha inventado su propia retórica. En buena hora.
Si deseamos resumir una opinión completa sobre el caso de Antonio Márquez-Salas, diremos que es, simplemente, una de las más ricas personalidades de la literatura venezolana. Cada una de sus mejores posibilidades ha sido señalada como defecto por quienes se sienten molestos ante uno de estos casos que desborda de los límites aceptables para la condición severa, académica, sensata, por la cual muchos de nuestros escritores se confunden en algo equivalente al fabricante de preciosidades.
Antonio Márquez-Salas fue, desde su primer momento, ese hombre de oficio y arte que (de acuerdo con una afirmación de Faulkner) no tiene tiempo para ser literato. Un escritor en pleno poder, en plena capacidad, en pleno embrujamiento. Todo lo contrario de la medida estricta, de la cuidadosa utilización de los recursos. Entra de lleno a correr los peligros de lo que siente terriblemente necesario e importante; se lanza a la aventura, porque sabe que es capaz de dominar todos los obstáculos. Conoce todo el alcance de su fuerza. Los débiles no aciertan con este torrente que encuentra siempre cauce. Hablan de otra cosa. Canalizados como están dentro de modalidades cuidadosamente aprendidas, persisten en ver como canal lo que es nada menos que la vena cuya intención se ha hecho profundamente orgánica.
Me agrada haber sido señalado por Antonio Márquez-Salas para que le acompañe en esta edición de sus cuentos. Nunca he sido partidario de prólogos y ellos sólo se explican en un caso como éste, en el cual un escritor pretende indicar determinada circunstancia, determinado momento de su trabajo. Márquez-Salas está rindiendo cuenta de veinte años de actividad narrativa; de veinte años de creación profunda y expresiva, cuyo significado ha sido siempre el de la insistente lucha por hacer que palabras y pasión sean una sola cosa admirable. Por ello es explicable el deseo de que en las primeras páginas de su libro vayan estas líneas, que no pretenden ser lección, crítica o bibliografía, sino simple signo para un instante preciso dentro de la tarea realizada.
El libro se basta a sí mismo. Yo agradezco muy de veras el gesto dictado por la amistad, por el cual quiso Antonio Márquez-Salas que fuera yo quien escribiera las palabras de compañero.