literatura venezolana

de hoy y de siempre

La luna no es pan de horno

Laura Antillano

Usted, Señora mía, me dejó como regalo el desgarre, y siempre tuvo la victoria final. Usted, Señora, no tenía derecho a dejarnos la desesperanza como legado eterno, con este ahogarse en su ausencia y con ella, con esta sensación eterna de lo inconcluso. Entre usted y yo había demasiado que decir todavía… y sin embargo, ahí estaba, vestida de blanco, con es vestido blanco de florecitas menudísimas, y su perfil siempre digno, sereno, y el cabello negro-azabache, acostada en un ataúd, que no tenía nada que ver con usted, como tampoco tienen nada que ver con usted esa sala de funeraria con cortinas de terciopelo oscuro, y las sillas pegadas a la pared, todas circunspectas, los trajes negros, el café, aquellos rostros casi todo conocidos por historias distintas, y las coronas de flores secas, con anotaciones hechas en escarcha sobre la cinta. No, Señora mía, ese no era su mundo, se trataba con más acierto de una representación teatral donde a usted me la habían metido en el centro, de actriz principal, de punto de partida para la historia. Usted pertenece a otras latitudes, a una luz de cielo suavecito, a un sol quemante, al mercado viejo de Maracaibo, a los que traen el plátano de Bobures en la madrugada, al periquito que está sobre la nevera y sufre de los nervios, las canciones de Agustín Lara, Toña La Negra, Leo Marini, Los Panchos y Guty Cárdenas, Clark Gable, las florecitas de bellalasonce, los encurtidos en su frasco mostrando todos los colores, el vino Sagrada Familia, los cromos de niños comprados en el mercado de Las Pulgas, los cojines de retazos, los cuentos de Sabana de Uchire y el río Manzanares, la historia del caballo  Marco Polo, la infancia alimentada de recortes de pan, los desmayos en el colegio, sus faldas anchas de muchacha de veinte años, su cabellera cascada que cae sobre los hombros, su mirada lejana, serena, perdida, la sorpresa frente a esa Caracas desconocida, los primeros dibujos, los esbirros, el Morrocoy Azul, la cárcel de papá, el apartamento de El Silencio, los siete hijos, un parto tras otro, el retrato grande de la abuela, los recuerdos de Barcelona, Uchire, Clarines, Puerto La Cruz, el terremoto de Cumaná, la imagen de la virgen de Lourdes con su manto azul, los dibujos de muñequitos, las historias de cuando se bañaba en el aljibe del patio, la enredadera de nomeolvides, con sus flores amarillas, las dos trinitarias, su risa. Una risa rara, de pocas veces, pero hermosa risa, como un estallido, con los ojotes arrugaditos en los extremos, y los dientes blancos, con toda la apertura de los labios y esa sonoridad, toda muy suya.

 

Usted, Señora, se llevó a la tumba el último despojo de la esperanza, la posibilidad de creer que puede tragarse la amargura y volcarse en un río de aguas turbias, para renacer alegres y gozosos como una vida que empieza. Nos dejó a cambio una habitación, llena de muñecas de porcelana, muñecas de rostros antiguos y ojos vidriosos, que parecen buscarla con la mirada y lamentan su ausencia. Nos dejó una hermosa jaula vacía. Los cromos. La mesa de dibujo, los pinceles, los tubos de las acuarelas italianas, los dibujos inconclusos. Los libros del aduanero Rousseau y los primitivos. Nos dejó sus juguetes de cuerda, las fotografías, sus trenzas, su mirada de niña de los años cuarenta (porque usted, Señora, nunca creció, siempre fue esa niña que fue por los años cuarenta).

 

No sabe cómo la busco, madre, no sabe. No tiene idea. Usted está en todas partes, como nos dijeron que estaba el ojo de Dios, cuando estudiábamos catecismo en la escuela, entiéndame bien, no se trata de hacer un poema, ni de caer en lugares comunes, entiéndame bien, Señora, que lo que le digo reviste toda la seriedad que el caso requiere. Usted está en todas partes, con decirle que me ha tenido varios días preguntando por ahí quien podrá conseguirme una matica de malabar, y tanto le di al asunto, que la señora del mercado libre, después de venderme un ramito de esas flores blancas y aromáticas, un ramito redondo, que parecía bouquet de novia, se decidió a venderme una matica, que hoy por fin tengo en casa, y que es como tenerla a usted de alguna manera, aunque en la casa grande de El Milagro, nunca haya habido una mata de malabar.

 

Hace algunos días, decidí ir a cortarme un poco el pelo, yo creo que más por la distracción propia de mi observación al mundo de la peluquería, que es una especie de centro de catarsis para la generalidad de las mujeres, porque allí pueden hablar mal de los maridos, o porque encuentran eco para los comentarios más simples y más íntimos. Entré al local, con la natural timidez y el desconcierto de no hallar por dónde comenzar a explicar lo que quería, me senté mientras esperaba mi turno, y como quien se instala frente al televisor, había señoras bajo el secador, y otras frente a ellas con la mesita de pedicurista, arreglando sus uñas y oyendo la historia de turno, sobre la amante nueva del marido, el aumento del precio del café, la nueva escuela para perros, las últimas vacaciones de Miami… estaba absolutamente ensimismada en las diversas conversaciones, observando los gestos, inventando mentalmente la historia de cada cliente, de cada peluquera, cuando se abrió la puerta del local y vi la entrada de una señora no mayor de treinta años, vestida con sencillez y circunspección, seria, de perfil y mirada serenos, pero con rictus de total decisión y firmeza remarcado en la línea de sus labios, tenía el cabello muy negro recogido en lo alto de su cabeza, y con ella venía una niña, de unos ocho años, muy robusta, con el cabello largo, y el uniforme de la escuela, blancos con pespuntes rojos, sus medias tobilleras, y los zapatos de tira cruzada, se le notaba nerviosa y excesivamente tímida, no miraba de frente, parecía esquivar todas las miradas que su entrada provocara. La madre se dirigió directamente a la que parecía la encargada de la peluquería, y la niña nos miraba, casi agarrada de su falda (y digo casi porque su gesto hacía pensar que lo deseaba pero era como si una película invisible le impidiera palpar esa superficie, esa película estaba definida en ciertas miradas de la madre). A la niña la sentaron frente al espejo. Apenas sus deditos tocaban el brazo del sillón, se miraba al espejo sin querer mirarse. La peluquera cogió tijeras, navaja y peine, y comenzó su tarea. La madre estaba de pie justo a ella, conservando la seriedad que parecía habitual. El cabello cortado comenzó a caer al piso, y la imagen del rostro de la niña a transformarse frente al espejo, no se movía, parecía una estatura, creo que temía por las tijeras, a la vez era latente su timidez, no quería mirarse, y de pronto su cabeza se movía mimosa cuando el movimiento de las tijeras parecía producirle algún cosquilleo detrás de las orejas, entonces sonreía a medias, y su rostro todo se ruborizaba, la madre la miraba e impedía que ella levantara las manos previendo algún movimiento brusco inconsciente, para evitar ese cosquilleo, largo rato estuvieron cayendo al piso los mechones de cabello castaño, ya yo no pude cambiar el centro de mi atención desde que las vi llegar: porque, Señora, esa niña era yo, y por supuesto, esa mamá tenía que ser usted. Me levanté, olvidando la razón por la que me encontraba en ese lugar, y salí aceleradamente a la calle, necesitaba respirar el sol, volver a atajar la realidad del presente.

 

Luego ocurrió en un consultorio médico, esperaba mi turno ojeando algunas de esas revistas viejas y desteñidas que adornan los consultorios (y que usted a veces se llevaba de regreso a casa por haber descubierto un artículo que podría interesarnos, como aquel que me consiguió sobre la vida de Selma Lagerlöf, la poetisa sueca), estaba pues en la espera, cuando en la sala contigua, la de espera en pediatría, descubrí una señora, con las mismas señas, el mismo gesto de resignación, la misma tristeza, y esa belleza extraña casi serena, acompañada de dos niñas, muy parecidas, vestidas con trajes iguales, casi del mismo tamaño, con el cabello largo, las piernas colgando del asiento porque no alcanzan el piso, sentadas una a cada lado de la madre, las tres calladas, como suspendidas en un hilo, y una luz blanca en el fondo, entra por el balcón. Recordé el consultorio del doctor Mendoza, las esperas largas, el tratamiento de la dieta de adelgazamiento, la balanza de peso, la toma de las medidas, la paletica de madera dentro de la boca, la calva del doctor auscultando, sus preguntas. Me acordé del sarampión y una larga noche de fiebre en que, entre neblinas veía el rostro de usted con el termómetro en la mano, recordé la lechina, en la que todos caíamos a la vez y usted tenía que pasar de una cama a la otra, con el frasco de loción fría mentolada y el polvo boricado. Como comprenderá, aquella señora sentada, tan serena, me hizo olvidar la razón de mi espera en el consultorio y abandoné el edificio de la clínica, sin ninguna seguridad de adónde quería dirigirme.

 

A veces pienso llegar al cementerio, y me hago la imagen, sentada un rato ante esa que debe ser la tumba de usted, o que dice es la tumba de usted (porque entendámonos de una vez: usted para mí no está ahí dentro, está más bien en todas partes como ya le digo), y sentarme, pues, ante esa tumba que debe o debería estar cubierta de malabares, y digo sentarme porque es ésa la posición del reposo más digno y reflexivo, la soledad junto a usted, Señora, que siempre fue la soledad. La veo en esas largas noches de insomnio, bajando a oscuras las escaleras de la vieja casa de El Milagro, la veo sentarse pausadamente, sacar el cigarrillo de la cajetilla, encenderlo, colocar el fósforo en el cenicero, y con un brazo cruzando el frente de su cintura, y el otro apoyado en él, provocar las humaredas silenciosas, y esos ojos suyos siempre ausentes, siempre flotando en espacios desconocidos e insondables para los que la rodeábamos. Quería decirle, Señora, que ahora puedo saber con certeza lo que usted sentía y pensaba en esos momentos largos; ahora, como le digo, lo sé, porque de pronto me tocó ser usted, y mi inconsciente me llevó a encender igualmente ese cigarrillo y sentirme tan ausente. Le cuento que las niñas están bien, las menores un poco confundidas por su ausencia, pero ya viven lo cotidiano, ya regresaron a la escuela, ya comen otra vez tres veces al día, ya hay que reñirlas para que se bañen y sentarse con ellas para que hagan la tarea de la escuela. Los primeros días de la ausencia de usted, cuando regresamos a casa, pasado el entierro, los reencuentro familiares, y con todo ese peso muy dentro, haciendo “de tripas corazón”, como diría usted, comenzamos la vida cotidiana. En casa no había quien quedara para preparar la comida, arreglar un poco las habitaciones y, en fin, estar para recibir a los ausentes a las doce del mediodía; entonces me quedé, se reiría usted, ya lo sé, diría: “¿Ella?, no puede ser, ¿y cómo lo hizo?”. Pues sí, yo, aquí, así como soy, así como usted me ve, con toda mi torpeza, sí, mi torpeza, esa que siempre me criticó, mi distracción, mi descuido para recordar las cosas más elementales, en fin… me tocó; bueno, los demás a la Universidad o al colegio, la casa se quedaba silenciosa. Comenzaba por el cuarto de atrás, doblando sábanas y cobijas; después, una pasada rápida de escoba, de pronto un detenerse unos minutos en un rincón a limpiarse las lágrimas de la cara con el dorso de la  mano, por una fotografía encontrada, un papelito o simplemente una imagen mental, nostálgica; además, era mi momento, porque delante de papá y los demás no se debe llorar, usted comprende, ¿verdad?, estoy segura de que me daría la razón en este asunto. Y bien, no intenté pasar coleto seguido porque el tiempo se me recortaba y después el almuerzo terminaba tarde y la gente tenía que salir a las dos y media de nuevo y se iban a quedar a media todos. Pasar a la cocina para inventar algo rápido, de manera que al llegar las niñitas y los demás ya tuviera la mesa a medio montar; la fregada de los platos le tocaba a otro, y en la tarde continuaba la batalla campal a la hora de mandarlas al baño; no se imagina lo que costó convencerlas de que hay que bañarse todos los días; por fin descubrí una insólita treta: el champú de fresa, les gustó tanto el olor que era como si lo comieran, después el baño era la aventura de lavarse la cabeza con champú de fresa, y todos quedábamos contentos. Inventé o reoficialicé la hora de la merienda, otra treta para pasar al momento de hacer las tareas; lo hice como la “once” de los chilenos, poniendo mesa y todo, adornando el pan con mermelada, sirviendo Toddy o té frío, o lo que encontrara por ahí, el asunto resultaba, y al final, sentarse con la Diana, para, muy pausadamente, acompañarla a hacer su tarea, leer los enunciados de la maestra, explicarle, mandarla a sacarle más punta a ese lápiz “que parece un toconcito”, “no borres tanto que se ensucia el cuaderno”, “siéntate bien, no te acuestes sobre el papel”, “ahora léelo tú misma”, “ajá, ¿entendiste?”, “¿qué es lo que te preguntan?”, “¡pero si tú sabes la respuesta!”, “anda, trata de recordar, eso es, ¡ves que sí la sabías!”, de golpe descubrir que mi pomposo título de Licenciada en Letras Hispánicas no me ayuda a diferenciar las palabras esdrújulas de las graves o agudas, que he olvidado cómo se hace una división con decimales (“epa, ¡papá!, ¿tú te acuerdas de cómo se hace esto?”), qué son los marsupiales, y muchas otras cosas que Diana pregunta y que me hacen, disimuladamente, recurrir a la biblioteca. Entonces, cuando llegaba la noche, yo la estaba esperando, esperaba esa hora precisa en que todos dormían, porque necesitaba volver a vivir la noción del silencio, olvidar el bullicio de las horas del día, el televisor, las discusiones, el acelere, las órdenes horarias, y me sentaba en medio del blanco silencio, en la mesa del comedor, con una cajetilla de cigarrillos y la caja de fósforos, y me fumaba uno y después otro, sin pensar en nada en especial, sólo en la tranquilidad de ese silencio. Fue una noche de ésas cuando descubrí que usted estaba allí, estaba dentro de mí, era yo misma, ¿comprende? Puedo entonces determinar con certeza el origen de esas largas noches de insomnio suyas, puedo palparlas, conocer su forma y su textura.

 

Ahora me pregunto cómo pudo combinar ambas cosas, cómo construyó ese mundo de dibujos menudos, de delicado encaje, de filigrana, y a la vez… todo esto. Usted, Señora, ha sido injusta al dejarnos el legado de su desdoblamiento, esa doble mirada al mundo que nunca palpamos antes. He leído sus apuntes de paseos, sus observaciones de letra cuidadosa sobre la gente en la calle, la ciudad, el sol, las cosas, los pájaros; he leído los borradores de sus caras, sus anotaciones para nuevos dibujos… Todos son detalles que construyen una mujer que no fue la que conocía, y me recuerdan la noche en que nos encontramos, casualmente, a una hora insólita (diez de la noche) en el área del mercado. Yo regresaba de la Universidad, mis clases terminaban muy tarde y debía venir al centro de la ciudad para tomar cualquier transporte que me llevara a casa; siempre teníamos problemas por mis horas de llegada, a usted le parecía insólito que la Universidad terminara a esa hora, para mí era un asunto de mirada, de punto de vista, de escalas de importancia. Esa noche me acordaba de parar en la esquina a esperar el paso de algún carrito por puesto –la zona despertaba mi curiosidad, una noche vi una redada policial para detener a las prostitutas, y siempre pasaban cosas extrañas entre esas cuevuchas semiiluminadas-; de pronto, esa noche la distingo nada menos que a usted; allí, muy cerca de mí, comprando cigarrillos en un puesto, mi mamá, con su cabello negro recogido, su camisa de florecitas, ancha y suelta, su perfil sereno. El asunto era poco menos que insólito; me acerqué, nos saludamos como dos amigas que se encuentran, tan sorprendidas estábamos una frente a la otra; el resto del trayecto a casa lo hicimos juntas, usted no me contestó nada muy preciso sobre la razón por la que se encontraba por allí, yo tampoco recuerdo haber preguntado mucho, pero sí me llamó notablemente la atención el conocimiento que la gente parecía tener de usted, desde los vendedores de plátanos hasta la señora del puesto de periódicos y cigarrillos. Regresamos a casa silenciosas, cómplices de alguna manera.

 

Quisiera ir de verdad, y sentarme un rato en el cementerio y conversar con usted estas cosas, y preguntarle otras que nunca me atreví a preguntarle, como, por ejemplo, qué fue lo que sintió exactamente aquel día en que papá regresó de la cárcel, y usted estaba tendiendo mis pañales en el balcón de la D16 de El Silencio, y lo vio desde allá arriba, quedándose con una pañal suspendido entre las manos por la emoción, y mirándolo bajarse del carro, y pagarle al chofer, así, con un paquetico de ropa entre las manos, con la camisa medio abotonada, sin chaqueta, flaco, barbudo, desgarbado, humillado tantas y tantas veces; yo quisiera saber lo que usted sintió mirándolo, paradita en el balcón, con el pañal muy húmedo entre las manos. Quisiera saber por qué rompió su diario de los veinte años, aquel librito azul cerrado con llave, que yo le pedí tanto, cada vez que bajaba todas las cosas de su closet, para revisarlas y limpiarlas de polvo y recordar. ¿Por qué lo rompió?, yo sólo quería corroborar si lo que usted pensaba a los quince o veinte años era lo mismo que yo pensaba, nada más que eso. Quisiera saber tantas cosas, Señora mía, que usted se quedó sin decirme.

 

A veces suelo escaparme de mi papel de profesora universitaria, y me voy por ahí, a caminar, y busco una plaza, una que tenga muchos árboles y donde pueda encontrar una banca tranquila y solitaria donde sentarme y pensar en usted. Entonces revivo nuestra visita a la tumba de la abuela, y todas las imágenes de mis ocho años, cuando la abuela murió y usted perdió un bebé ese mismo día, y las dos tumbas estaban muy cerca una de la otra. Ir a visitar la de la abuela significaba limpiarla un poco, vaciar los floreros de mármol y los lados de la placa de piedra que reza nombre y fecha, colocar agua fresca y flores nuevas, Ir a la del nené, cubierta de piedrecitas blancas, significaba sentarse en un murito, debajo de un árbol grande, y pasar largos ratos las dos, sin hablar, usted con la cabeza inclinada sostenida por el codo, yo recogiendo piedritas blancas y ordenándolas por tamaño sobre la superficie del murito. ¿En qué pensaba, Señora? Dígame, ¿en qué?

 

Sus cosas las estamos embalando poco a poco, papá no quiere tocar nada (parece un cristal a punto de estallarse), y entonces, cuando hablamos de limpiar el polvo, envolver en tela las muñecas, guardar su ropa en un baúl… él coge un libro de poemas y se pone a leerlos en voz alta, o a mirar por la ventana los barcos que atraviesan el lago como si los descubriera por primera vez, o habla de que hay que llevar los gatos al veterinario, o se busca los tomos de la revista Élite y se sienta a hojearlos lentamente… Entonces nos miramos y sabemos que él no podrá ayudarnos por ahora; hacemos nuevamente de “tripas corazón”, y tratamos de tocar todo por encima, de no mirar, de no pensar, de despersonalizar la tarea necesaria. Desde su ventana se sigue viendo el lago, Señora, y las matas del patio tienen quien las riegue, el periquito sigue siendo un histérico, y de vez en cuando hay que poner goticas para los nervios en el agua que toma.

 

Yo tengo un recurso final: escapar a la cocina y ponerme a limpiar los closets, la despensa (usted hacía eso acaso una vez al mes, ¿recuerda?); entonces lavo cuidadosamente cada plato, taza, vaso, bandeja, cubierto, cucharón, cafetera, dulcera, jarrón; me afano en los detalles más pequeños, pongo insecticida, sacudo los estantes, ordeno y reordeno, y estoy tranquila hasta que aparecen cosas como las dos máquinas de moler maíz, pesadas, de hierro, con su forma extraña, recluidas en cajas desde que parecieron esos productos en polvo que sustituyen al maíz que había que moler. La cojo y las examino detalladamente; la más grande era la de la abuela: la recuerdo tanto como su gran cocina, o su piedra para golpear la carne al sazonarla, y la abuela y usted en sucesión están en estas máquinas de moler maíz, están en las dos exprimidoras de naranja, están en el colador anaranjado, en los platicos para servir postre, objetos heredados, objetos cotidianos que dibujan la casa, la sensación tibia de la casa. Vivo la imagen de la abuela, bordando, sentada al lado de la radio, mientras yo jugaba debajo de la mesa, metida en una jungla imaginaria. La veo a usted, sentadita en la mesa de dibujo, construyendo su mundo de personajes diminutos, haciendo total abstracción de esta realidad que rechazaba. Y me pregunto si dentro de unos años habrá una cuarta de nosotras que nuevamente lave, con suavidad y nostalgia, cada objeto, y a éstos que ahora yo veo estén sumados los míos, y ella tenga también esta sensación de vidas inconclusas, e tristezas ancestrales…

 

Señora, si al final somos la misma, por qué tanto subterfugio, tanta distancia, tanto silencio, tanto dejar de decir, Señora mía, quiero decirle que, en su velatoria (y cómo odio usar estas palabras), la gente que venía de su rama familiar me identificaba al verme (vino gente de muy lejos, gente que quizás usted no vio en muchísimos años); al verme pensaban: “Esta tiene que ser su hija y es innegable la mirada, el tono bajo, la sensación de estar flotando en otras galaxias”; usted y yo nos parecemos hasta en eso, Señora; son cosas del destino, de la historia. Y nunca nos detuvimos a medir ni siquiera nuestras posibilidades de rebelión, porque debe usted saber que lo fue a su manera y yo a la mía y que es casi ley del contexto esto de la dialéctica; un acuerdo total entre las dos hubiera sido historia falsa, puro artificio, pero, en el fondo, usted debió saber siempre que yo era su prolongación, la continuación de la anécdota. Qué difícil se nos hizo todo, madre, qué difícil, hablarse, entenderse, qué de claves tuvimos que inventarnos, cómo no es dulce ni bondadoso el amor cuando se trata de seres nacidos para las más tortuosas pasiones, cómo somos duras cuando amamos y suaves frente a los que nos son indiferentes. Como dejamos que nos ahogue ese laberinto antidialéctico cuando emociones y orgullo están en juego, en franca batalla, en aguerrido y abierto combate, cómo lágrimas ocultas, palabras no dichas, gestos resguardados, pueden acorralar el mar.

 

Mi huida. Ese escape del mundo cálido. La ventura de aprender a vivir. Y aquella frase suya retumbando fuerte: “La luna no es de pan-de-horno”; claro que no es, mamá, ahora sé lo mucho que no es; es de piedra y fuego, y dura, con un palo, con todo, hay que estar de pie, y con “el ánima bien templada”, porque como dice el poeta: “el ánima bien templada salva la doliente criatura…”.

 

Ya la veo a usted, Señora, al abrir la puerta de la que fue mi casa nueva, en lo más alto de un viejísimo edificio en las márgenes de la ciudad: la veo a usted, con el rostro contraído, con su seriedad que vea rictus, y mi sorpresa toma el carácter del asombro profundo frente a su persona, y dos preguntas se me clavan “entre pechos y espalda”, como quien vive una duda sin ninguna posibilidad de certeza. ¿Qué hace mi madre aquí?, ¿cómo pudo subir cinco pisos de escalera? Trataba de oír una respiración acelerada, pero usted estaba serena; eso me hizo pensar en cuánto tendría allí, detenida frente a mi puerta, recuperando su ritmo respiratorio y cavilando para seleccionar las palabras precisas con las cuales decirme: “Vuelve a casa, vuelve con nosotros”, sin que yo fuera a descubrir ni su dolor ni su angustia, que eran dos cosas que necesitaba ocultarme, por orgullo, por carácter, o quién sabe por qué. Usted pasó adentro, mamá, con paso lento, y se sentó en la mecedora, una mecedora de fibra de cardón, con asiento de cocuiza. Fueron muy largos esos minutos en que la vi observar minuciosamente esa que era mi casa. Yo esperaba con ansiedad sus palabras y no sabía mirarla ni qué decirle, y… le ofrecí café, y fui desdeñada.

 

Cuando ya una calma sin palabras ocupaba todo aquel espacio, con la luz blanca y grande de la ventana al fondo… usted me miró. Su rostro tenía una expresión indefinible; no había dolor ni tristeza, había algo como decisión, pero no era exactamente eso tampoco; yo pude ver sus ojos, eran los mismos de la fotografía, esa grande, que está en mi habitación.  Entonces oí su voz, creo que fue la primera vez que habló, me dijo: “Recoge tus cosas porque vine a buscarte”. Ah, Señora mía, qué difícil era decirnos simplemente que nos queríamos, qué difícil. Usted nunca pudo, en ese entonces, hablarme como lo que yo era, una muchacha de veinte años, que descubría al mundo como un gran circo, con equilibristas, payasos y también empresarios. Pero yo tampoco era capaz de dilucidar todo el amor que podía haberla llevado a usted a subir los cinco pisos de aquella escalera, húmeda y oscura.

 

En estos días, limpiando la habitación, encontré por casualidad la tarjeta que usted me envió de Houston… La habían ocultado para que yo no la viese, llegó después de su muerte, como todas las que envió a cada uno de sus hijos. Querida madre, me hablaba usted de los niños, los parques y los pájaros, estaba feliz y quería verme… ¿Qué imagina que puede sentir al leerla? En cosa de horas, usted se traslada a la sala de cirugía, vestida con la ilusión de un próximo retorno. En unas horas se nos notifica que ha muerto. En unas horas se nos participa que seremos seres inconclusos per secula seculorum. En unas horas nos desgarran el sueño. En unas horas nos la entregan a usted, metida en una caja gris. En unas horas nos hacen reconocer que ya no hablará más del aljibe de la casa de Clarines, ni de los caballitos sanjuaneros, ni de las muñecas de trapo, no de la no me olvides, ni cantará Perfume de gardenias, ni servirá la cena de año nuevo, ni cuidará los gatos, ni se reirá, ni construirá esos encajes dibujados de muñequitos, oficio de alquimista, de artesano chino. En unas horas, en un puñadito chiquito de horas, quieren enseñarnos, de una vez por todas, que “La luna no es pan-de-horno” ¿Se imagina, Señora mía? Es el desgarre total, es que lo agarren a uno y le den palo y palo, es como si lo rasgaran con una hojilla desde el centro mismo de la cabeza, es como si de pronto la ciudad se vaciara y no te quedara ni un alma conocida. Es el vacío. El silencio infinito y blanco. Es como quedarse mudo y tragarse el grito. Por eso, usted comprenderá, pedí que cerraran el ataúd; por eso, no pude seguir viéndola así, con el vestido blanco y su rictus de seriedad, porque uno tiene sus límites, Señora mía, y sabe cuándo está a punto de desgranarse en filamentos de vidrio incinerable, porque uno se empeña en eso de que “el ánima bien templada salva la doliente criatura”. Yo quiero que usted se ponga en mi lugar por un segundo… ¿Lo comprende ahora? Tiene ahora que comprender, Señora, por qué le digo que nos dejó como legado la desesperanza, porque no ha habido nada como ahogarse en esta ausencia, en esta sensación de lo inconcluso.

Sobre la autora

*Retrato de señora, óleo de Luisa Richter

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