literatura venezolana

de hoy y de siempre

Su Señoría el visitador

Ago 6, 2021

José Rafael Pocaterra

(Esta historieta no es, ni con mu­cho, una pretendida reconstrucción de- época, ni aun mera composición de lugar: se han cambiado el nombre de la congregación y algunos detalles locales. Razones obvias. Todo lo demás —en gran parte auténtica his­toria— reposa en tradición oral. Esa que las viejas criadas dejaran infor­me, anacrónica y encantadora en la imaginación de los niños cuando van a dormir… Enmudecieron hace ya muchos años los humildes labios que podrían contar a otros chiquillos ex­tasiados este largo cuento de monjas, de curas y de bandidos).

Todavía, hasta la primera mitad del siglo pasado, se alzaba, a treinta pasos del célebre convento Beaterio de Educandas de San Francisco, el primitivo edificio. Más tarde, un decreto hacia finales del 74 que causó rudas tempestades religiosas, hubo de convertirlo en palacio gu­bernativo.

Para entonces se extendía en una larga fachada de rejas equidistantes; a la parte oriental elevábase la me­dia-naranja de la Capilla —una de las más ricamente dotadas de la Orden—, amplia, silenciosa y profunda. Los claustros encerraban tres patios: el del centro, pequeño, especie de clásico patio de luz, de las construcciones de fines del siglo xvIii. Los otros dos, rodeados de un macito orden de columnas muy bajas. En el primero canta­ba el agua del caño en su cuenca de calicanto. Y hacia el muro occidental exterior, una fuente pública borbo­taba la linfa algo salobre, desde los ijares de Guacamaya.

Habla limoneros y nísperos; una higuera; rosales eter­namente florecidos; violetas bajo el césped; y en un ángu­lo, trepando por, el pilar hasta las tejas mohosas del alero, una parra que hacía más húmeda la penumbra del claustro.

El locutorio se abría hacia la capilla, a la izquierda de la entrada principal, franca sólo en ocasiones solemnes, en el sitio que luego ocupan la biblioteca pública y las tesorerías. Por la parte que fue después la antigua ofi­cina de correos, se extendían las habitaciones destinadas al Capellán, la hospedería y la residencia del sacristán, aquel excelente don Tomás que murió, casi centenario, a fines de los ochocientos veintiocho o veintinueve.

El refectorio, las celdas de las reverendas Madres y la sala de labores, corrían por toda el ala derecha. De se­guidas al pasadizo central, de altísimas columnas, otra vez se achataba la construcción cerrando, idéntica al primer cuerpo del edificio, un segundo claustro con su jardín: allí estaban los departamentos del noviciado; y al fondo, la panadería, cocinas, despensas y el lavadero.

La Regla era severa; jamás, sino en solemnes oca­siones de profesión o reprimenda, pasaban las novicias o gentes del servicio al austero departamento de las Ma­dres; éstas sí, venían a dar sus clases —religión, borda­do y lectura, algo de cocina y cánticos piadosos— a una centena de niñas huérfanas recogidas que llenaban de una pálida alegría y de rumores de colmena el severo patio del noviciado.

Pero cuando don Tomás tocaba Animas y la Reve­renda Madre Rectora pasaba su última visita, seguidas de dos religiosas, el silencio se extendía ante sus pasos a todo lo largo de los corredores, parpadeaban las lam­parillas de las celdas y de tiempo en tiempo, bajo las bal­dósas o desde los céspedes del jardín, medían los grillos un doble compás en sus chirimías.

En esta visita de inspección cerciorábase la Priora del cierre de los dos grandes portones: el principal, que daba acceso a la fachada de oriente, y el otro, a la calle opuesta, para el servicio diario, y por donde salían con la última luz de la tarde las cestas enormes de aquellos bizcochos —»besitos de monja»— nunca bien pondera­dos, qué se mojaron en las jícaras de nuestros abuelos; otra puertecilla comunicaba directamente las habitacion6 del Capellán, sacristanes y hospedería con la calle, y es­taba al celoso cuidado de don Tomás. Cerradas hermé­ticamente las entradas, aquel vasto cajón de piedra guar­daba, inexpugnable, el. piadoso sueño de las monjitas; y ya podían «los Siete Niños» hacer de las suyas en la ciu­dad, que este sagrado asilo permanecería inviolable, al amparo de sus muros de mampostería y de sus recias ma­deras chapadas de hierro.

Así que, cuando una nueva y sonada fechoría de aque­llos siete desalmados llegaba hasta los oídos de la Re­verenda Madre Lorenza de la Santa Parrilla, sonreía con cierto desdén de infanzona, lanzando una mirada segura a través de los claustros. Mucha seria la audacia y la insolencia de ellos, pero mayor era la prudente guarda de las esposas del Señor.

En vano Teniente-Gobernadores, jefes políticos, regi­dores, alcaldes mayores y alguaciles no menos mayores, agotaban sus recursos policiales en aquella persecución; inútilmente el propio Capitán General, desde Santiago de León de los Caracas, ordenaba «aprehenderlos y remitir­los a la Capitanía para ser juzgados y executados en «ra­zón a sus nefandos delitos». Su Señoría el Teniente-Gobernador contestaba respetuosamente: «se proveerá cuan­to ordena Vuecencia», y ya Vuecencia podía esperar sen­tado que le echasen el guante a la cuadrilla. Eran casas de comercio desvalijadas, viajeros asaltados en los cami­nos de Aragua y de la Sierra; pacíficos canarios que te­nían que depositar, llenos de pavor, las clásicas cien on­zas en el sitio indicado; y si alguno se arriesgaba a poner el denuncio, tres días más tarde había en cualquier en­crucijada un isleño atado, amordazado y molido a palos.

Rara vez mataban. Sólo cuando la persecución se ha­cía activa y encarnizada e iba a dar con sus huesos en la cárcel alguno de quien se sospechara complicidad —y al que nada podía probársele, como si la ciudad entera les amparase con su disimulo y su silencio—, aparecía un alguacil apuñalado; o un justicia que informaba «es­tar en la pista» recibía un trabucazo, certero y anónimo, en la vuelta de cualquier camino.

En más de una ocasión, al’ anochecer, mientras las Hermanitas rezaban a Vísperas en el Coro, oíanse gritos, carreras, escopetazos; sonaban los portones con estrépito, ladraban perros y una voz de angustia clamaba desde la calle:

—¡Favor a la Justicia! ¡Socorro a la Autoridad! ¡Los Siete Niños!

Santiguánbanse las monjitas y encomendaban a Dios el alma del infeliz edil sorprendido y, seguramente, ase­sinado por aquellos malvados.

La extraña banda de Los Siete permanecía impune: corrían numerosas versiones: una informaba que el jefe era un negro esclavo, de nombre Benito, fugado de pre­sidio; otra, que eran emigrados de la Península, carnaza de Ceuta o de las carracas gaditanas; quiénes, que se trataba de siete jóvenes de las más distinguidas familias de la villa. Alguien que escapó de sus garras y que sorprendiera la fisonomía del que capitaneaba la cuadrilla, describió un vejete de barbas aborrascadas y voz bronca, con un acento catalán, y esta versión no parecía apoyar la idea de que se trataba de jóvenes distinguidos de la ciudad…

Había almas timoratas que pensaban en aparición co­lectiva de espíritus infernales, y la imaginación popular había rodeado aquellas siete extrañas figuras con un ha­lo caballeresco de terror y superstición. Se llegaba a con­siderarles como la comenzada Torre y como las cuevas de Guacamaya, raro timbre de orgullo local.

Sea de ello lo que fuese, nada tenían que hacer aque­llos siete pecados capitales con las castag esposas del Se­ñor, con las cándidas palomas del sagrado palomar, que se entregaban más ahincadamente que nunca a la ora­ción y al trabajo.

II

Hubo un consejo general. La Reverenda Madre anun­ció que dentro de algunos días saldría de España, vía Mé­jico, a recorrer los Conventos de la América, el Reveren­do Padre Ordóñez, Visitador de la Orden, y que era preciso más que nunca el régimen espiritual y todo lo que fuese menester en lo temporal para hacerle a aquel emi­nente religioso una recepción digna de su alto carácter y de sus virtudes.

A través de los claustros paseábanse, grave y pausa­damente, de dos en dos, con las manos cruzadas en las anchas bocamangas, las Reverendas Madres; y se oía un rumor de colmena que se prepara al trabajo en los comen­tarios y en las disposiciones que se proyectaban.

Bordaron, en efecto, las novicias, ornamentos sagrados especiales; se renovó todo el ajuar del Divino Jesús; llamóse a don Blas de Agreda para que retocase algunas imágenes y dorase el yeso carcomido de los viejos reta­blos. La Hermana Ecónoma erogó cantidades extraordi­narias que la Despensera dispuso en proveer la cueva y los grandes armarios de roble, que olían profundamente a vainilla. En las cocinas brillaban las baterías, y las bal­dosas fulguraban al reflejo de los grandes fogones.

En lo alto de la chimenea gigantesca, vasta campana de mampostería ennegrecida por el hollín secular de los hogares crepitantes, chorizos azafranados, rojos; embu­tidos extremeños, sahumábanse en cuádruple hilera -al vaho de las enormes marmitas cuyo cobre brillaba como el oro.

Bullía el Convento. Un ir y venir de seres que pare­cían volar sobre el silencioso calzado. A veces, en un án­gulo de la sala de labores, un atrevido rayo de sol besaba desde lo alto de la reja el perfil de una novicia, que se­guía con ojos tristes y absortos la urdimbre dorada de los hilos, engarzando maravillas de lentejuelas, pedrería y cuentas sobre el raso de las casullas, alegorías profusas de un dibujo fresco e ingenuo: los instrumentos de la Divina Pasión enmarcados por la Corona de Espinas; el pelícano que simboliza la Sagrada Eucaristía; o motivos de ornamentación inspirados, como el Cristianismo pri­mitivo, en un arte pagano y sensual: vides evocadoras de pámpanos, racimos de uvas a cuyo peso se doblarían dos guerreros, tal cual se lee en los antiguos textos; hojas de parra eternamente púdicas, como si debajo de ellas se ocultase el funesto pecado…

La capilla brillaba. En los prismas de los briserillos descomponiéndose reflejos inverosímiles; la luz de los vi­trales penetraba alegremente en olas multicolores; se ha­bían tejido guirnaldas, obra maravillosa de la Madre Ig­ nacía, maestra de- novicias. Fue neecsario seguir el consejo de don Tomás, quien exigió un adjunto y que ayu­dase también como acólito. Al efecto presentó a un joven de humilde aspecto, sobrino huérfano, según informó, del Ilustrísimo Obispo don Diego Antonio Madroñero. Desde luego, fue aceptado. Aquel mozo, aunque muy ajeno al servicio de las cosas sagradas, era muy aplicado y su vo­luntad suplía la torpeza. En pocos días aprendió los lati­nes y el ritual necesario para ayudar al Santo Sacrificio. Cruzaba piadosamente las manos entre las anchas man­gas del roquete con una devoción que a leguas delataba su eminente parentesco episcopal. Sólo el capellán, el vie­jecito de agudo perfil, sentíase mal con aquellas reformas; sacado de súbito de sus costumbres, de su idéntica forma de servir hacía treinta pacificas años la muy digna Ca­pellanía del Beaterio. Y paseándose, inquieto, por el traspatio de la Sacristía, meditaba el sermón que debía pro­nunciar ante él ilustre Visitante, todo él en honor de Ma­ría, Rosa Mística, Señora de las aflicciones y Reina del Amor Hermoso. Medía las pausas de su ardiente oración, y en la misma excitabilidad de ver cerca de sí transfor­marse su antigua capilla, tan callada y tan melancólica, en templo ruidoso y adornado hallaba el suave viejecito una primaveral renovación de su cansada oratoria; y un misticismo lírico, el de sus floridos años en el Real Semi­nario de Santiago, inspirábale trozos sorprendentes, epí­tasis delicadísimas, metonimias inesperadas que florecían el vetusto tronco de su retórica con tardías fecundidades de otoño.

El diablejo del orgullo no dejaba de meter su rabo en aquella delectación de recitarse los párrafos más bri­llantes, acariciándose las manos como si acariciase con ellas la pulida hermosura de los períodos.

Ya iría Su Paternidad, el señor Visitante, haciéndoselenguas de la elocuencia de un humilde capellán de las Américas, un tal don Eustaquio de Utrera, licenciado en ambos derechos y Director Espiritual de las Reverendas Madres del Beaterio de Educandas de Valencia del Rey.

—Joven Talavera —decíale al nuevo acólito con acen­to entusiasta— ¿ya usted ha dejado esas vinajeras como dos soles, eh?

Y el sacristanucho, bajando los ojos, respondía, siem­pre humilde y respetuoso:

—Todo a la mayor fama de esta Santa Casa, mi Re­verendo.

III

Así que esa tarde, a las cinco, cuando a la puerta principal, con un estrépito sobre las piedras, tirada por tres caballos cubiertos de polvo y de sudor, se detuvo la dili­gencia que hacía el servicio hebdomadario entre la «ciudad y el puerto, don Tomás no tuvo más que asomarse al postigo y hacer la señal convenida; dio_ un largo toque de campanilla la Hermana Tornera, y momentos después se abría de par en par el gran portón de ceremonias.

Encabezado por la Reverenda Madre Lorenza, que te­nía a su derecha al señor Capellán y a su izquierda a la Madre Secretaria, y a la Hermana Ecónoma, el personal de la Casa se abría en dos alas a ambos lados de la en­trada; y mientras desfilaba hacia el locutorio, Su Seño­ría el Visitador, el Padre Secretario y los familiares, las huérfanas de la escuela entonaron una salutación, letra y música de la Madre Ignacia, compuesta para aquella so­lemne oportunidad:

Cantemos alegres

cantemos loor,

que al fin ha venido

 el Visitador .. .

Contra lo que suponíase, no era un anciano religioso cargado de espaldas y de años, sino un soberbio ejemplar de la Iglesia, joven, alto, fuerte, con una mano blanca y cuidada, que saliendo de la amplia manga del hábito trazó una lenta bendición sobre las tocas inclinadas.

Le seguía el Secretario, hombrecito de ademanes pro­lijos, y dos jóvenes novicios, dos mocetones tímidos que llevaban sus ropajes con ese aire desenvuelto y audaz de la Iglesia militante.

Penetró Su Señoría al locutorio y allí la Priora diole, en breves palabras, la bienvenida, a la cual él repuso:

—Pasemos ante todo a la capilla, Reverenda Madre, y en unión del Reverendo Capellán oremos al Señor y a nuestra celestial Patrona por los mejores frutos de esta visita.

—Y démosle gracias —expresó al aludido— por el viaje feliz de Su Señoría.

—Amén —repuso la Madre, seguida del vasto eco de la Congregación.

Sin sacudir el polvo del camino, el Visitador pasó a la Sacristía con su séquito y mientras endosaba el alba de encajes como espuma, la estola, cuya cruz besó con un arrobamiento poco frecuente para la ordinaria rúbrica, y la pesada capa pluvial guarnecida en oros, don Tomás lo examinaba a su gusto:

—iSi es un niño —observaba al Capellán—, un niño con la leche en los labios!

Y éste, siempre lógico, respondía:

—Figúrese, pues, don Tomás, cuánta será su virtud y de qué quilates su mérito para estar investido de tan alto carácter.

Parecía que todo fuera nuevo y flamante. Los ma­cizos candelabros de plata, el yeso dorado de los retablos, los briserillos que pendían del rosetón de cobre como una lluvia de estalacticas; y el níveo paño de los altares, y la luz crepuscular que penetraba desde los ventanales en fa­jas donde danzaba un polvillo traslúcido de fuego, de azul, de color naranja…

Sobre el altar, en un cuadro que ocupaba todo lo ancho del muro, ornado de flores y de luces, le eterna Vir­gen, pechona y campesina, pero inmaculada, que obsede el arte místico del siglo XVI.

Sumergida en una ola de gracia idealizaba el terceto divino en que alguien la sorprendió para siempre.

Era trabajo de uno de esos copistas de la Colonia, cuyo arte anónimo puebla el fondo de nuestras iglesias con reproducciones de los viejos maestros; obras a las que la mano humilde e ignorada puso a vivir una vez más el minuto de genio que las concibiera, con ingenuas deformaciones.

Voces frescas, de niñas, cándidos acentos de novicias, a las que respondían en un vasto motivo de escalas pro­fundas las cien flautas del órgano, resonaron en el coro:

Tantum ergo Sacramentum

Comparsit laudatio…

Y entre nubes de incienso y el tintineo de las campa­nillas de plata, tañidas enérgicamente por don Tomás, Su Reverencia, vuelto hacia las frentes inclinadas de toda la Congregación, trazó en el espacio una cruz solemne con la enorme Custodia de los grandes días, cuyas pie­dras lanzaban un destello insostenible. Transfigurado por la augusta ceremonia, parecía más alto, más erguido, más rubio…

IV

Sin darse punto de reposo, esa misma tarde, antes de oscurecer, Su Paternidad recorrió los claustros, dio un vistazo a despensas y cocinas. El día siguiente era de gran solemnidad, vendrían visitas y obligaciones. Pot lo tanto, había suplicado no se dijese nada de su llegada, para poder entregarse al reposo y a la oración.

—Dejemos a cada día su carga, señor Capellán, no la aumentemos con las penas del venidero —añadió, ci­tando en latín la piadosa frase-.

Por eso prefería conocer de una vez aquella Santa Casa. Para todo tuvo una frase amable: elogió el orden, el método, la disposición de cuanto le iban mostrando. «i Perfectísimamente…! ¡pulchre, Bene, recte!».

En pocos minutos, la Hermana Ecónoma expuso la situación financiera… holgada.

—¡Oh! —interrumpió con espiritual ligereza— de eso que tome razón el señor Secretario.

Y, en efecto, el hombrecillo de ademanes prolijos se hizo explicar, con la minucia de las mujeres, lo perti­nente a la hacienda: había un cuantioso donativo, a más de las rentas naturales; la Madre Superiora esperaba pre­cisamente instrucciones para la libranza anual… dos mil y seiscientos pesos que estaban a la orden.

—¡Casualidad! —observó entonces el Visitador dis­traídamente mientras examinaba con tacto de bibliómano un curioso infolio que estaba sobre la mesa del locuto­rio— mañana despacho a mi familiar Pantoja con pliegos para su Ilustrísima y algún dinero de Méjico… ¿Si a las Reverendas Madres les parece buena ocasión?

—¡Excelente! —declaró la Priora— ¿no lo cree así, Hermana Ecónoma?

Esta inclinóse, grave.

—Señor Capellán —decía entonces el Visitador—, este ejemplar de las Sagradas Escrituras es una joya, ¡una joya! Es de las ediciones flamencas de los Herma­nos Van der Teuffel, de 1507; el original se guarda en la Biblioteca Vaticana ¡curiosísimo…! lo he hojeado y…  —pero se interrumpió de súbito, como si le viniese la idea, al ver cerca de sí al Padre Secretario y a la Her­mana Ecónoma—. A propósito, si han resuelto algo, des­páchense esta misma noche; mañana es día atareado y Pantoja saldrá con el alba,

Por toda respuesta, la Hermana se retiró, volviendo a los pocos momentos con una ayudante que traía dos sa­quitos, que recibió el señor Secretario. Más tarde se le daría el pliego de remesa.

Iba a retirarse Pantoja con el oro, cuando Su Reve­rencia hizo un gesto brusco y le detuvo:

—Nunca reciban ustedes dineros sin contarlos, se­ñores.

Con tono sumiso, el familiar se atrevió a exponer, ru­borizándose como una doncella:

—Pero es que, tratándose de las Madres…

—Sabe usted, acaso, so imprudente, si por un error, perdonable en estas piadosas mujeres … Recuerde lo que nos ocurrió en Veracruz con las cien onzas de más, ¡Per­dimos barco para la Española por hacer la debida resti­tución…! ¡Madre, tres meses perdidos! … ¡tres meses!

Y así que, humildemente, contó las viejas piezas, de un oro triste, apagado, insonoro. Cuando Pantoja se re­tiraba a guardar el dinero, con la cabeza gacha y las orejas encendidas, le dio una palmadita en el hombro y, tras la más suave sonrisa eclesiástica, murmuró:

—Nunca olvides cómo comienza aquella epístola de mi maestro Horacio: «Virtus post nummos», esto es, la virtud, sí, pero antes los escudos…

¡Qué hombre … qué hombre! —comentaba a media voz en la oreja del Capellán el señor Secretario.

—¡Estoy transportado! —declaró el viejecito, hacién­dose con las manos una suave caricia entusiasta.

La Madre Priora; que gustaba del lenguaje bíblico, exclamó, al retirarse entre un grupo de Madres, llenas de tierna admiración:

—¡Alabemos a Dios!, él es joven y fuerte como un cedro del Líbano.

V

Se sirvió una pequeña colación a las ocho. Su Reve­rencia, después, de insistir inútilmente, porque don Eus­taquio negábase a ocupar la cabecera de la mesa y de citarle el pasajt de Don Quijote y los cabreros —con la propia expresión del escudero: «siéntense vuesas mer­cedes, que doquiera que mi señor lo haga es cabecera»—, echándose a reír como un muchacho, mojado en la jícara espumosa, con apetito excelente, uno tras otro, los im­ponderables bizcochos.

—¡Oh, ni en la Península, Padre, ni en la propia Es­paña los hacen mejores! —elogiaba, secándose la espuma densa del chocolate.

Su Reverencia cambió luego de tono al encenderse los cigarros; habló extensamente de la Orden; citó algunas reformas indispensables a la Regla; dijo cosas enalte­cedoras del porvenir a que estaba llamada la milicia mís­tica, y tuvo frases desdeñosas y agrias —en las cuales latía el viejo patriotismo del clero español— para esos aires fétidos a azufre e impiedad que siempre soplan del lado de Francia.

Incidentalmente habló del orden interior de la Casa, descendió a preguntas, a mínimos detalles, que acusaban una larga experiencia. Se le había informado que en cuanto a joyas y dotación del Servicio Divino, la Congre­gación de Valencia, en América, nada tenía que envidiar a las mejores de la Metrópoli.

—Hay algo, hay algo —explicó don Eustaquio, acariciándose las manos, con una sonrisa de orgullo—. Sólo que yo uso lo más modesto a diario; reservamos esas galas para honrar, como ahora, a quien nos honra. Todo eso está bajo la guarda del excelente don Tomás, que ya presentaré a usted, y del joven Talavera, su ayudante. Son las personas que nos sirven…

Su Paternidad encendía en aquel instante- un segundo habano:

—¡Cómo, preséntemelos, Padre, preséntemelos!

Y, a cual más humilde de los dos sacristanes, compa­recieron.

El fiel don Tomás, el joven Talavera —Su Señoría sa­ludó amabilísimo, entre bocanadas de humo.

Al primero la faz le rebosaba de orgullo y de alegría, al retirarse. Le había tuteado, le había llamado «el fiel don Tomás».

La digestión, aquel Jerez fragante como las rosas, ha­bía adormecido en una ensoñación de paz al señor Cape­llán, que veía a su interlocutor entre una niebla de grandeza, de simpatía y de humo de tabaco… A cada instante remojaba los labios en su copita, fumaba y em­prendía un nuevo, delicioso tema de conversación.

—Si no es indiscreto, Padre Eustaquio, creo que es usted un insigne cultivador de las bellas letras       ,

Protestó débilmente, ruborizándose:

—¡Oh, no, un humilde aficionado nada más, un humil­dísimo aficionado! .

—En la mesa de mi habitación hallé un libro con su nombre, libro que me revela su devoción hacia los clá­sicos latinos. Al dueño de ese volumen no parece serle extraño todo el tesoro de la antigüedad, y los escolios y apostillas manuscritas al margen están redactadas en un latín no menos correcto y elegante que el de Tácito…

—¡Oh, Reverendo Padre! —protestaba aún don Eus­taquio avergonzado, pero con la mirada radiante e infan­til—, pobres ocios que distraigo, créalo Su Paternidad, ratos perdidos, o robados a mejor empleo —añadió hu­mildemente.

Y de seguidas, mientras el joven Talavera se apresu­raba a renovar en las copas el vinillo color de oro, confe­só su inclinación literaria, habló de sus predilecciones y’ de sus simpatías hacia autores diversos… El Visita­dor discurría fácilmente, como hombre habituado al viejo amor de las bibliotecas; y ambos entablaron una polémica erudita y espiritual en derredor de cierto pasaje de Ovidio:

Dum lallax servus, durus paler improba leva 

Vivent dum meretrix blanda Menandros erit

Por el pequeño refectorio de la hospedería hubo un vuelo de cantáridas que muy luego cayeron asfixiadas bajo el humo de los cigarros, en la somnolencia de la hora y de la paz digestiva.

Había sonado va el toque de Animas cuando Su Re­verencia se retiró, y desde el señor Capellán hasta la última novicia al salir del coro, donde se cantaron solem­nes Vísperas, estaban convencidos que un varón emi­nate, uno de esos siervos gloriosos que perfuman de santidad, de sabiduría y de juventud en las páginas de la Leyenda Dorada, dormía bajo los techos del feliz Con­vento-Beaterio de Valencia del Rey.

VI

Antes del alba, ya don Eustaquio, paseábase repasan­do el sermón de la festividad por el pequeño jardín que separaba sus habitaciones de la Hospedería donde Su. Reverencia y el séquito, fatigado sin duda por la jornada de la víspera, reposaban aún. Extrañó que él hubiese dormido tan profundamente que no llegara a oír el Ave María como de costumbre, y parecíale muy claro para las cinco.

Era esa hora húmeda, fresca como una hoja de rosa, en el cielo de los trópicos sobre el vasto rumor de una naturaleza que despierta, poderosamente llena de vida, de ruido y de color.

De repente, el Sacristán, pálido, desencajado, sin aca­bar de ponerse el roquete, con los ojos agrandados por el terror, clamó en la puertecilla de la Sacristía:

—¡Padre Eustaquio, venga, corra y vea esto! ¡Han robado la iglesia! ¡La Custodia, los cálices, todo, todo!

Momentos después, la Superiora y las Madres, llama­das aprisa por el Capellán, contemplaban, mudas de es­panto, el Sagrario vacío, los cajones y cofres de guardar las cosas santas abiertos, sin violencia, suave y escanda­losamente pillados…

Muchas Madres lloraban; las jóvenes novicias, más pá­lidas aún por el asombro, arrodilladas en mitad del claus­tro, rezaban con labio tembloroso; y por toda la Santa Casa, que iba bañando su frescura nocturna en un tibio amanecer de verano, el eco del escándalo vibraba, impo­nente, como un vasto rumor…

VII

—Padre Eustaquio —exclamó desolada la Reverenda Madre al pasar la primera, terrible impresión—, ¿qué hacemos ahora?

Y el Capellán, como tocado de una idea súbita, repuso:

—¡Corramos a despertar al Padre Visitador!

Y seguido de todos, pero a la cabeza del grupo Sor Lorenza de la Parrilla y algunas Madres resueltas, a pesar del pánico que una sospecha horrible les inspiraba —lo que hubiera podido ocurrirle a aquel protomártir de la Iglesia y que sus imaginaciones encendidas veían ya como a Santo Tomás de Canterbury, apuñalado y ensangren­tado—; pero este mártir, víctima en la flor de su edad, cuando los frutos más óptimos prometía su maravillosa juventud… Sor Lorenza, intrépida, penetró en la Hos­pedería llamando con mano temblorosa a las grandes puertas. Ni un rumor respondía… Y sólo cuando don Tomás, enérgicamente, les dio un empellón, abriéronse dulcemente. Las habitaciones estaban vacías, las camas intactas y sobre cada una de ellas el respectivo hábito de su huésped.

—¡Les han secuestrado y desnudos! —gritó el bueno de don Tomás, mientras las Madres se santiguaban ho­rrorizadas.

—¡Joven Talavera! ¡Joven Talavera! —clamaba inútilmente el señor Capellán a través de las salas.

Tampoco respondía nadie… Y entonces, sobrecogi­do por una idea terrible, volvió a la habitación del Visi­tador. Sobre la mesilla estaba un libro, un precioso ejem­plar del siglo xvi, de cantos dorados, empastado en pergamino y en mayólicas miniadas: «LOS SIETE NI­ÑOS DE ECIJA», y manuscrito debajo: «Al ilustre Ca­pellán de las Reverendas Madres, un cariñoso recuerdo de «Los Siete Niños de Valencia del Rey».

VIII

Esa madrugada, cuando el Cabo adjunto hacía en mula su recorrido semanal entre Piedra Azul y las Vueltas de Bárbula, oyó unos ronquidos vagos:

—Páice tigre —observó el negro Cleofé, ajustándose el tapaojo y requiriendo el garrote; pero como iba a pie, se apretó contra la mula del Cabo que había parado las orejas como dos lanzas.

Cautelosamente, con el animal al diestro y el chuzo armado, bajaron hasta el fondo de un pajonal.

Allí estaban, hacía dos o tres días, el Muy Reverendo Padre Candelario Serafín de Ordóñez, partido de España vía Méjico a recorrer los conventos de la Orden en las Indias, y dos frailes, sin duda sus familiares, atados los tres muy esmeradamente a sendos jabillos. Uno de ellos, debatiéndose, había logrado librarse de la mordaza, y vociferó desde las tenebrosas barbas aborrascadas, al ver allegarse al negrito con un garrote y al otro con un chuzo a manera de puya:

—¡Deteneos, sacrílegos. Estáis malditos. Habéis mal­tratado y desvalijado a un siervo de Dios!

El negrito soltó la estaca y echó a correr cerro arriba. El Cabo, tras santiguarse, los fue desatando y conso­lando. Al Reverendo Visitador, exánime, hubo que atra­vesarlo en la mula, sacándolo al camino. Los dos frailes que cerraban la marcha cojitrancos, iban penosamente arracándose los cadillos y las pajuelas de las chivas; pero cantaban, roncos:

…y como el brazo del fuerte

nos libra en todo quebranto.

Angeles y serafines dicen: ¡Santo, Santo, Santo!».

Sobre el autor

 

*Retrato de un obispo, óleo sobre tela. Anónimo venezolano del siglo XVIII

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