literatura venezolana

de hoy y de siempre

El terco amor

Harry Almela

Me dueles.

Mansamente, insoportablemente me dueles.

Toma mi cabeza, córtame el cuello.

Nada queda de mí después de este amor.

Jaime Sabines

 

Si pudieras convertir en palabra

este dolor antiguo,

esta carencia anterior a todo.

Esconder los ojos y la boca.

Si pudieras convertir en palabra

esta ausencia de ti.

Escribir un solo verbo,

un trazo fino.

En otro país, en otro pueblo,

un vecino padece también tus penurias,

ese contorno de inquietud y temor.

Escuchas la radio bajo la túnica

de esa madrugada difícil, silenciosa.

Y llegan noticias de otros hombres

que navegan feroces en la sombra.

 

 

Sacrificar en esa hoguera

lo que has sido.

Preparar la muerte, la justa

muerte que te busca.

No doler más, no ser cuerpo.

No ser pesada carga, perfil atroz

y preciso contra el espejo.

Dormir recostado,

inocente,

en la piel del carnero.

Ser pájaro y ventana,

una fruta amarilla.

 

 

Ella duerme boca arriba.

Alejada de los hombres,

se entrega al infierno

que presiente en su labio estremecido.

Dobla su cuerpo, lo voltea

hacia la pared

blanca e indolente.

Lanza un manotazo,

susurra una calma que vio del otro lado.

Le duele no continuar hablando

desde ese sitio.

Y despierta, por fin,

después de tantas horas,

mirando tonta e inocente

tu lado vacío.

 

 

Dile una palabra.

La calle que te nombra,

el aguacero en la montaña.

Brasil confuso dirás.

Los peces que no han sido,

esa extraña luz que vieron

en la playa nocturna.

Cárcamo dirás,

astrolabio.

Pájaro dirás

sin que te entiendan.

 

 

He aquí el límite.

El pan.

Aquí dirás

lo que no has sabido.

Un viento en el ala,

un sopor en el pecho.

Quién habla

antes de ti.

El viento será

tu mejor inocencia.

 

 

Pide perdón por no decir

a tiempo

tu argumento.

Ves en los pasillos

lo inmundo que camina,

el juego fácil

de los cuerpos.

No estás allí.

Puedes decir

que ya no quieres.

 

 

De cuál árbol has de ser hoja,

una hoja mineral, encallecida.

De cuál rama dispones

bajo el azul.

En cuál ventana

has de morir.

 

 

Hablas en voz alta

con los otros.

Escapas

con las manos abiertas

burlándote

del soborno.

Cuando no habitas contigo

revelas el secreto,

la clave de durar.

Y en la noche

se te permite

resistir.

Resistir.

 

 

Debajo de la mesa

está brillando

lo negro entre los peces.

Escarbando en el aroma de antes,

obligándonos a esperar.

A cuál dios

habrás de agradecer

muerte tan precisa.

En cuál mañana

tocarás madera

agradeciendo.

Esa telaraña

suave y atroz.

La hiedra que camina

lenta y silenciosa.

 

 

Duermes de lado

esperando,

viviendo de nuevo

la casa oscura.

Aquí no está ahora,

descuidada.

Con su boca abierta.

Cómo se llama aquello

que nos alimenta,

que nos obliga

a estar aquí.

Como esperando las estaciones,

el fulgor definitivo.

¿Quién dijo agua y ceniza?

 

 

Te alejas y te acercas,

ese es el juego.

Avanzas hacia el centro, te debates.

Entretienes tus ojos

en el cuerpo del otro.

Retrocedes con asco,

con el miedo nocturno de los niños.

Te fascina lo oscuro

debajo de la ropa,

los lunares en la espalda.

Pospones el riesgo,

el encuentro con la luz

que atosiga.

 

 

Has crecido

sin moverte,

buscando este día.

Nunca lo supiste.

Donde hay una ventana

está nuestro animal,

esperándonos.

 

 

Ella bajará la misma escalera

por donde llegó aquel jueves

con sus pájaros.

No habrá ventiscas, ni aguaceros.

El claro sol de las siete

la vestirá de azul.

No levantarás de nuevo

su falda adolescente

ni volverá aquel silencio

sobre las piedras de la playa.

Y habrás de quedarte algún tiempo

cautivado en un perfil de viudo,

náufrago en el centro

de este licor que pica.

 

 

No caminas. Deambulas

en medio de esa gente ajena

a tu tormento. La pequeña ciudad

no existe sin ella.

Regresas a casa y de vez en cuando

esperas una llamada por teléfono.

Los amigos siguen preocupados por ti,

por esa antigua dolencia del corazón.

La tarde transcurre feroz y nítida.

Es extraño que todo esto va a pasar, murmuras.

Morirá para ti esta noche,

como en el verso del poeta

y lejano el día,

vislumbras otro asombro ante otro cuerpo.

Y enciendes, distraído, otro cigarro.

 

 

El cuerpo

que nos impide

vivir.

El cuerpo del otro,

su ausencia.

No hay fotografía

que sirva en ese empeño.

El amor, el terco amor

que nos separa

del mundo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *