literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Antonia Palacios

Una plaza ocupando un lugar desconcertante

Todos los días lo miraba. Sentado en el mismo sitio. En una punta del banco de cemento, su cuerpo en el último extremo del banco, casi por resbalar, los pies inmóviles el uno junto al otro, los pies sobre la tierra, Quizás estaría pensando cosas, recordando hechos, personas… Quizás proyectaría algo, algo sólido con que llenar los días y los proyectos se abrirían cubriendo vastos espacios, Los pies inmóviles, el cuerpo en el último extremo del banco de cemento. El banco empotrado en la tierra, al final de la pequeña plaza que parecía fuera de sitio, ocupando un espacio desconcertante. Frente a la plaza la calle y más allá la calzada, el macádam cubriendo por completo los rieles del tranvía, los rieles del tranvía perdidos en el tiempo bajo el macádam y el tranvía solo persistiendo en la memoria de los muy viejos, los que alcanzaron a mirar su percha transitando en el aire, arrastrando con ella el aire, dejando atrás el temblor de los alambres y algún pájaro inquieto detenido en el alambre que temblaba. Y yo, cada día pasando, tratando de descubrir su rostro, el color de su piel, la expresión de su mirada. Yo pasaba y él estaba allí, en su sitio, fijo, en el extremo del banco de cemento. Nunca lo vi de pie. Siempre sentado, tumbado sobre el banco, como si alguien lo hubiese empujado y lo hubiese dejado así, inclinado, doblegado sobre sí mismo, doblegado sobre el banco de cemento, y yo caminando de prisa, muy de prisa, siempre retardada, casi corriendo, pero de pronto demoraba el paso frente a la pequeña plaza. La hora en sus comienzos, una hora tibia, la plaza en la primera hora, la misma hora cayendo sobre las esquinas, sobre el vértice de los muros, cayendo sobre el cuerpo doblegado sobre el banco de cemento, Demoraba el paso antes de comenzar a mirarlo, demoraba el paso al vislumbrar desde lejos el reborde de hierro que enmarcaba la plaza, y el banco comenzaba a destacarse en el instante mismo en que yo lo miraba, el banco como si se desprendiese de la tierra, de la plaza, como si quisiera escapar, pero el peso del hombre lo detenía, lo presionaba, y comenzaba a soportar el peso del hombre y el peso de mi mirada. En la calle los ruidos, y todo el trecho, el largo trecho que me separaba de la plaza, la ancha calzada, en el centro un trozo de césped liso, estropeado, y el resto de la avenida que yo miraba lejana terminando en el reborde de hierro que enmarcaba la plaza, todo el trecho estremecido por los ruidos, las voces de los pasantes, el motor de los autos, el ruido que todo lo impregnaba de vida, una vida azarosa, opresiva. En la calle los que iban y venían tropezándose, empujándose los unos a los otros, algunos parecían sobresaltados como si hubiesen despertado de pronto, quizás habían olvidado por un instante que iban por la calle caminando como cualquier pasante, caminando como yo misma, parecían sobresaltados como si hubiesen despertado de un sueño tenebroso, o tal vez un largo sueño semejante al final de un día de verano, la intensa agonía del ocaso arrastrando con ella todo lo que hemos levantado en el esperanzado mediodía y todo comienza a caer, a declinar lentamente junto a la lenta declinación del día y todo parece diluirse por los aires, por los cielos… Yo comenzaba de muevo a acelerar el paso, a dejarlo a él atrás -—hasta otro día, hasta otra hora— a seguir anhelante, corriendo, como si alguien me persiguiese —acaso el viento, o el silencio tal vez, el silencio que se filtraba en pequeñísimos instantes invadiendo la densidad del ruido como si quisiera mostrarnos lo que se hallaba más allá de todas las catástrofes— corriendo, sin lugar a dudas, para reparar mi retardo, para llenar la pausa que se había abierto en mi premura, la pausa donde él penetraba, tumbado sobre el banco de cemento, en aquella posición de abandono, propicia al sueño, al reposo, y junto con él penetraba también un trozo de aquel escenario cotidiano, aquella representación que se desplegaba ante mis ojos en la primera hora en medio de una realidad ya prevista que siempre resultaba imprevisible, Una realidad que contrastaba con los sueños y en la que a veces los sueños tomaban parte activa y todo me parecía distinto mientras yo corría cada vez más a prisa, tropezándome con las gentes que me parecían todas muy lejanas a pesar de sentirlas rebotar contra mi cuerpo, corría, pensando sólo en lo que dejaba atrás y la pequeña plaza, enmarcada en su reborde de hierro, que el tiempo o las lluvias le habían arrebatado su tersura y se miraba rugoso, enmohecido, la pequeña plaza tan desvaída y banal como una plaza de provincia donde juegan niños libres, sin vigilancia alguna, donde los ancianos recuerdan el tiempo en medio de una vaga lucidez que los invade de pronto como un fulgor perdido, la pequeña plaza adquiría dimensiones desmesuradas en el espacio animado en que se hallaba, con su banco de cemento fijo, inamovible, donde el cuerpo permanecía sumergido en largo, interminable reposo. Acaso estaría imaginando cosas, cosas que se desarrollaban lejos de aquella primera hora que caía irreductible sobre el banco de cemento, sobre el cuerpo estático, como si fuese sólo cuerpo, un cuerpo que nunca hubiese salido de sí mismo, que nunca hubiese sufrido transformación alguna. Yo corría cada vez con una mayor velocidad y lo que dejaba atrás comenzaba a desaparecer en una línea curva, y las dimensiones se disminuían pero todo persistía en la misma realidad imperturbable. Yo continuaba sin detenerme, el suspenso de la espera aguijoneándome, la espera que yo había puesto en lo muy lejos, en un espacio perdido en lo infinito, sin saber que la espera estaba hecha de nada, que no hallaría nada donde apoyarme, ni muro, ni columna, ni soporte alguno, que el sitio era muy vasto… ¡tan vasto y solitario!… y desde lo alto nadie me miraría. Cada día persistía en mi empeño de descubrir el rostro que desaparecía entre 1ds hombros, sumergido en el vacío que los hombros abrían para dejarle sitio al rostro, el cuerpo todo soportando el rostro, el rostro hundido entre los hombros justificando el cuerpo. Y la hora comenzaba a perder su calidad primera avanzando hacia otra hora, acaso muy distinta, a pesas de que caía sobre ella el mismo sol, el mismo sol levantándose desde lo invisible, asomando desde lo perdurable, Cada día lo miraba, inmóvil, fijo en su sitio, esperando que el rostro se alzase, se desprendiese de los hombros y comenzase a desafiar la claridad del día. Esperando que la plaza comenzase a brillar a través del azul impalpable del aire. Lejos de la plaza quizás se elevarían alturas, cumbres que habían crecido con los días. Convulsiones de la tierra donde el tiempo había estallado. Tal vez se producían descensos muy cerca de la plaza, áridos descensos inclinados hacia los abismos, y las aguas y el aire, las gentes fatigadas, los oscuros pensamientos, rodaban por los descensos, Yo corría con el temor de que nunca llegaría, sintiendo su presencia a mis espaldas, sabiéndolo muy cerca, sabiéndolo muy lejos, dejándolo muy solo, doblegado sobre el banco de cemento, ajeno a todo lo que lo rodeaba, sumergido en su largo reposo que era también una larga espera. Yo avanzaba y conmigo avanzaban las horas mientras crecía la pesantez del día. Los otros, quizás no lo miraban. Le pasaban muy cerca, sin sentirlo, sin presentirlo, bordeando la plaza, bordeándolo a él. Yo miraba a los otros, más allá de la ancha avenida, atravesando el trozo de césped liso, estropeado, el macádam borrando las huellas de los rieles del tranvía. Los miraba aproximarse al reborde de hierro que enmarcaba la plaza, Los miraba avanzar hacia él, lejos de mí, las distancias parpadeando entre mis ojos. Los miraba avanzar distorsionados como se miran los seres que se mueven en los sueños… Y de pronto, los deseos de tocar otros espacios, de hacer el camino a la inversa. Entonces la plaza estaría muy cercana, Avanzaría hacia mí en una lenta cadencia, sin rapidez alguna, destacándose serena, viva, presente, El estaría aguar- dándome en su misma, idéntica postura. Desde la plaza miraría las cumbres. Las miraría elevarse desde el centro de la plaza, el sol proyectando sobre ellas una dulce sombra. No miraría los des- censos. Toda la superficie de la plaza estaría en perfecto equilibrio, protegida por la calma, bastándose a sí misma. Pero yo sé que nunca volveré sobre mis pasos. Tengo que aguardar el fin del día, el largo comienzo de la noche, ver la noche muriendo inacabable. Tengo que pasar de nuevo por el mismo sitio y mirarlo a él siempre distante, en la otra orilla. Continuaré pasando igual que el primer día, cada vez más desvalida, más desposeída. Avanzaré lentamente, sin premura, un andar temeroso, vacilante, las fuerzas ya consumidas. La plaza se hallará desierta y desierta también la avenida. Habrá un silencio hondo venido de muy lejos. Un impotente desamparo. Yo miraré hacia lo alto donde el aire sopla con tranquilo aliento, recordando la percha del tranvía que pasaba ligera, arrastrando el aire… La plaza estará muy lejana, acaso inaccesible, y el banco de cemento estará vacío.

 

Y la casa regresaba por fragmentos

—Aquí podríamos colocar la mesa para evitar que la luz nos llegue de frente.

Aquello había sido dicho el primer día, el primer día que penetraron en la casa, el primer día que la habían recorrido toda, la casa vacía. Un día cualquiera, quizás, para los que transitaban la calle, para los que entraban y salían por las puertas de las otras casas. O tal vez un día especial en lo aciago o en lo excepcionalmente dichoso para uno solo entre tantos. El primer día que había penetrado en la casa. La casa vista desde lejos, y pasar frente a ella, y pensar en lo que guardaba consigo, en lo que podría ofrecer en la participación de su interior custodiado por los muros. Verla desde fuera y esperar que en alguna forma se iniciara lo inesperado.

—Aquí podríamos colocar la mesa para evitar que la luz nos llegue de frente…

Y la luz entraba sesgada, deslizándose débilmente hacia los corredores donde la noche se aclaraba en las exhalaciones. Todo estaba en permanencia. Las cosas, invariables, exactas a ellas mismas, semejantes al aire, al espacio inmutable. Y recorrían la casa —inmensa en el vacío— buscando en ella sus preferencias para protegerse en ellas, para defenderse de los cambios que podrían sobrevenir sorpresivamente. Nada parecía hallarse implícito en aquel primer día que recorrían la casa. Todo, por el contrario, parecía entregarse en lo que había sido dado como si la plenitud, antes de cumplirse, estuviese ya consumada. Y recorrían la casa en una suerte de posesión irradiada, la casa que se agrandaba en el suspenso de la espera. Una espera fija, sin digresiones, tan fija como la casa misma en medio del movimiento de las calles, de las luces y de los ruidos de la ciudad.

—Y aquí la cama, y junto a la cama colocaremos la mesa y el velador…

Y las palabras resonaban en su empuje inicial antes de ser alteradas por el tiempo, fieles a la representación de un instante, buscando su propia ubicación, desplazándose en el ámbito de la casa vacía como se desplazan los muebles de los rincones, del centro mismo de las habitaciones donde permanecen por un tiempo indeterminado a la espera del apoyo de los muros. Y comenzaban a recordar, incorporando el olvido a la memoria, intentando someterse con fidelidad al recuerdo. En el recuerdo se establecían de pronto los vacíos, bastaba una densidad cualquiera para que la sombra todo lo invadiese mientras la luz permanecía en el aire por un tiempo efímero en un afán de eternidad. Y comenzaban a recordar, a buscar en el impulso de ir hacia el pasado, y el peso del olvido gravitaba en rededor. Todo se hallaba confundido, nada demasiado próximo ni demasiado lejano, confundido solamente, afirmándose en la confusión y olvidado, acogido en la vasta quietud del olvido. Y recorrían la casa integrando su estructura al acontecimiento de recorrerla, imaginando cada cosa libre de ser, de moverse y de estar en reposo. Los objetos, los posibles objetos, replegados sobre ellos mismos, en su órbita cerrada donde el acontecer no penetraba, y rompiendo la resistencia que opone la materia iban de un lado a otro, abriendo las puertas, las ventanas…

—Y aquí el tocador, y el gran espejo…

Y parecían mirarse, reflejados en multiplicidad, sin relación directa con los gestos. Los nombres parecían significativos, adjudicados a un solo ser, y eran dos, muy juntos, dos seres reflejados en el gran espejo, muy juntos. Y podrían también distanciarse, irse, el uno, el otro, a los extremos, sin posibilidad de interrogarse, dejando todo sin respuesta, como si algo entre los dos hubiese sido dicho, algo que dejaba caer su sombra en la distancia. Y de nuevo se aproximaban, se buscaban en la perennidad del tiempo, en la duración misma de la vida. Solos, y el tiempo a sus espaldas, solos en la inminente soledad de la casa vacía. Y recorrían la casa dispersando la soledad, dejándola en libertad de expandirse en cada uno, de ser en cada uno desmesurada, y el confuso presentimiento de cómo habría de crecer en su desierto ilímite. Y olvidaban, lentamente, con mayor lentitud que la memoria, y en el olvido despertaban las cosas ya vividas, y señalaban con el gesto —el gesto que todo lo abarca— el sitio inmenso, inabordable, que les arrebataba la posesión de las cosas. Todo lo que colmaba la casa comenzaba a moverse abandonando los lugares ya escogidos, y se llenaban de polvo los espacios vacíos. Desde afuera, quizás, podía verse mejor todo lo que había invadido ese interior tan custodiado, que se creía bien al resguardo y de donde algo había partido. Y el regreso comenzaba lentamente a establecerse. Un regreso sin historia, sin lazos con el pasado, donde algo indecible, indefinido, persistía imponiendo una voluntad. La debilidad estaba en lo que ellos callaban, los días pasaban a través de los silencios. Y la casa regresaba por fragmentos: esta ventana, aquel muro, como si su conocimiento total desvirtuase lo acontecido. Y buscaban en las fechas, en los nombres, en los días, y elegían al azar un nombre, una fecha, un día que expresara la distancia. Y enumeraban los días partiendo desde aquel que predominaba sobre todos, aquel primer día que permanecía en el centro de todos los tiempos, orientándose desde allí, en todas las direcciones, hacia todos los sitios, los más lejanos, los más olvidados —acaso los más frecuentes— y sobre los cuales caía el abandono que es también soledad. Cada sitio atado a un recuerdo, un recuerdo que despertaba bruscamente en un gesto y el gesto aparecía sin identificación a pesar de que guardaba una extraña semejanza con lo ya sido. Un recuerdo subyugado, sometido a la continua presión de las cosas, de los lugares, de los objetos…

—Y aquí colocaremos las sillas de paja y miraremos descender el día…

El día que también podría morir, llegar a ser término. La luz degradándose lentamente y la casa a oscuras. Y recorrían la casa entre las sombras, sin voces, llenando en el tiempo el vacío, y la casa se llenaba de silencio. Desde afuera, quizás, podría verse mejor lo que acontecía en su interior. Aun cuando nada pudiese verificarse —espesas neblinas velaban la casa en la distancia—, todo se tornaba preciso, ordenado. Y se iniciaban la invasión y la huida, el estar y el partir, y al fin, la fuga silenciosa. En las calles la gente iba y venía, las calles que rodeaban la casa. Niños, jóvenes, ancianos, la multitud en su fragor subterráneo, en el gesto autómata del ir. Y se mezclaban a la multitud sumándose a los rostros, a los pasos, a las voces. Todos iban, hacia atrás, hacia adelante, iban con la sombra, con la luz, en avance y retroceso. Y todos también se alejaban, se distanciaban los unos de los otros, y de nuevo se aproximaban, buscándose en la perennidad del tiempo, en la duración misma de la vida. Desde afuera —quizás se podía ver mejor— se mira lo acontecido en la casa donde ya nada se podrá borrar, donde todo quedará esculpido en el tiempo, adquiriendo un relieve irrefutable. Desde afuera, quizás, se mira mejor la casa en la distancia. Se la mira más allá de ella misma, buscando en ella el nivel para establecer un nuevo comienzo, el vaho de la ciudad sobre sus techos, los muros defendiendo su interior mientras la luz avanza hasta la línea divisoria de la sombra. Se la mira desde afuera, en la distancia, que bien podría ser el límite establecido para el nuevo comienzo. Todo parece venir desde adentro a través de una transparencia: las curvas, los descensos, la infinita prolongación de las estancias. La luz se entrega en ondas, en constante movimiento sobre los arcos, las espirales y las elipses, sobre el trazo vertical de las paredes. Ya todo se oscurece, apenas roza la luz el vértice de alguna torre lejana. Contra el cielo violento, casi en sombras, se recorta la casa, y se aleja, empañada, confundida con el vaho opaco de la ciudad. Y la representación simultánea de los múltiples acontecimientos que tuvieron lugar —¿cuándo? ¿en qué sitio? ¿en qué minuto?— de pronto se hace presente. Desde afuera se mira mejor la casa en la distancia. La casa fija, en medio del movimiento de las calles, de las luces y los ruidos de la ciudad. La casa intemporal y el residuo del tiempo.

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