literatura venezolana

de hoy y de siempre

El jardín de los inventos (selección)

Abr 30, 2024

Jaime Ballestas

EL OFENDIDO

Reconozco que hice mal, pero no pude contener las ganas. Era algo que me había propuesto desde hacía mucho tiempo, hasta que me despojé de ciertos resquemores y decidí llevar a cabo el sanguinario plan.

Debo aclarar antes que soy una persona de impecable cuidado por su presencia, elegantes modales y una dicción perfecta; igualmente poseo una enorme experiencia sobre los más variados aspectos de la vida, producto de innumerables viajes por todo el mundo, cuidadosas lecturas y dos carreras universitarias que me han permitido el ejercicio con éxito en distintas profesiones por más de veinte años. Con ello he tenido oportunidad de conocer muy bien el carácter de las personas y resolver problemas de la más variada índole. Como agravante imperdonable de mi acción, soy sumamente cuidadoso y detallista, amante de las artes y la filosofía y curioso de las ciencias, que conozco bastante bien, al igual que varias lenguas en las que puedo mantener antenas conversaciones sazonadas de un ingenio y un humor difícilmente superable.

Con este handicap, propio de un alto dignatario destina-do a desempeñar tareas de suma importancia y responsabilidad, aquella mañana tomé la decisión de jugar una broma a un ricachón y su familia. Después de buscar en los avisos clasificados del periódico y haber encontrado lo que quería, me vestí con
una modesta y raída ropa que guardaba especialmente para la ocasión; y con el diario bajo el brazo me trasladé al lugar seleccionado.

Era una enorme mansión disfrazada de chalet suizo en el Country Club. Me abrió la puerta la elegante señora de la casa a la que le comuniqué la razón de mi presencia: estaba interesado en el trabajo que ofrecían como chofer y mayordomo, para lo cual llevaba amplias recomendaciones de lo mejor que se podía presentar en estos círculos.

La señora me observó cuidadosamente y en el acto me hizo pasar. Después de haber revisado los documentos, pero más impresionada por mis modales y la amabilidad con que le hablaba, me contó su tragedia por la falta de gente competente para los trabajos de servicio. Yo le garanticé que conmigo no tendría ese problema y de inmediato me contrató para desempeñar el cargo. El sueldo era de dos mil bolívares mensuales, y mis obligaciones: atender los asuntos de la casa, hacerles las diligencias y manejar los carros.

En la continuación de mi vergonzosa conducta, acepté y empecé con el programa. Una vez instalado y familiarizado con los detalles de la casa, de inmediato propuse varios cambios, que en base a mi experiencia y a la ventaja de ver las cosas desde afuera, resultaron más provechosos para el mantenimiento general y el confort de los patronos. Inicialmente el señor los aceptó a regañadientes, pero pronto los encontró perfectos. A medida que me fue conociendo mientras lo llevaba a la oficina o de un lugar a otro, obtuvo de mi parte informaciones y consejos de los cuales unos les salvaron miles de bolívares y otros le proporcionaron pingües ganancias; ya que entre otras cosas le di datos de caballos, subidas de precios de acciones y remates de terrenos por los que había pagado secretamente a gente muy bien relacionada.

Al poco tiempo el hombre no cabía de gozo cuando después de una amena conversación conmigo sobre las últimas tendencias de plástica o la música, al dejarlo en el club le abría la puerta como a uno de esos magnates de película, y deseándole que se divirtiera le pasaba el cepillo por el saco para quitarle unas moticas; no sin antes recordarle de tres compromisos que tenía asentados en su agenda. El jefe impresionado de vez en cuando se asomaba por la ventana del salón para cerciorarse de que aún yo lo esperaba, y me veía ligeramente recostado del carro con mi uniforme y mi gorro muy bien puesto, los cuales yo mismo había pedido para mejorar mi apariencia en el trabajo. Al salir con alguno de sus amigos extranjeros yo les atendía en su propia lengua, contestando a sus preguntas con tea profundidad, para lo cual debo admitir que no estaban preparados.

En la casa era lo mismo. Apenas llegaba de la calle me ponía mi uniforme de mayordomo que había hecho confeccionar a la medida y cuidaba de todo con una diligencia complaciente y efectiva, al igual que reparaba artefactos rotos y los detalles del jardín. Ea el atardecer me ponía espontáneamente un smoking de servido, y cada noche personalmente les servia la mesa de una forma en que pocas veces habían disfrutado en esa casa; como soy aficionado a la cocina, seleccionaba con esmero el vino y las comidas y cuidaba de que siempre hubiera flores. Una vez terminada la cena subía al cuarto de mis amos y les ponía en la cama las pijamas limpias, las pantuflas y algún libro que había escogido meticulosamente para cada uno de sus gustos. A él le daba un ligero masaje para revitalizarlo del trajín del día, y la señora viendo cómo le quedaba el marido también empezaba a desearlo para ella; lo mismo que las dos hijas, a las cuales siempre —guardando las distancias y con respeto a toda prueba— les ayudaba en sus estudios, aclarándoles problemas que para mí eran juegos infantiles.

Acostumbraba a levantarme a las cinco de la mañana y acostarme a las doce de la noche. Trabajaba sin parar los sábados y domingos, y mi única diversión en ver un poco de televisión cuando ellos no necesitaban nada. El patrono encantado de mi competencia, a los veinte días espontáneamente decidió aumentarme trescientos bolívares de sueldo; yo, en prueba de agradecimiento aumenté el ritmo del trabajo. Qué feliz se puso.

Pero a los dos meses de aquella increíble gesta de servicio, una noche, mientras le daba el masaje, le manifesté que tenía que dejar el cargo porque alguien en la casa me había ofendido injustamente y yo no quería causar problemas.

El hombre pegó un brinco. Me agarró el brazo y me pidió que no dijera eso, que fuera lo que fuera él lo resolvía. Me negué. Le dije que a no tenía la culpa y yo no me iba a aprovechar de su confianza. Insistió, ofreció aumentarme mil bolívares. Le dije que no era cosa de dinero sino de dignidad. Entonces ofreció subirem a cinco mil. Al verlo así me dio lástima y le dije que lo pensaría. Así terminó aquella noche en la que no durmieron.

A la mañana siguiente cogí mis maletas, y aprovechando que les llevaba el desayuno a la cama —otra de las innovaciones mías— me despedí de ellos. Aquello fue una verdadera conmoción. El me agarró del saco. Ella se puso a llorar echándole la culpa al marido por hacerme algo. El se la echó a ella. Los dos llamaron a las hijas y a la cocinera; todos decían que no habían hecho nada, pero yo ahí parado con mis dos maletas insistí; les dije que estaba muy dolido por la ofensa y que no podía decir quién era porque no ataba acostumbrado a chismes e intrigas de ese tipo. Y diciéndoles adiós me fui con la misma elegancia y el viejo traje roto con que había llegado.

Pobre gente, desde la puerta me rogaban que no me fuera, que los perdonara; el sueldo me lo llevaron casi a ocho mil bolívares. Después supe que se pelearon varias semanas entre todos acusándose mutuamente de ofenderme, y hasta ahora han botado como a veinte candidatos para sustituirme. La señora está desesperada y a todo el mundo Ie dice que no sirve, él por su parte cayó en una profunda depresión y no quiere hablar con nadie.

He sentido compasión de ellos; por eso el otro día, mientras comía en un lujoso restaurant de Roma que siempre visito en los meses de otoño, los llamé desde el lugar diciéndoles que estaba trabajando de mesonero y alguien me había ofendido, y si todavía estaban interesados en mis servicios estaba dispuesto a regresar.

Ya han Pasado tres meses, pero creo que con la esperanza que les di al menos ya están bastante reconfortados.

***

LOS CRISTALES DEL RECUERDO

Para ser honesto, los hechos se desarrollaron debido a uno de esas accidentes que pasan en la vida. Confieso que siempre sentí la necesidad de conservar Los viejos cristales de mis lentes obsoletos. Aunque los sabía inútiles por el avance implacable del astigmatismo, religiosamente los engavetaba después de envolverlos con cuidado en un pequeÑo pedazo de papel.

Esa noche, mientras buscaba una araña disecada en un cajón lleno de cosas de poco uso, tomé uno de los anacrónicos vidrios levantándolos al trasluz por curiosidad. Cual no sería mi sorpresa al va que en la pared de enfrente se proyectaba la imagen de una cara que había visto hacía mucho tiempo. Sacudí el cristal y la figura del rostro se cambió por la de una página de libro que también había pasado por mis ojos; la agité de nuevo, y esta vez en su lugar apareció un paisaje.

Debido a alguna causa propia de los misterios de la física, los viejos espejuelos conservaban intactas las representaciones que pasaron a través de ellos, proyectándose ahora de manera inexplicable como si fueran diapositivas que rememoraban el pasado.

De inmediato improvisé una pequeña sala de cine con una cartulina y una lámpara, y al atravesar el rayo de luz el cristal, éste reproducía más situaciones, más rostros, libros y lugares que yo había visto. Tomé otros lentes y ocurrió lo mismo. Probé con los anteojos más antiguos y también ellos conservaban Ias figuras.

El asunto de verdad que era impresionante. Pensé que tal vez era la fórmula, pudo ser que en la óptica le añadieron algún novedoso elemento fijador que buscaba eternizar las volubles huellas que deja la visión en el ser humano; también era posible que sin saberlo, al mezclar los microscópicos granitos de arena se crearon aquellos vidrios únicos, poseedores de una memoria prodigiosa a la altura de las más modernas computadoras.

Más reposado de la impresión inicial, pude comprobar que no eran ni la luz ni las pantallas, ya que las sustituí a las unas y a las otras. Como cosa curiosa, el fenómeno tampoco ocurría con los actuales lentes encarcelados en la montura. Por más que los proyectaba ante la luz éstos no reflejaban nada. Eso me hizo especular que había cierta reposo, un adecuado retiro en las profundidad es de la oscura noche de la gaveta, que actuaba como factor desencadenante de la facultad de los vidrios para reactivar imágenes.

Como ocurre con esos niños cuando llegan a tener la posesión de algún juguete mágico, estuve hasta altas horas de la madrugada con aquel espectáculo fascinante. Regresé a situaciones que hacía mucho tiempo se habían borrado de mi frágil memoria y confieso que ciertamente fue una gran velada. Me divertía hojeando aquel álbum de fotografías sorpresivas, que se cambiaban con el simple movimiento de mis dedos; allí estaba grabada mi vida, los objetos en que se pasaron aquellas miradas rápidas e indiscretas, que por múltiples razones sólo viví fracciones de segundo; estaba el producto de las miradas profundas y analíticas; el de las indiferentes, que dejaron la huella banal de las pequeñas cosas sin trascendencia; las de la furia, con el adversario enfrente, tenso y estático en una posición cómica ya listo para dar el zarpazo decisivo. Muchas eran infinitamente agradables, corno los rostros y piernas de mujeres pasajeras que me agradaron y se fueron para siempre borrándose como un sueño. No cabía de gozo. Quise llamar a algún amigo, pero recordé que no tengo teléfonos ni tampoco amigos; además, cual-quier imprudencia podía crearme fama de estar haciendo experimentos en áreas prohibidas, lo cual incorporaba el riesgo de desatar el odio y los fantasmas de la envidia en los que se enteraran, y debo reconocerlo, al primer impacto yo mismo dudaba que todo aquello fuera cierto. Así que me acosté sin poder dormir en aquella corta y confusa noche llena de sortilegios y huellas luminosas.

Fue a la mañana siguiente cuando pude reafirmar la existencia del fenómeno al ensayar de nuevo en el cuarto oscuro. Todos los lentes conservaban la misma capacidad reproductora de las figuras visualizadas durante el tiempo de su uso. De inmediato decidí ir a donde un anciano optometrista que vive retirado en las afueras del Ávila, por el viejo camino de los españoles. Es un hombre completamente abocado a los misterios de la óptica, que yo sabía que hacía experimentos enfrentando los rayos del sol con los reflejos de la luna, los cuales desencadenaban fantásticas tormentas de colores; además, de él se decía que había logrado producir el arco iris en la noche. Confiado en sus profundos conocimientos le pedí que examinara cuidadosamente con de los vidrios a la vez que le confesaba mi secreto. El experto en lentes los tomó con sumo interés y los sometió a la luz. Al ver la proyección sonrió evidentemente emocionado, y se limitó a decirme con suavidad:

—Cuídelos amigo, este es uno de los maravillosos casos que he conocido que son el producto de una mirada cautivante; sólo hay una auténtica mirada de este tipo en un millón de ojos, tienen la visión tan aprehensiva que dejan una huella imborrable en el cristal.

Después de una larga explicación en la que me habló de los ritos del cristalino, los caprichos de la retina y los colores invisibles que había descubierto en los cuadros de Rubens, me regresé hacia mi casa de lo más contento. Quién iba a pensar que sin proponérmelo tenía el más grande documental que se hubiera hecho de mi vida. Realmente era un caso tan extraño como preocupante, pero me reconfortaba saber que hay mucha gente que este en las mismas condiciones

***

VOLARÉ

Fue la irresistible compulsión de volar la que me llevó a ascender hasta la azotea. Años antes lo había logrado levemente desde tierra, pero por no estar debidamente preparado, apenas si pude prolongar unos segundos el impulso que me dio el apresurado movimiento de los bazos.

Pero esta vez había tomado precauciones. Al lanzarme desde una altura considerable sin intenciones de suicidio, el instinto de conservación me obligaría a mantenerme en el aire para evitar el golpe. Por otra parte, ya había estudiado con profusión la mecánica del vuelo. Me había ejercitado suficientemente para darle a los brazos un movimiento regular y acelerado, y sobre todo, había disminuido notablemente de peso para lograr que el vector de atracción estuviera en relación inversa al ángulo de ascensión dividido entre dos. Debo señalar que psicológicamente mi preparación era excelente. No sólo podía sentirme pájaro por largas horas, sino que en la soledad de mis ejercicios había conseguido tal grado de transmutación que durante días sólo decía cui-cui por la boca que misteriosamente se me alargaba como el pico de un alcarabán.

Ya instalado desde los cuatrocientos metros de altura de la torre del Parque Central, observé hacia abajo el movimiento incesante de la gente que como hormigas se movían de un lado a otro sin detenerse y el de los vehículos detenidos tratando de hacerlo sin moverse. Sentí el viento en el rostro. Este tendría unos treinta kilómetros de velocidad y su roce refrescante me insufló aún más confianza. Él sería mi cómplice, mi segundo de a bordo en aquel viaje revolucionario en la historia de la aviación y en sus manos dejaba la responsabilidad de los planeos.

Aclaro una va más que esto no era una aventura. Volar de manera natural, sin ningún equipo ni instrumentos, salvo un casco protector, para mí era más que un reto y una necesidad, era el producto de un largo y meditado estudio y horas de investigación, así como cuidadosas prácticas de laboratorio basadas en las ocultas leyes de la física, e inspiradas en la filosofía de que el ser humano puede salirse con la suya si orienta su voluntad a la consecución de un objetivo justo y noble. Por otro lado, mis brazos, que serían la fuerza propulsora y de sustentación, habían sido adiestrados de tal manera que en las prácticas de tierra yo mismo me asombraba: alcanzaba la increíble velocidad de diez subidas y bajadas por segundo; y con una disciplina de yoga logré aspirar hasta diez veces más aire del que contienen los pulmones, para así aligerar el peso de mi cuerpo, haciéndole fácilmente transportable por el viento.

Viendo el abismo a mis pies y las nubes a lo alto, reafirmé mi fe en las posibilidades infinitas del hombre decidido. Tomé aire, hondo, una y otra bocanada que me penetró por todos los órganos internos, emití un graznido similar al del halcón de alas cortas, el desterrado de los bosques, y moviendo los brazos a una velocidad increíble me lancé al vado.

Los primeros seis segundos sentí que era poco el ascenso. Casi no lograba mantenerme arriba, pero al acelerar el movimiento de los dos brazos en el acto ascendí con elegancia. Las piernas estaban juntas para no restar la línea aerodinámica de mi cuerpo. Pasé por encima de dos altos edificios y luego descendí un poco planeando sobre la aguja de una iglesia sin pensar en el peligro que aquello representaba. Pegué los brazos al tronco dejándome llevar por la corriente de aire que me lanzó en picada a casi ochenta kilómetros por hora. El viento me golpeaba la caca con un ruido estremecedor. El pelo alborotado se me por los ojos restándome la visión de aquel espectáculo increíble. Subí un poco acelerando los brazos de nuevo para mantener el equilibrio y derivé hacia arriba venciendo una vez más derogada ley de gravedad.

Estada a unos ochocientos metros de altura cuando sentí un calambre en el brazo izquierdo. No me angustié y traté de contener la calina. Aunque sabía del peligro de aquella falla, fríamente hice un esfuerzo y seguí dándole para tratar de equilibrar el cuerpo. Rápidamente aproveché una corriente descendente y pegando otra vez los brazos al tronco tomé aire y me dejé llevar lanzándome en picarla. El cuerpo en caída libre. Impulsado por el viento tomé una velocidad cercana a los ciento cincuenta kilómetros por hora mientras planeaba en una fabulosa experiencia. Al descender a trescientos metros boté el aire de los pulmones para volverlos a llenar y traté de mover los brazos pero esta vez sólo me respondió el derecho. No hubo forma con el otro. Allí se me complicó la cosa. Al romper el balance empecé a girar como loco entrando en una peligrosa barrena. Tomé más aire buscando altura con desespero y luego lo boté en trompetilla tratando de elevarme como un globo cuando se vacía. Pero no pude. Sin poderlo controlar seguía la trágica ruta de la manzana de Newton.

El golpe fue terrible. Seis costillas, un fémur y los dos brazos fracturados, el casco se me clavó en la clavícula y el esternón se me bajó al coxis. Por suerte caí sobre una señora gorda que murió en el acto pero me salvó la vida. Ahora en la clínica medito sobre la importancia de esta etapa, una etapa más, como todos los grandes momentos de la ciencia. La próxima vez debo mejorar el ejercicio de los brazos, pero ya se ha dado el primer paso serio en la verdadera conquista del aire por el hombre.

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