La daga de oro
Aquel artista raro era un poseso del crimen. Tenia la obsesión roja y negra. En su cuerpo indolente velaba un alma trágica. Un día me confeso que precisamente por causa de esa indolencia no cultivaba el terrible ante del asesinato. No consideraba la obra del excéntrico de Quincey sobre la estética de los asesinos, como producto de un humorismo lúgubre, a la sajona, sino que era para el perfectamente seria. Ese ingles fue un genio —declaraba—mas, por desgracia, un genio teórico. Creo que, como a mi, faltábale el impulso fecundo. Esta invencible inercia para traducir el pensamiento en acto ¡quién sabe de cuantas obras maestras priva a la tierra! Yo, por ejemplo, tengo ideas originales, exquisitas, maravillosas. En materia de crímenes, puedo asegurar que poseo la chispa genial y, ademas, una fuerte cultura clásica. No sería, en todo caso, un advenedizo vacío y vulgar. Mis profundos estudios, mi decidida vocación , me darían rango distinguido. Pero esta maldita falta de energía me sitúa entre los inéditos. Además, sé bien que seria un incomprendido. Nadie sabría admirar un bello crimen. Me considerarían al mismo nivel de los más comunes y viles asesinos.
¡Oh! !Aquella magnifica edad del Renacimiento! En ella fue depurado el instinto feroz y abrupto de la Edad Media, y de tan rica aunque ruda materia se extrajeron sutiles quintaesencias. ¡Cómo florecía la tragedia! ¡Qué labor tan selecta la del puñal y el tósigo! El arma que os mataba era artística: hierro cuyo puño era filigrana, veneno que se escondía entre flores.
Y el artista, con sus cabellos de cobre y sus ojos de acero, tenia un aspecto satánico mientras evocaba, con una voluptuosidad infinita, las viejas historias siniestras. Su casa era un museo extraño. Muebles, cuadros, estatuas, armas y joyas, encerraban recuerdos funestos. Siento un odio especial —me decía— por las cosas anónimas. Mi placer es verme rodeado de objetos que viven, que asumen una vida inquietante por virtud de los sucesos en que figuraron. Casi todas las cosas que me rodean están animadas por añoranzas hermosas y tremendas. Han presenciado fieras epopeyas del mal, o bien han actuado en ellas. Cada una contiene una cantidad de drama. Cuando estoy entre ellas, mi espíritu viaja por alucinantes sendas bermejas y se intensifica en la crueldad…
Un día mostróme una daga muy rara, forjada en oro. El puño era una víbora ondulante, con ojos de rubí. Y en la hoja se abrían también rubíes de distintos tamaños. No me es posible dar idea del extraño aspecto de aquella suntuosa joya fatídica. Era preciosa y era horrible. No se por qué aquel oro lívido, mate, como patinado, tenía para mí un aspecto de piel enferma y las gemas me fingían rojas llagas. Sí. Para mí era aquella una daga enferma, llagada. Inspirábame al mismo tiempo temor y repugnancia. La historia de esta daga —empezó el artista, cuyos ojos de acero destellaban— es en verdad una historia de belleza. Con materia de sacrilegio, fue fabricada para un romántico crimen. ¡Admirable episodio del lejano tiempo renacentista!
***
Era un joven de ilustre casa. En el blasón de su familia, esculpido con los más altos orgullos, iluminado por las más claras glorias, apareció la injusta mácula de la pobreza. Cuando el mancebo recibió aquella herencia de honra y ruina y viose rico en linaje y pobre en dinero, triste pero altivo y denodado, resolvió conquistarse por las armas la fortuna que exigía el lustre de su blasón.
Pertenecía a la nobleza de uno de aquellos estados ambiciosos y bélicos que eran como pequeños aventureros a quienes la audacia y la suerte hacían grandes. En la guerra, el mozo dio fe de que en sus venas ardía muy pura la sangre de la estirpe. Su valor frenético, como desesperado, destacólo pronto como un brillante hombre de hazañas. Cuando regresó a la Corte, ya era bien amado del laurel. Su penacho conocía la racha heroica.
Y sucedióle que en un baile fue herido de amor. Violento como era, su pasión desde el primer momento alzó roja llama. Con el prestigio de su mocedad gallarda y de su probado denuedo, fuéle grato a la dama, una doncella nobilísima, rubia beldad mil veces loada por los trovadores.
Pocos días contaba el idilio cuando el caballero tuvo que ceñirse nuevamente el arnés de guerra. Para su alma llameante, casi trágica, entre su amada y él no podía existir nada más fuerte, más sagrado, que el pacto de pasión sellado con la púrpura de sus labios, solemnemente hasta la muerte. Partió, lleno de dolor, pero con la fe de aquel amor que era espuela de fuego para su ambición de gloria y fortuna.
Después de una campaña larga y cruda, retornó con nuevos laureles pero con la escarcela siempre enjuta. Y entonces sintió como nunca la pesadumbre de su pobreza.
Porque la doncella que le juró, ser suya hasta la muerte, era la prometida de un opulento señor. Juzgaba, de seguro, como el romano, que el laurel era bello pero sin fruto. Y desdeñando al glorioso doncel prefería dar su mano al que le brindaba el mágico jardín de las manzanas de oro.
Hasta aquí esta historia no tiene mayor interés. Lo original de ella está en la venganza del burlado mozo.
Su dolor fue profundo y callado. Y en silencio maquinó el castigo de la mujer desleal y ambiciosa. El odio realizaba uno de sus más intensos y complicados trabajos. En un ser selecto como él tenía que producir una obra excepcional. He aquí como el mismo caballero hizo el relato de su venganza. Es una sugestiva pagina de esa vieja edad de amor y sangre.
***
—Pues el oro y las joyas to seducen, pues amas la riqueza más que mi amor, el día de to boda te haré rico presente de oro y joyas…
Así me dije, y dime a meditar mi venganza con todo el odio de un hombre desamparado por cielo y tierra. Y la empecé con un sacrilegio. En el claro obscuro de una hora crepuscular me introduje en un templo. Logré ocultarme tras una espesa cortina y allí permanecí hasta que las puertas fueron cerradas. Ya solo en la sombra del recinto, rasgada en algunos altares por delgadas llamas de luz, me dirigí al altar donde se alzaba el sagrario como un breve palacio cincelado. Violentélo con un puñal y me apoderé de la custodia. Era como una opulenta rosa de oro en la que los rubíes formaban un milagroso rocío de sangre. Aquel oro debía empaparse pronto de un rocío de sangre verdadera.
En aquel momento me sentí, por primera y única vez en la vida, poseído de terror. Mis pasos, en el recinto enlobreguecido, eran panes de miedo. Mis cabellos se erizaban y me figuraba eran asidos por una fría garra de sombra. Veía por todas partes cuerpos negros y ojos llameantes.
Esperé trémulo, aterrado, que pasaran las horas. Me parecía que estaba encerrado en un horrible, tenebroso sitio de eternidad.
A la media noche, tiré con grande esfuerzo de los férreos y pesados cerrojos de una puerta y al fin me vi en la calle. La calle alargaba su silencio sombrío, su soledad sombría, como una prolongación de mi terror.
Ocurrí a un artífice judío y logré que me fabricara una daga con oro y rubíes de la Santa custodia.
La boda se verificó en el mismo temple profanado por mí. Perfumes, sedas, terciopelos, joyas, música, alegría, triunfaban en el claro recinto. En medio de la claridad y el baile, yo evocaba la tiniebla y el terror de la noche del sacrilegio. A la salida, la novia recibió mi regalo de bodes, tal como se lo merecía su condición de mujer deslumbrada por el dinero y las joyas. Su corazón innoble tuvo el oro y las gemas del sacrilegio…
***
—¿No le parece muy bella esta historia?— me preguntó el artista, mientras su mano se crispaba en el puño de la siniestra daga. —Me agradaría ver en esta arma, sobre la sangre petrificada de los rubíes, la viva sangre de una hermosa herida…
Yo contemplaba la daga y se me hacia más patente la visión de una piel enferma, llena de rojas llagas.
¡Oro perverso, oro maldito, tú estás en verdad ulcerado de dolor, de infamia, de crimen! — empecé a filosofar tontamente.
Y el artista me interrumpió así, con voz irónica:
—Si usted sabe de un amador burlado y se interesa por él, dígale que esta daga está a sus órdenes.
El hombre de la máscara trágica
Por obra del mal que había en su rostro aquel hombre llegó a las alturas y tuvo poder y hasta gloria.
Es una admirable historia de un país donde los matones portaban sus ejecutorias de malandantes como credenciales dignas de admiración pública. En aquel raro país el más alto ideal era inspirar terror. Quien lograra hacerse una fama de bebedor de sangre podía esperar tranquilo que sobre él llovieran los dineros y las dignidades. Feliz raza aquella, para la cual la burda hoja de un machete tenía un resplandor deslumbrante de antorcha. ¡Lástima que haya desaparecido un pueblo donde existía tan noble culto!
Pues sucedió que aquel chico nació con el don de una cara terrible. La gracia que existe siempre en cualquier rostro infantil, por más feo que sea, nunca la tuvo éste. En el bronce obscuro de aquella fisonomía parecía que el horror se había propuesto cincelar su más perfecta efigie. Lo que los cronistas de la época de la invasión húnica, en su miedo a la cruel raza, nos dicen de los niños hunos, se podría decir de éste: que su rostro inspiraba terror.
En su familia nadie fue nunca capaz de hacerle una caricia. El instinto que lleva a cualquier mujer a besar un niño se quedaba helado ante esta criatura. Ni siquiera piedad inspiraba, como ciertos seres que nacen deformes. Viéndole no se pensaba sino en la presencia temible y neta de una amenaza. Diríase que en lugar de hadas sólo satanes velaron en torno a la cuna de aquel niño.
Fue creciendo y con el crecimiento se hacía más categórica en su rostro la existencia de la amenaza. ¿Quién, a quien contemplara, no se sentía contemplado por el propio odio encarnado en figura humana?
Apenas asistió por breves días al colegio. Los otros niños huían de él y el maestro no podía soportar su presencia.
Rudo, en toda su rudeza, debía quedar para la obra a que lo destinaba la fortuna. Su alma, seca de afectos, amargada por todas las repulsiones circundantes, era la más propicia para las empresas que se admiraban en el país donde nació el ser de la cara trágica.
Sin embargo, en aquel infeliz no existía ni la más mínima cantidad de instinto perverso. Muy por el contrario, estaba lleno de debilidades y de tendencias afectuosas. En su cara no se reflejaba nada de su ser interior tan humilde, tan cándido, tan predispuesto al bien. Pero la faz de obscuro bronce era implacable en su expresión terrible. Imposible que se rompiera en gestos amables aquella como máscara de un metal espantoso.
Cuando el instinto del hombre nació en él y quiso ir, lleno de anhelos, hacía las mujeres, empezó a experimentar el más cruel dolor de su vida. Todas las mujeres, hasta las más desgarbadas y despreciables, le huían llenas de miedo. Era una muralla de horror la que se interponía entre él y los corazones femeninos. Su sed de amor jamás hallaría fuente dónde saciarse. Sólo los miedos surgirían ante él, aislándolo en la vida, cerrándole con murallas herméticas, todos los jardines del gozo.
No se daba cuenta de por qué todos huían de él. Portaba su fiereza rostral inconscientemente, inocente de los pánicos que inspiraba. Desesperado de ver cómo en su pueblo todos le huían, resolvió marcharse a la ciudad lejana, donde quién sabe si encontraría la flor de alegría que se le negaba entre los suyos.
Desde que llegó, igual impresión pudo notar. Y los encargados de velar por la seguridad pública lo tuvieron en vigilancia como si fuera capaz de los más atroces delitos.
Por fin resolvió marcharse de la ciudad donde tampoco encontraba el vivir que ansiaba. Cerca de su pueblo, en campo despoblado, se construyó una rústica vivienda. Y solitario, pasaba sus días vacíos, iguales, tristes, en medio a la paz de las cosas naturales, bajo las alas de oro del sol o las alas de ébano de la noche.
Muy rara vez iba al pueblo. Cada día temía más verse objeto de aquella repulsión que no llegaba a explicarse. Y su alma se salvajizaba y Se llenaba de sombras.
Una noche en que velaba en su rancho, una partida revolucionaria que por allí acertó a pasar, lo agregó a sus filas. A la luz del turbio candil que iluminaba el rancho, los rebeldes no se fijaron bien en su fisonomía.
Sobre la marcha lo armaron de un fusil y un machete, y llevándolo entre ellos continuaron su recorrida a través de la noche negra y tranquila. El se sentía más bien feliz por aquella aventura. Se encontraba entre gentes, se sentía en relación con sus hermanos los hombres.
Cuando amaneció, fue inmensa la impresión en toda la partida. Con su rostro todo fiereza y Su fusil y su machete aquel hombre les inspiró a todos un gran pánico.
Y desde aquel momento empezó para el hombre de la máscara trágica una época de sucesivos triunfos. Con su solo aspecto vencía. La fama de aquella especie de ogro que andaba entre los revolucionarios se esparció por todo el país.
Al poco tiempo era el jefe supremo de todas las hordas.
Y siempre bueno, pero llevado al mal a impulsos de la furiosa vida circundante, imperó por obra de aquella máscara trágica, de aquella máscara de bronce obscuro en la que parecía que el horror se había esmerado en cincelar su más perfecta imagen.
(1902)