José Luis Vásquez Silva
Un tren al fin del mundo
Estando en la parada, con tres maletas esperando en el piso, le rogué a mi mujer que no se devolviese, mucho menos por una menudencia; pero ella no me hizo caso, y allá le tocó quedarse, tan tiesa como una estatua de sal.
De pasajero en el bus, camino a donde mis cuñadas solteronas y con las tres maletas en rastra, me preguntaba si había hecho lo correcto, abandonándola de aquella manera. Me respondí que había sido lo mejor, después de todo de nada serviría perder el tiempo en los trámites legales. Eso hubiese estropeado el plan para salvar nuestro hogar de las garras de la desalmada nuera. De seguro su comadre y única amiga —confiaba a ciegas en aquello— se ocuparía en sembrarla bajo la mata de mango del traspatio, donde ellas solían coger el fresco en las tardes veraniegas, recordando sus tiempos de muchachas bellas, cuando lucían amplios y coloridos faldones solo para que el viento las ayudara a coquetear con los mozuelos.
En un punto del camino el colectivo interurbano se detuvo a recargar combustible, justo a la entrada de un triste y desaliñado pueblo. Aproveché de ir al baño de la estación gasolinera, desde donde se podía ver a un viejo bus, que con un cartelito pegado con tirro al vidrio roto anunciaba tres horarios de salida hacia la estación ferroviaria, del que se acercaba el último, justo a las seis de la tarde. Siempre había tenido el deseo de subir a un ferrocarril y nunca lo había cumplido, sin contar por supuesto los paseos en El Tren Del Terror de las Ferias de Mayo; así que, dándome un gusto de niño, decidí embarcarme al destartalado autobús, que estaba vacío de gente y sin conductor. En la espera de la salida, seguía meditando, muy preocupado por el destino del amado cuerpo muerto, que se había quedado abrazado a un pedazo de friso, como si de una reliquia sagrada se tratase.
Al salir de la casa para tomar el ómnibus, la había dejado tal como lo habíamos planificado, con las luces apagadas y las puertas sin seguro; para que los vecinos se percataran de nuestra ausencia, de manera que los más aprovechados empezaran a llevarse los corotos y los más audaces, a ocuparla. Era la única vía que teníamos para ganarle la partida a la viuda, la esposa de nuestro hijo muerto.
Estando en aquellos pensamientos me interrumpió un muchacho, el colector del autobús del que me había apeado, quien se asomó a la puertecilla para avisarme que había olvidado dos de mis maletas. “Quédate con ellas, están llenas de basura”; le dije, lo cual era muy cierto: la grande portaba ajuares de mi mujer, que ya no servirían para nada y la mediana con cosas de ambos, que tampoco serían muy útiles, quedándome solo con el bolso de mano, lleno de artefactos personales.
Señor, que hace aquí —escuché que me decía una carrasposa voz.
—Voy a tomar el último tren, por supuesto.
—Mire, señor, hace unos cuantos años que no llevo a nadie. Solo me estaciono para cumplir mi horario, y luego me regreso a casa —me contestó la voz.
—Le tocará por hoy dejar esa costumbre —le advertí.
—Su pasaje no me alcanzará ni para el gasoil —se quejó.
—Le pago los tres puestos —le dije—, mientras me acostaba usando mi pequeño bolso de almohada.
Un rato de silencio delató el pensamiento de la voz carrasposa, hasta que tomó una firme decisión:
—Está bien señor, lo llevaré de gratis, con la santa condición de que charlemos mucho durante el camino. Tengo bastante tiempo sin contarle mis cosas a algún fulano.
Y en efecto, durante el trayecto el hombre relató bastante de su vida, como la de trabajar desde chico en la Compañía Ferroviaria Nacional; empezando como jardinero, pasando como guardagujas, ayudante del maquinista, hasta quedar como chofer de aquel destartalado autobús. Contó que nunca le dio por casarse, porque le bastaba ser el amante de la taquillera de la estación ferroviaria, quien al final lo dejó, cuando se enteró que el marido lo sabía todo y aquello le quitaba el aliño al puchero.
Mientras el sujeto hablaba, yo intentaba sacarme la imagen del amado cuerpo, recostado al piso, con los ojos apagados, tan luminosos que ellos habían sido, como dos soles recién nacidos. Me apenaba haberlo dejado allí, tirado, como un saco roto de sal; pero era la única manera de cumplir nuestra penúltima meta de vida, la de arrebatarle la casa a nuestra desnaturalizada nuera. “¡Desgraciada!”, se me escapó un grito, y el chofer estuvo de acuerdo: “cómo me iba a dejar después de tantos años, dizque porque ya no la esitaba”, dijo él, tragándose una gruesa bola de saliva.
El conductor siguió contando asuntos de los cuales hubiese preferido no enterarme; como de las veces que le hizo el amor a la taquillera, aupado por los vaivenes del tren. “¡Ay que me muero!”, gritaba ella, mientras el vagón atravesaba por una larga hilera de baches.
También contó que su mejor amigo, que hacía de todo en la estación, prefería irse los días de cobro a emborracharse con él, en vez de con su mujer, a descansar el fin de semana. “Él fue mi mejor y único amigo”, me dijo, tragando grueso, “hasta que nos separaron las circunstancias del trabajo”, prosiguió, casi llorando.
Más tarde me ganó el sueño y no escuché más nada de lo que el conductor decía, hasta que él mismo me despertó, sacudiendo mis piernas cuando arribamos a la estación del tren.
“Ya sabe, busque a la taquillera o al señor que hace de todo, que tienen el deber de hacer que usted se suba a ese tren, aunque es posible no estén hoy aquí. Ellos son esposos y, como yo, solo de vez en cuando cumplen el horario de trabajo”, me aconsejaba el chofer, al tiempo que yo me introducía al abandonado edificio, caminando sobre una alfombra formada por hojas muertas y otros restos orgánicos acumulados.
—¡Oiga!, ¡cómo me dijo que se llamaban sus amigos? —le grité al conductor, pero él no me respondió.
Me devolví unos pasos, me asomé a la portezuela, pero el chofer ya no estaba. Di varias vueltas al autobús, sin lograr localizarlo. Me sorprendí al notar que aquel transporte estaba más destartalado de lo que hubiese imaginado, con los rines asomándose entre los desinflados cauchos. “Quizás ese chivato sufre de incontinencia y se fue corriendo a desaguarse en el monte”, me dije para tranquilizarme y no seguir esperando la respuesta.
Dentro de la estación me dediqué a buscar al encargado y a su mujer, la inquieta taquillera, pero no tropecé con nadie, así que me acosté en una podrida banqueta de madera para esperar al tren. Allí seguí torturándome con la imagen de mi señora abrazada al pedazo de friso, quien según ella poseía la sagrada sombra de La Pastora. Quizás la tozuda se regresó para desgajar el trozo de pared y no aguantó el esfuerzo, o en el proceso se cayó y se golpeó la cabeza. No sé, no tuve tiempo de inspeccionar su cadáver. Me ganó la prisa por abandonar la casa, para que fuese ocupada antes de que se enterara de nuestra huida la malvada viuda.
Al poco rato, estando adormilado en la banqueta, escuché los pitidos del tren, que saliendo de la nada se acercaba sin ninguna prisa, como un viejo y cansado caballo de arado. Al lado del único andén estaba encendida una lámpara de mano, a la cual elevé, dándole giros en el aire, tal como me había contado el conductor del bus que lo hacía su amigo, para que el tren no pasase de largo. ¡Y lo logré! Con asombro y alegría lo vi detenerse, chirriando las ruedas de acero sobre las oxidadas vías. Me quedé expectante, esperando que alguien se bajara a dar instrucciones, pero no se asomó nadie, y el pequeño convoy se mantuvo estacionado, tosiendo un humo negro por su pequeña chimenea. Parecía el ferrocarril de un cuento para niños.
De repente se sacudió la bestia de fierro, lanzó tres largos pitidos y reinició su marcha, lo que me obligó a subirme apresurado al vagón del centro. Tambaleante, me dirigí hasta los últimos asientos, acomodé al bolso como almohada, para intentar quedarme dormido, lo que logré a duras penas, por las pesadillas que se entreveraban con los sueños.
En aquellos sueños vi como mi mujer y yo levantábamos aquel hogar, envidia de todo el vecindario, mientras crecía nuestro único hijo. Ella había recibido un humilde rancho de sus padres, al que convertimos en una próspera granja, con ayuda de un préstamo hipotecario, decía yo; y por la gracia de la Divina Pastora, decía ella, mientras le rezaba a una mancha triangular que había dibujado la humedad sobre un pedazo de pared. En ese sueño feliz vimos crecer a nuestro hijo, graduarse y unirse en matrimonio con una leona pelirroja, que aunque era absolutamente bella, nunca sonreía y mucho menos nos hablaba.
Luego se atravesaron las pesadillas, como cuando mi hijo nos iba a visitar y lloraba desconsolado, porque su mujer le exigía cada vez más y él se endeudaba hasta las coyunturas. O del día que mi mujer me esperó destilando un llanto ácido, al descubrir, revisando al descuido unos papeles foliados, la supuesta venta de nuestra granja a la pelirroja. Ella no lloraba por la propiedad, sino por lo resaltante de la rúbrica de nuestro hijo.
Un seco salto del tren terminó sacándome de la más reciente pesadilla, cuando nos fue a visitar la viuda, vestida como de fiesta, para decirnos entre sonrisas sarcásticas que no nos preocupáramos, que ella nos haría el favor de dejarnos vivir en su propiedad, hasta que nos muriésemos; que debería ser tan pronto como fuese posible, para poder salir de las deudas que le había dejado su inútil marido. “¡Desgraciada!”, me despabiló mi propio grito, que salió prendado a un largo chirrido que emergía de entre las ruedas del tren.
Al sentir la necesidad de hablar con alguien, para saber hacia dónde me dirigía, decidí llegar hasta donde el maquinista, cruzando en vilo los engarces entre los vagones, que se bamboleaban en rítmicos movimientos, imaginándome donde hacían sus travesuras el chofer y la taquillera.
El compartimento contiguo estaba vacío y era absolutamente idéntico al que acababa de dejar, y así pasó con los dos siguientes. Tanto se parecían que me imaginé algo ridículo: que había un único vagón. Pero luego comprobé que no era una absurda idea, cuando para mi sorpresa encontré colgando mi bolso en el último puesto. Aquello me dejó aturdido y decidí atravesar varias cabinas en reversa, con el mismo resultado: siempre arribaba al mismo lugar, con el bolso sirviendo de singular testigo.
Al sentirme atrapado en el bizarro tren, muy pequeño, pero interminable, me resigné a seguir marchando hacia ninguna parte, recostado al bolso-almohada, adormilado, quizás para siempre. Una serie de enormes saltos me despabilaron, y me pareció oír gritar a una dama: “¡ay que me muero, dios mío!”.
Después de escuchar el fantasmal grito me levanté muy alerta, y al alzar la vista me sorprendió ver, varios puestos delante de mí, la cabeza de una inquieta hidra. Me levanté y me fui acercando hacia la fogata de pelos, que se batía con la fuerte brisa que entraba forzada por la ventanilla semiabierta. Cada vez más cerca, la cabeza se parecía más a la de mi esposa; por su forma redondeada, como un tierno pan cabeza de mono y por su inconfundible color de panoja desgranada. Al ver por completo a la pasajera, casi me desmayo, y no terminé de caer al piso porque fue ella la que me sostuvo, mi mujer.
Apenado más que aterrorizado, reposé mi cabeza sobre sus senos, mientras ella me la sobaba con ternura.
—Estate tranquilo, yo fui la culpable, no debí haberme devuelto “por aquella menudencia”, como tú le dices a la venerable aparición de la divina patrona.
—Pero querida, cómo hiciste para seguirme y para alcanzarme, si yo mismo no sabía hacia dónde me dirigía.
—Esos son misterios de la vida, o no sé si de la propia muerte, porque yo tampoco sé cómo lo logré. Lo importante es que estamos aquí, más ligados que nunca, sin cosas materiales que nos importunen.
Y aquel tren nos fue llevando hasta el fin del mundo, mientras la brisa carcomía nuestros cuerpos, que convertidos en estatuas de sal, se derrumbaba el uno sobre el otro. Al fondo se escuchaba aquel agudo grito de amor entre el chofer y la taquillera, que parecía haberse quedado esculpido entre el roce de los aceros, que lo repetían en un reverberante eco.
Cuando el tren arribó a la última estación, unos jóvenes caleteros empezaron a descargarlo. Uno de ellos encontró dos sacos rotos de sal en el abandonado y desvencijado vagón de pasajeros.
—¡Patrón, que hago con estos dos!, parece que alguien intentó meterlos de contrabando.
—¡Dejalos ahí! Más tarde vendrán los más pobres del barrio y se encargaran de llevárselos, para intentar salvar a sus insípidos sancochos domingueros.
***
La chinita de la china
Fin, fue la infeliz palabra que vi levantarse en Cinemascope, por encima de un pequeño camión de carga que, de a poco, se iba desvaneciendo en el horizonte de una triste carretera.
De vuelta a las memorias de mi pueblo, recordaba como de chico llegaba corriendo de la escuela, tiraba el bulto a la cama y me adelantaba a mi hermano mayor para pedirle a mi madre la lista del mercado e irme derecho al “abasto de la china”, que quedaba a tres cuadras de la casa. Allí buscaba a una muchacha idéntica a las muñequitas de porcelana de mi abuela, con una piel tan pulida y reluciente, que le resbalaba el polvo de los paquetes que desde pequeña la obligaban a cargar.
La niña tenía poderes mágicos, como el de flotar en vez de caminar y el de transformar el interior de cualquier bulto en algodón, para llevarlo sin esfuerzo alguno. Si la muñeca no estaba en la caja registradora, la ubicaba donde fuese, rastreando su pálida luz de medusa, tan solo por intercambiar con ella miradas y sonrisas furtivas.
Si nos encontrábamos entre los anaqueles, mientras yo repasaba la etiqueta de algún producto, ella reacomodaba cualquier mercancía las veces que fuese necesario. Si la ubicaba ayudando en la caja, me apresuraba a convertirme en el niño más feliz del mundo, cuando ella me pasara la bolsa con la compra, rozando mis dedos de gonzalito con los suyos de paloma y de ñapa obsequiándome su reluciente sonrisa de conejo y una pícara mirada de gato.
Antes de cruzar la puerta de salida, siempre me volteaba, a sabiendas de que, mirando primero las espaldas de su madre, ella me diría adiós con su delgado brazo, tan tierno como un panecillo de maíz. Yo era muy feliz con aquella rutina y la repetía cada vez que se podía, sobre todo los fines de semana.
En una ocasión que jamás olvidaré, vi cómo al fondo del almacén el papá golpeaba a la chinita con una vara. Unos días después, con la boca llena de trapos, ya le había ofrecido ayuda a su mamá; porque preguntando con disimulo había averiguado que el padre la maltrataba porque según él, ella era muy bruta para las matemáticas y para el castellano, algo muy importante para su supervivencia en un país extraño. Ese día la señora china, con el entrecejo de un gallo, me preguntó: “cuánto me vas a coblal tlipón”, y yo le respondí que nada, que era solo para un proyecto de mi escuela.
Los “mielcoles en la taldecita” se tornaron sagrados para mí. Le explicaba en la trastienda, con amor y mucha paciencia, matemáticas y castellano a la muñeca de porcelana, entre los olores de los bultos de maíz, arroz y pasta. La señora china nos colocaba estratégicamente en una mesa, de tal manera que nos podía ver desde el puesto de la caja. Casi siempre la madre de la muchacha terminaba empujándome fuera del abasto, entregándome algún obsequio, como una bolsa de caramelos de coco o un paquete de Galletas María; los que me comía a escondidas de mis hermanos, porque ellos se mofaban de mí y de mi supuesta novia, estirándose los ojos para decirme: “¿quiele aloj con leche, miamol?”
En el transcurso de las primeras clases la chinita me había preguntado el nombre y yo a ella el suyo. Luego ella me dijo: “no, no, tú te llamalás shol neglo y yo luna blanca. Tú sabel mucho y sel un shol neglo pala mí y me alumblas en la noches osculas”. Ese día me costó cumplir con la tarea, por culpa de un animalito que se quedó aferrado a mi garganta.
Todos los días de las lecciones, ya sin disimulo, yo le preguntaba a la niña si pensaba alguna vez irse a estudiar bien lejos, porque yo me podría escapar con ella, para ayudarla con todos sus deberes. La chinita de la china siempre respondía: “calla boca, shol neglo, decho no se habla”. Al principio lo decía asustada, luego un poco más sonriente y relajada; para finalmente, mirando primero hacia la caja, repetirlo entre risas felices, colocando sus dedos sobre mi boca. Gesto que yo tomaba como un “beso de dedito”, con sabor a canela, porque ella siempre los cargaba embadurnados de una rica crema, que tomaba a hurtadillas del negocio para compartirla conmigo.
A mí me ejecutaron sin piedad una calurosa tarde veraniega, al término de mi sexto año de escuela. Yo estaba cerca de una ruma de piedras ubicada al frente de la casa de la abuela, ayudándola a cortar la grama, cuando de repente pasó el zagaletón de mi hermano y me dijo como si nada: “¿y eso?, ¿no te despedirás de tu novia?”
Ante la sorpresiva noticia, salí corriendo hasta el abasto pero, cuando llegué, ya estaba cerrado. Miré hacia el frente y vi como el camión de compras que ellos tenían, marchaba cargado con muchos enseres domésticos. Me imaginé que por el sucio vidrio trasero la niña se asomaba para decirme adiós, con su brazo de paloma, con sus dientes de conejo y con sus ojos de gato.
Yo me puse de rodillas y con la fuerza de mi imaginación estiré los brazos para retener al viejo camión de compras, que se fue achicando entre mis dedos mientras se colaba entre las nubes aquella infeliz palabra. Y desde allí casi pude oír cuando la chinita me gritaba: “¡hasta chemple, shol neglo!, ¡hasta chemple, miamol!”