literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Quim Ramos

Abr 24, 2024

No sé yo muy bien por qué    

Llegué a casa en la madrugada, borracho y feliz no sé yo muy bien por qué, seguramente por pura alucinación alcohólica. Saqué las llaves del bolsillo, elegí no sin cierta dificultad la llave de la puerta principal y la metí en la cerradura. Bueno, no la metí, intenté meterla, pero la muy cabezota, debido tal vez a mi estado etílico, se negó a entrar, se trababa, etc. Devolví las llaves al bolsillo, bajé las escaleras del porche y caminé por el pasillo que da al jardín, hasta un ventanal del primer piso. Hice un rápido repaso mental de los movimientos que debía realizar, un vestigio antediluviano de los tiempos en que escalaba, y me encaramé. Pero la reja de hierro forjado que cubría el ventanal  se desprendió de la pared en cuanto mis manos se aferraron a ella. Caí de espaldas sobre el suelo de piedra picada y luego la pesada reja cayó sobre mí.

     Me dio por pensar, no sé yo muy bien porqué, en pececitos de colores. A pesar de lo complicado de mi situación, allí tumbado con la reja ejerciendo una considerable presión sobre mi cuerpo maltrecho, pensé y yo diría, incluso, que vi diminutos peces multicolores nadando frente a mis ojos en el aire, entre el enrejado de hierro. La visión me agradó y alivió los dolores, sobre todo el de la rodilla de la pierna izquierda que parecía haberse llevado la peor parte del aparatoso accidente.

     Los pececitos de colores se esfumaron en cuanto llegó un grupo de niños. Los niños llegaron corriendo y saltando y en sus caritas y en sus sonrisas se percibía esa cruel felicidad que solo sienten aquellos que desconocen la existencia del tiempo. ¡Ah la infancia! De inmediato decidieron usar la reja bajo la que me encontraba como campo de juego. Un grupo la utilizó como un sube y baja en el que mi cuerpo fungía de eje o base, de modo que cuando la reja se inclinaba hacia un lado esa parte de mi cuerpo sufría horrorosas laceraciones y  magulladuras, y lo mismo ocurría cuando se inclinaba hacia el lado contrario. Otros intentaban mantener el equilibrio sobre la bamboleante reja. No siempre lo conseguían y sus piecitos caían con cierta violencia sobre alguna parte de mi cuerpo: la barriga, una mano, los testículos, etc. Una niña de inmaculada piel blanca, rizos dorados y unos ojos verdes que centelleaban en la oscuridad dedicó toda su atención a introducir en mis fosas nasales unas finas y suaves hojas que me produjeron estornudos y un cosquilleo profundo, un latigazo eléctrico que llegaba al centro de mi cerebro. Y no sé yo muy bien porqué, a pesar de las incalculables molestias y los dolores indescriptibles, sentí una honda alegría frente al espectáculo de la niñez  desenfrenada. Entonces se escuchó una voz lejana y potente. Era la voz de la madre llamando a comer. En el acto los niños dejaron de jugar y quedaron estáticos y mudos, expectantes, el cuello estirado, olfateando el aire. Luego se escuchó otra voz y luego otra y otra más. Las voces se multiplicaron hasta que el aire de la noche se llenó del llamado de las madres y los niños, transformados en crías hipnotizadas, bajaron de la reja y corrieron, perdiéndose en la oscuridad.

    Me quedé solo con mis penas… y con los dolores del cuerpo que me acompañaban con sus aullidos chirriantes. No intenté sacarme de encima la pesada reja. Sabía que no podría. Mis fuerzas me habían abandonado. Me hundí en un estado de semiinconciencia. Mi cuerpo fue perdiendo rigidez, se ablandó hasta formar una masa gelatinosa. Yo no sé muy bien por qué, pero era feliz allí. Aun más cuando desde el segundo piso de la casa me llegó el olor a guiso de mi madre. ¿Por qué no me habría llamado a mí para comer? Quise gritarle, recriminarle su olvido, pero no salio de mi voz sonido alguno, apenas un grito silencioso que se hizo nudo en la garganta. Apareció la luna sobre mi. Le sacó refulgentes chispazos al hierro de la reja. Era, incluso, bello todo aquello, un lindo desequilibrio.

     Como no tenía nada mejor que hacer (en realidad no podía hacer otra cosa) me dispuse a rememorar las horas previas a mi llegada a casa. Mi sorpresa fue grande al percatarme de que no era capaz de recordar más que vagas, inconexas, oscuras y fragmentarias imágenes. Como un sueño que se va disolviendo en la vigilia. Un viaje retrasado o definitivamente truncado porque era del todo imposible meter una nevera en la atiborrada maleta de una camioneta. Ansiedad y miedo. Un auto recién comprado. Un Fiat Siena de color azul oscuro, metalizado. Por suerte estacionado frente a la casa. Lo puedo vigilar desde la cama mientras duermo. Desde la distancia y en la oscuridad noto unos manchones o unas ralladuras en la carrocería. Me pregunto cómo es posible que mi esposa no las haya notado antes de comprar el auto. Angustia. Un documental proyectado en la pared de la biblioteca, un pequeño espacio incrustado entre la cocina, el cuarto de mi hermana, el de mi hermano y la sala. El mueble en el que se apilan los libros también tiene una cama plegable. Acostada en ella, mamá lee un libro. Ni idea de qué va el documental, pero la música llama mi atención y me emociona. Descubro que usa unos pocos acordes de otra composición que realza la trama de la película, le da un sentido definitivo, inapelable, soberbio. Corro a buscar a papá. Lo encuentro en el vestidor, sentado frente a la computadora, junto a mi hermano. Hablan de asuntos aparentemente importantes que yo no entiendo. Loco de alegría los interrumpo y le cuento a papá lo que he descubierto. No me oyen. No me ven. No existo. Avergonzado, me doy la vuelta y desaparezco. Papá me habla por el walkie. Me ordena que vaya a Las Queseras del Medio a buscar una gandola. Yo estoy en el centro comercial con unos amigos a los que no conozco, Enfurezco. Las Queseras del medio están a trecientos kilómetros y tendré que ir en autobús. Grito por el walkie. Le digo a papá que cómo se le ocurre enviarme tan lejos así, de improviso y sin carro, que no pienso ir. Papá grita por el walkie. Me amenaza. La boca le regurgita. Grito por el walkie. Cedo. Le digo que iré, pero que esta será la última vez que hago para él este tipo de diligencia. Papá grita por el walkie. Dice que haré lo que él me diga y cuando él me lo diga. Apago el walkie y lo tiro. Llegamos a la terminal de autobuses. El abuelo me señala un abasto y me dice que allí puedo comprar cocacola. Me percato de que a mi móvil le queda 26% de batería. Para colmo me estoy meando.

     Clareaba cuando llegó hasta mi el sonido de cubiertos y platos entrechocando. Mamá debía estar en la cocina lavando la vajilla. Pronto los vecinos comenzarían a chistar con la vana intención de que detuviera el infernal ruido. Aquellos sonidos maternales me alentaron. La fuerza volvió. Levanté la reja. Pero no, no fui yo. Cuatro fornidos obreros, salidos de quién sabe donde, la levantaron por mi y la colocaron en su lugar, delante del ventanal. Con enormes dificultades me puse en pie. Mi cuerpo todo estaba desajustado y tuve que recomponerlo a medida que me levantaba. Agradecí a los obreros su ayuda, pero estos no me prestaron ninguna atención. Continuaron con sus labores como si yo no estuviese allí. Avergonzado, limpié el polvo de mis ropas y me puse en marcha. Mi rodilla izquierda crujía.

     El plan era darle la vuelta a la casa por la parte trasera, atravesar el jardín, llegar al fondo del tendedero y subir por allí hasta la terraza. Lo había hecho infinidad de veces desde mi infancia hasta esta especie de postadolescencia bohemia que estaba viviendo. Pero hete aquí que en lugar de jardín me topé con una intrincada maraña vegetal que exhalaba un vaho caliente y que palpitaba con la sosegada cadencia de un monstruo dormido. En una libretica que siempre llevaba conmigo por si se me ocurría alguna idea que valiera la pena poner en papel y que, hasta la fecha, no había sido mancillada por lápiz alguno, escribí: Llamar al jardinero. Luego, me interné en la espesura.

     No era fácil avanzar por aquel enredo de hojas, raíces, ramas, troncos, fango y podredumbre que envilecía el aire, lo espesaba y lo transmutaba en sudor que se deslizaba por mi piel y empapaba mis ropas. Y pensar que esto fue alguna vez un hermoso jardín que mi abuela, ¡ay, mi pobre abuela!, cuidaba con esmero y amorosa paciencia. La recordé encorvada sobre sus rosales, arrancando las malas hierbas que enlutaban la grama verde y brillante, temblorosa y alegre. La recordé, a mi abuela, removiendo la tierra de los tiestos, sembrando sus flores y sus matas, echando abono negro, aprisionando todo con una mirada de delicada concentración. Recordé sus manos llenas de tierra sosteniendo la manguera con la que regaba su reino de delicada belleza que ahora se había convertido en un tumor vegetal en el que acechaban terribles serpientes, plantas venenosas, fieras ocultas cuyos ojillos brillantes seguían mis pasos con voraz avidez, la sed y el hambre, tal vez la muerte.

     No sé cómo, alcancé un claro. Luego de tanto tiempo caminando en las oscuras fauces de la selva, la luz blanca que caía a chorros desde un cielo azulícimo me encandiló. Hacía allí, incluso, más calor. Con el tiempo mis ojos se fueron acostumbrando a la luz y pude ver que el claro era perfectamente circular, pero no demasiado grande, y que en el centro había una piedra de formas irregulares y que sobre la piedra, en una posición de extrema incomodidad, yo diría que hasta dolorosa, estaba el jardinero. Allí, recostado de mala manera, lucía cansado. Con sus manos atierradas sobre la cabeza parecía meditar en una derrota. Me acerqué y lo saludé. Sorprendido, se dejo caer sobre el suelo cubierto de hierbajos.  Una espesa nube de polvo se desprendió de su pelo y de sus ropas. Olía atierra seca. Se puso en pie y en lugar de sacudirse el polvo de la ropa y del pelo, cogió tierra y se la echó encima. Luego me miro con desinterés. ¿Mijo, qué hace usted por aquí?, dijo y las palabras, atascadas en la boca, como si el jardinero intentase que no se escucharan, surgieron entrecortadas, apenas audibles. Trato de entrar a casa, dije. Ah, el regreso al hogar. Cosa difícil, ¿no?, dijo. No le respondí puesto que no veía nada trágico en mi situación. Tan solo era un borracho incapaz de usar las llaves para abrir la puerta de su casa. ¿Qué ha pasado con el jardín?, preferí preguntar. El jardinero se tapó la cara con las manos y empezó a gemir y a lloriquear. Lloró durante una hora, o algo así, sin poder hablar. Entre tanto yo me dediqué a hacer nada.  Me entretuvo un hombre que surgió de la selva. Asomó primero la cabeza, el pelo desgreñado y sucio, una barba maltrecha que más parecía una mancha de petroleo en la cara. Olfateó el aire como una animal acechado. Cuando estuvo seguro de que no había peligro,  mostró el cuerpo entero en el claro bañado por la luz como si surgiera de una piscina. Era delgado y no llevaba camisa, solo unos raídos jeans cortados malamente por encima de las rodillas y unas botas de hule cubiertas de fango. El pecho y los brazos salpicados de costras de barro seco. En la mano izquierda aferraba un machete, la derecha se la puso en la frente a modo de visera y nos observó unos segundos. Su mirada tenía la dureza del granito y la agudeza de una flecha. Esto no es una mala metáfora. Sentí con absoluta claridad cómo me traspasaba aquella mirada. Y debió concluir que ni el jardinero ni yo revestíamos algún peligro porque se dio la vuelta y con la mano que aferraba el machete hizo el gesto de avanzar. De la pared vegetal surgió entonces la cohorte de los espectros, una multitud de fantasmas vencidos por las tribulaciones del destino que en perfecto orden desfilaron ante nosotros, atravesaron el claro y se internaron de nuevo en la tupida selva. Hombres y mujeres, niños y ancianos, encorvados, harapientos, cubiertos de fango y trozos de hojas amarillentas pegadas a su piel sudorosa, los ojos tan negros, tan oscurecidos que ya no miraban las cosas de este mundo. La aparición fue tan sorprendente que el jardinero dejó de lloriquear, cogió sus herramientas y volvió al trabajo. Llegó hasta el borde de la selva y con las tijeras de podar, un hacha y un azadón fue ampliando la circunferencia del claro. Yo, por mi parte, me interné de nuevo en la selva en dirección al tendedero de la casa.

     No sé yo cuánto tiempo camine (¿o será mejor decir me arrastré?) por esa selva espantosa. En aquellas profundidades vegetales apenas llegaba la luz del sol de modo que pronto perdí la cuenta del paso de los días. No sé yo cuántas veces escuché el rugido del jaguar, su aliento caliente helando mi cara, cuántas piedras me lanzaron los araguatos histéricos desde las alturas de los árboles, cuántas serpientes lanzaron su latigazo venenoso contra mi cuerpo, cuántas veces los bachacos quisieron devorarme mientras mal dormía acurrucado entre las raíces de una caoba, cuántos ríos anchos y caudalosos vadeé luchando contra sus titánicas corrientes, evitando sus remolinos traicioneros y sus caimanes silenciosos. Me alimentaba de bicharracos asquerosos y saciaba mi sed con el agua de la lluvia perenne que se colaba por el espeso follaje de los árboles. Siempre hacia adelante. Sin desfallecer.

     Fue así como  un día llegué a la entrada del tendedero. Para entonces yo ya no era humano. Era un trozo de barro endurecido de cuyas grietas surgían coloridas florecillas y asomaban sus blancas cabezas las lombrices y cuya superficie era un hervidero de cucarachas, termitas, chinches, pulgones, escarabajos y mariquitas que corrían, entrechocaban y se enfrentaban  sin detenerse jamás, sin conciencia de ellos mismos ni de donde o sobre quien se encontraban. Sin embargo, yo estaba dispuesto a continuar a pesar de que la entrada del tendedero estaba bloqueada por una pila de cachivaches herrumbrosos puestos de cualquier manera, unos sobre otros en abrazos obscenos y en un equilibrio tan precario que si no se venía abajo todo el tinglado era por la gran cantidad de trastos que había. A mi la borrachera y la resaca hacía tiempo que se me habían pasado. Aún así, mi agotamiento era tal que apenas me adentré unos pasos en aquella laberíntica catedral de los desechos busqué un rincocito, me eché sobre el suelo, me coloqué en posición fetal y me dormí.

     Me despertó un calambre en el brazo derecho. Una mujer dormía a mi lado, la cabeza apoyada sobre mi hombro, uno de sus pechos desnudos aplastado contra mi torso. Me gustaba ese contacto carnoso y suave en el que adivinaba la dureza del pezón. Fue por eso que doblé mi adolorido brazo y con la yema de los dedos recorrí la espalda de la mujer, subiendo y bajando como un skater el canal luminoso que la partía en dos, hasta llegar a las nalgas, protuberantes y lisas, duras como un durazno maduro. Las palpé y luego las estrujé con lascivia y finalmente bajé la mano, siguiendo la linea oscura que terminaba entre las piernas y sintiendo los primeros ramalazos de una erección. Pero la mujer apartó mi brazo de un manotazo y se separó de mi. Solo piensas en el sexo, dijo sentada a mi lado. Dicho lo cual se puso unas bragas blancas y un top azul y salio de nuestro destartalado refugio. Afuera, en el estrecho espacio entre la tupida selva y la entrada, se bajó las bragas hasta los tobillos y se puso en cuclillas. Mientras orinaba descansaba los brazos sobre las rodillas y la cabeza sobre los brazos y me miraba con ternura y una sonrisa tan dulce que sentí un delicioso temblor en el pecho. Así que le hice un gesto para que entrara, pero ella negó con la cabeza y siguió orinando. Luego entró. Paso a mi lado avanzando a cuatro patas. Yo la tomé por un tobillo y la halé hacia mi, pero ella, ágil como una gata, se dejo caer de costado y me soltó una patada en la cara con la pierna libre. No me quedó más remedio que soltarla y llevarme las manos a la nariz. La mujer llenó el lugar con una estruendosa e impúdica carcajada que, a pesar del dolor en la nariz, me produjo otra erección y se adentró en el laberinto de cachivaches oxidados y rotos en el que aparentemente vivíamos juntos. Me quedé a solas con mis pensamientos. Me aburrí. Al rato escuché la voz de la mujer que decía: Ya va a estar lista la comida. En efecto, el lugar se impregnó de un olor delicioso. Y pronto tuve ante mi un festín digno de un Rey. Para empezar ostras frescas gratinadas, bañadas en una mezcla de espinacas, mantequilla y hierbas aromáticas, finas lonchas de salmón ahumado servidas con tostadas y crema agria y paté de hígado de ganso, servido con una compota dulce de higos. Luego una sopa  cremosa, preparada con langosta, brandy y una mezcla de verduras aromáticas seguida por un tierno cordero asado con una costra de hierbas frescas y servido con una salsa de vino tinto, un filete de salmón cocido a la perfección y cubierto con una salsa beurre blanc, una salsa de mantequilla, vino blanco y chalotes y pato asado con una glaseado de naranja agridulce y servido con guarnición de verduras de temporada. Todo esto acompañado por puré de patatas mezclado con trufas, mantequilla y crema, y luego espolvoreado con láminas de trufa, espárragos frescos envueltos en finas lonchas de jamón prosciutto y asados al horno y una ensalada de rúcula fresca, peras en rodajas y queso gorgonzola, aderezada con vinagreta balsámica. Todo ello acompañado por cantidades ingentes de Veuve Clicquot La Grande Dame, Chardonnay, Cabernet Sauvignon y Pinot Noir. Y para finalizar, los postres: Una deliciosa tarta de manzana caramelizada al revés,  una Crème Brûlée y trozos de fruta fresca y pedazos de pastel sumergidos en un delicioso chocolate derretido.

     Mientras la mujer vivió allí, conmigo, como dije, comí como un rey, engordé considerablemente, lo que aumentó las restricciones de movilidad en el reducido y caótico refugio del lavadero, pero jamás, salvo fogosos, rápidos y esporádicos escarceos cuyos únicos resultados fueron atroces dolores en los testículos, pude consumar mi deseo por ella. Cuando finalmente se fue, se despidió con un casto beso en la mejilla y salió a gatas del lavadero canturreando Lucy in the Sky With Diamonds de los Beatles. Justo antes de desaparecer tras el muro selvático se dio la vuelta y me miró con una mezcla de lástima y alivio, como quien mira a un perrito al que se deja abandonado a su suerte.

     Otra vez solo. Una soledad de una calidad distinta, concentrada en el pecho, melancólica que me hizo recordar mi propósito, olvidado hace tanto tiempo, ahogado por la lujuria. Agucé el oído a la caza de sonidos que corroboraran que por encima de mi seguía la casa y sus habitantes. Me pareció escuchar risas metálicas y una música circense que provenían del televisor de la cocina. También, la voz ligeramente aguda, cantarina, populachera de un locutor me indicaba, si es que realmente la escuchaba, que era sábado. Aquellos sonidos familiares me trajeron de vuelta el ferviente deseo de regresar al hogar. Así que me puse en marcha con ímpetu renovado, animado por la corazonada de que mi destino estaba al alcance de la mano. Y así debía ser puesto que el lavadero era un estrecho pasillo de no más de tres metros de largo. Y al llegar al final no sería difícil, lo había hecho infinidad de veces, subir al techo del cuarto en el que dormía mi bisabuela y saltar finalmente a la terraza del segundo piso. Pan comido. Salvo por la constatación de que mi adquirida gordura, consecuencia de las opíparas comidas con las que había sido alimentado por la mujer los últimos tiempos, dificultaban enormemente el avance en aquel pasadizo en el que, en montones informes, se acumulaban picos, azadones, mangos de pala, tablas de madera podrida por acción del agua de lluvia, tubos oxidados, antiquísimos baúles, ropa vieja, ajada y descolorida, prensas puestas sobre trípodes de madera, infinidad de cajas llenas de tornillos, archivadores, planos arquitectónicos dibujados con un pulso tembloroso, sofás, sillones, mesas y sillas de madera húmeda y cubierta de musgo y un largo etcétera por el que avanzaba penosamente, pero con voluntad inquebrantable. Ni siquiera la exasperante lentitud con la que ganaba terreno hacía mella en mi ánimo. Dormía cuando tenía sueño y comía cuando tenía hambre (había tomado la previsión de apertrecharme con los restos del largo festín gastronómico del que había disfrutado). Así fui dejando atrás la parte complicada del trayecto, todos aquellos cachivaches inservibles que obstruían el paso. Ahora avanzaba sobre terreno despejado. Me sentía exaltado a pesar que no se veía el final del tendedero sino un túnel estrecho mal iluminado por una luz de origen impreciso, una luz que simplemente estaba allí, como si surgiera del propio éter y que alumbraba de mala manera el túnel que se perdía en la oscuridad.

     Pero el túnel se hizo más estrecho, el techo a descender imperceptiblemente. En algún momento, no sabría decir cuando, había perdido la noción del tiempo, comencé a caminar con la cabeza gacha, luego encorvado, más tarde, pero ¿cuándo?, a cuatro patas, y finalmente a rastras. Soy un evadido, me dije, sintiéndome ya muy poco exaltado. Un evadido frustrado puesto que había llegado a un callejón sin salida. Atrapado. Lo sabía aunque no por ello dejaba de arrastrarme como un gusano sobre el suelo de cemento crudo. Finalmente, con la cabeza incrustada como una cuña entre el suelo y el techo, sin poder avanzar ni retroceder, pensé en el Dios malicioso cuyos designios me habían atraído hasta este callejón sin salida. Entonces, la luz se desvaneció. Quedé sumido en una oscuridad compacta, densa, absoluta. Me desvanecí yo también. Me convertí en un ser etéreo que flotaba en la nada. Supe que no volvería a casa, que aquello que yo llamaba casa se había convertido en una abstracción o, peor aún, que solo había existido en mi imaginación. Supe que yo siempre había vagado por la tierra yerma. Supe que lo que llamaba hogar era una construcción de la memoria que se iba desmoronando o, mejor, disolviendo como un castillo de arena ante los embates del mar, hasta que solo quedaban unas formaciones  lodosas y ligeramente circulares y que, también ellas, terminarían desapareciendo con la marea alta.

     En el momento que acepté mi desaparición y la quimera en la que había vivido percibí, a mi izquierda, un pálido resplandor azul. También pude verme a mi mismo en la forma de un nonato de cabeza oblonga y grandes ojos de alienígena. Su cabeza  giraba lenta y segura en el espacio. El resplandor azul se acentuó y cobró solidez. Frente a los ojos sabios, curiosos y sin párpados del no nacido apareció en todo su esplendor la esfera brillante y azul de la tierra. La visión duró lo que dura un rayo, el tiempo suficiente para que la retina convirtiera la imagen en impulsos eléctricos y estos alcanzaran el cerebro a través del nervio óptico. Repentinamente la tierra se partió en cientos de miles de millones de pedazos. Como si de un rompecabezas lanzado al aire se tratara sus piezas se dispersaron en el espacio. El nonato las vio alejarse hasta desaparecer entre las estrellas. No percibió ningún sentimiento frente a la catástrofe. En el lugar en donde había estado el planeta había ahora un agujero negro. Una masa tan densa que su gravedad atraía al universo entero hacia su vórtice oscuro y lo engullía como la serpiente que se come su propia cola. El nonato también fue devorado por aquella poderosa y silenciosa gravedad que todo lo quería. Es imposible llamar viaje a este extraño tránsito en el interior del agujero negro. En esa nada gravitatoria no funcionaban las leyes del espacio-tiempo. Solo es posible decir que aquello, fuera lo que fuera, terminó y que el nonato fue engullido, ahora, por un agujero blanco cuya brillantísima luz lo cegó. No pudo ver más que luz, una luz sólida que le impidió ver el final de este extraño viaje. Transmutado en una lombriz rojiza de medio metro de largo, cayó sobre la tierra húmeda del jardín de una casa que le pareció vagamente familiar. Un conato de alegría recorrió la babosa superficie de su cuerpo. Un suspiro de alivio salió de su boca abierta, dispuesta ya a hundirse en la tierra húmeda, a crear los túneles del nuevo y definitivo hogar que le daría cobijo y alimento hasta el fin de sus días.

El ahogado

Así, de la nada, llegó el recuerdo de mi muerte, ahogado en las orillas del mar, debajo de la tripa de un camión que con su lona a modo de asiento se mantuvo encima de mí debido a la terca insistencia de las olas y me impidió asomar la cabeza fuera del agua para reponer el oxígeno que me iba faltando. Un segundo antes de que me estallaran los pulmones abrí los ojos y pude ver un par de pececitos descoloridos que me observaban con algo parecido al asombro.

No mucho después el mar me depositó con dulzura sobre la arena. No supe muy bien qué hacer ni a dónde ir. Era incapaz de alejarme del cuerpo frío, húmedo y cubierto de arena que yacía a mi lado y que ahora los cangrejos, salidos de sus escondrijos, degustaban con codicioso placer. Intenté espantarlos, pero mi actual inconsistencia física lo impedía. Por suerte llegó un grupo de personas y los cangrejos regresaron raudos a sus oscuros agujeros en la arena. Me percaté de que no habían mancillado en demasía el cuerpo y aún mantenía su rara belleza. Algo así dijo alguien: Es el ahogado más hermoso del mundo. Otro dijo: La carne del ahogado más hermoso del mundo debe ser deliciosa.

Rodeaban el cuerpo del que no era capaz de separarme. En silencio lo contemplaban, podría decirse que con reverencia o algo muy parecido al éxtasis. Era un grupo heterogéneo de personas. Podría describirlos, pero para qué. Me cansa. La muerte cansa, ¿quién lo iba a decir? Pongan ustedes a un peluquero travestido junto a un cura, un abogado embutido en su flux y con el portafolio en la mano junto a un enano vestido de payaso, una diva de cine en un hermoso traje de lentejuelas junto a un vendedor de helados con su uniforme blanco y su carrito con campanitas. Así se harán una idea. Lo único que articulaba a este grupo era el embeleso que les provocaba mi cuerpo. Sin embargo, se habían acercado por la infinita playa como un grupo unido por años de convivencia y objetivos comunes.

Me entretuve viendo a una niña y a un niño que corrían entre las palmeras en dirección a un embarcadero derruido. La niña entró al agua y, cuando pasó junto a una gruesa cabilla que sobresalía unos palmos sobre la superficie, hizo un gesto de dolor. Dio media vuelta y regresó a la orilla saltando sobre un pie. Le mostró al niño el tobillo desgarrado en el que se podían ver gruesos jirones de grasa colgando hacia afuera y al fondo del agujero abierto por el acero de la cabilla los huesos relucientes. El niño se detuvo en seco y convertido en una estatua de piedra miró lívido y con cara de espanto aquella catástrofe y finalmente dio media vuelta y huyó, perdiéndose entre las palmeras. La niña se quedó berreando a orillas del mar. En ese momento sentí que jalaban de mí. Las peripecias de estos niños que habían salido de la nada me habían distraído, así que cuando me di la vuelta me encontré con que el grupo de gente heterogénea había levantado el cuerpo de la arena y ahora se alejaban cargando con él. No tuve más remedio que seguirlos. Seguía unido a ese pedazo de carne con un lazo invisible, pero poderoso.

Caminamos durante horas por la playa en fuga interminable. No se acababa nunca aquella doble línea marrón claro, la de tierra, y verdosa, la del mar, que con la llegada paulatina de la noche se tornó primero color plomo y finalmente negra y pesada. El cielo se llenó de estrellas. Palpitaban sus mensajes cifrados para los peces. Las luces de un barco nos acompañaban a la distancia. Aquellas luces emitían otro mensaje, esta vez dirigido exclusivamente a mí. Me llamaban con canto de sirenas. Me recordaban mi viejo deseo de ser marinero. Mejor dicho, de llevar la vida de un marinero. Mejor la de un capitán que durante las noches quietas se encierra en su camarote y escribe poemas dedicados a la mar. Habría querido, en ese mismo momento, alejarme del grupo y dirigirme hacia esas luces. Atender su llamado y perderme para siempre en los confines del océano. Pero allí seguía el cuerpo que reclamaba mi presencia. Yo, que ya nada tenía que ver con él, lo seguía a regañadientes. No podía evitarlo, pero deseaba que las cadenas que nos unían se rompieran pronto.

Al amanecer llegamos a un río que abrevaba con sus aguas dulces las del mar. El grupo de gente heterogénea lavó el cuerpo en sus aguas cristalinas. Luego lo colocaron en una mesa de madera y procedieron a trocearlo. Primero separaron la cabeza del cuerpo con un corte rápido, limpio. La tiraron sobre la arena. Las gaviotas cayeron sobre ella, ávidas de carne. El cuerpo aún fresco, de un color vivo y sin olores fuertes, era tratado con una respetuosa dulzura por el grupo de gente heterogénea. Primero trabajaron sobre el vientre. Cortes precisos realizados con suaves movimientos metafísicos originaron piezas perfectas. Luego, esos rectángulos de carne fresca y sonrosada fueron cortados en finas láminas de dos milímetros o en gruesas piezas de dos dedos de grosor. Los huesos, con jirones de carne, cartílagos y grasa, se echaron en un barril lleno de agua hirviendo que colgaba sobre una gran fogata. Allí los cocinaron durante horas. Luego los sacaron, esperaron a que se enfriaran, los secaron y los limpiaron y finalmente se los dieron a los niños para que jugaran con ellos como quisieran, niños que yo no había visto antes y que salieron de la húmeda y tupida selva que se inclinaba sobre la playa y que me recordaron al niño aterrorizado que huyó de su amiga herida. Sentí la imperiosa necesidad de encontrarlo. Ahora que no había cuerpo que me amarrase con lazos ambiguos pero poderosos, podía ir a donde quisiera. Así que eché una última y enternecida mirada al grupo de gente heterogénea que, sentados alrededor de la fogata, se alimentaban de mi carne, y a los niños que enfrascados en una batalla campal proferían salvajes aullidos y se golpeaban duramente con mis huesos calcinados, y me alejé en busca del niño asustado.

Vagué quedamente entre palmeras y cangrejos enfurecidos que intentaban sin éxito atrapar mi alma con sus grandes pinzas. Pasé frente al muelle derruido y vi la sangre coagulada sobre la arena. Miré fascinado el bello contraste del rojo sobre el dorado y sentí el agudo pinchazo de la nostalgia. Por breves segundos tuve la necesidad del contacto físico, de regresar a la vida de carne y hueso. Apenas fue un parpadeo melancólico porque de inmediato volví a recordar al niño asustado y mi propósito de encontrarlo. Así que seguí vagando lánguidamente, sin rumbo predeterminado, convencido de que era la única forma, la correcta en todo caso, de encontrarlo.

Seguía deambulando cuando una tormenta se acercó desde el horizonte. Aún lejanos, los truenos retumbaron. El viento se enviolentó en erráticas ráfagas y la piel del mar se erizó, formando penachos de espuma blanca que golpeaban en la orilla como si quisieran tragársela. Pesadas y negras nubes se posicionaron sobre mí y se vinieron abajo en una apretada cortina de goterones oscuros, tan espesa que el paisaje se disolvió a mi alrededor. Entonces lo vi. Al principio sólo era una mancha informe que bailaba bajo la lluvia. Cuando me acerqué y me puse a su lado seguía siendo una masa informe que bailaba bajo la lluvia, impulsado por el rugido del mar y el retumbar del cielo. No había duda de que se trataba del niño asustado, pero convertido en una suerte de cualidad de la naturaleza enardecida, un ente salvaje que se retorcía al ritmo de la tempestad. Eres mi sueño, dijo el niño asustado o aquella mancha cambiante que alguna vez fue el niño asustado. Y yo soy el sueño de otro, continuó. Escuché la sirena de un barco y luego la tormenta cesó. En su lugar una densa niebla nos rodeaba. Aunque apenas podía verlo, el niño asustado volvía a ser el niño asustado: la cara pálida, los ojos muy abiertos al terror del mundo, la boca entreabierta y muda. Hilillos de orina descendían por el interior de sus muslos. El silencio era absoluto, doloroso. El niño asustado volvió a huir, volvió a perderse entre las palmeras. Yo miré hacia la niebla que era el mar. Oí el golpe de unos remos contra el agua que estaba como muerta. Se materializó una barcaza en la orilla. Una mano se me ofreció y yo la tomé. El fondo de la barcaza estaba cubierto por un manto negro del que brotaban unas matas de alargadas y finas hojas coronadas por pequeñas flores amarillas y rojas. Cuando la niebla se disipó, y lo hizo con la misma abrupta rapidez con la que se materializó, pude ver en la popa a un dulce viejo de sonrisa hierática que remaba sin dejar de mirarme. ¿O miraba la orilla que se alejaba? A lo lejos, mar adentro, imposible determinar con exactitud la distancia, las luces de un barco nos aguardaban. Bogamos durante largo tiempo, bogamos lo que pudo ser una eternidad, al ritmo del encuentro lúbrico de los remos con el agua del mar. Sin embargo, el tiempo parecía haberse detenido, y nosotros con él, en un suspiro interminable… Hasta que la barcaza golpeó el casco metálico del barco. Una escalerilla se desenrolló sobre nosotros y cayó sobre la barcaza, al lado del dulce y mudo viejo. Nadie me dijo qué hacer. Ascendí por la escalerilla y me planté sobre la cubierta desierta. Las máquinas se pusieron en marcha, las hélices giraron silenciosamente bajo las aguas, el barco crujió como la barquilla de un helado, se partió por la mitad y se fue a pique y con él se hundieron mis sueños de navegar eternamente por los mares de este mundo.

Sobre el autor

*Foto: Geczain Tovar

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