literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Luis Barrera Linares

Secuestro

Ya intuía Ramón Salomón Garzón que aquello era un secuestro singular. Lamentaba horrores carecer del tren delantero de su boca para poder decir que iría armado hasta los dientes al encuentro de los captores del hijo de su socio. Los últimos resquicios de su blanquísima hilera masticatoria habían acabado de desplomarse el día que entre botellas, sillas y rumores de humo había tenido que enfrentar a los enemigos de un cliente. Soy Garzón de apellido y Ramón Salomón de nombre, habría dicho, represento a mi cliente y vengo a cobrar las injurias que ustedes cometieron contra él, su persona y su personalidad. No había terminado la última palabra cuando sintió que un puño de hierro colado se le ubicaba en medio del labio superior y que la cadena de huesecillos blancos que habitaban sus encías se desmoronaba ante el impacto. El tipo que lo había golpeado, se sobó el puño y entonces fue cuando le preguntó: ¿A quién nos decía que representa, detectivito de mala racha? Salomón calló y dejó también que sus preciosos dientes cayeran al unísono como cascada de leche fresca. Pero prometió para sus adentros que la venganza sería dulce en cuanto pudiera descubrir el ardiloso ardid de aquella turba de vándalos sin recato ni pudor ante la presencia de los extraños. Ahora, se disponia a salir al encuentro de una nueva y audaz aventura. Entonces sospechó que por primera vez necesitaría un buen par de muelas para meterle el diente a los tipejos que habían secuestrado al hijo de su mejor amigo.

Bruca Maniguá, su socio, le había telefoneado muy temprano para informarle que era preciso poner en movimiento todo el personal de la «oficina de servicios detectivescos especiales», ya que unos señores de malas costumbres le habían participado la noche anterior que tenían secuestrado a su hijo, a la secretaria de la oficina y al mensajero motorizado que diariamente se quebraba las espaldas recorriendo la ciudad de polo norte a polo sur, a objeto de mantenerse en forma obligada cumpliendo con sus deberes. A decir verdad, a Ramón le sonaba muy extraño lo de la secretaría puesto que, siendo socio de la empresa, nunca se enteró de que tuvieran una. Le daba un cierto dolor de riñones tener que pagar ahora una recompensa por lo que estaba seguro que no era más que un chance de esos que Bruca Maniguá encontraba cada vez que juraba amor eterno a su esposa y le agregaba que con esa vaina del sida él no sería capaz de fornicar extraconyugalmente ni siquiera con una mosca. De todas maneras, el viejo lobo Garzón sabía que la joven zorra esposa de Bruca no le creía ni un centímetro de sus palabras desmedidas y que si esta vez no había gato por liebre, al menos estaban tratando de venderle una pepita que no era precisamente de oro. Pasó de nuevo la mano derecha por su boca fofa, hizo un gesto típico de detective privado de película italiana, tomó el paraguas que nunca usaba para parar el agua sino para lucir europeo, y se dispuso a salir a luchar por la justicia, cual supermán tropical subdesarrollado.

Bruca Maniguá le había dicho que si no encontraba a su hijo, a su amante y a su motorizado, en menos de lo que cantaba un gallo, entonces tomaría las medidas necesarias para que fuera al otro día a despedirse de la «oficina», recogiera sus pertenencias y se fuera al mismísimo a fungir de detective en otras tierras, lo que no había podido fingir en éstas. Bruca, también conosureño, de San Miguel, —Tucumán, para mayores señas—, sabía que la debilidad de los porteños era precisamente que como vivían en un chantaje permanente, sentían pavor cuando se les amenazaba con sacar al aire sus trapos sucios (y también los limpios, si los tuvieran). Y Salomón era obviamente eso, porteño, pero de verdad del puerto: presuntamente, era esta una de las pocas verdades que hubiera dicho alguna vez en su vida, aunque jamás se atrevió a agregar que realmente su original destreza provenía de un puerto del Uruguay, donde de niño había aprendido el arte de la demagogia y la fanfarronería. Su apellido, incluso, lo había adoptado gracias a la afición de uno de sus abuelos por los vinos y las putas francesas. Más tarde, ya adolescente, decidió que sabía demasiado para seguir en una ciudadela como Montevideo y optó por respirar los buenos aires de un puerto mayor, hasta adquirir la nacionalidad de Evita Perón. «Quiero ser Evito, el masculino de Evita, y evitaré que alguna vez se sepa que desde el llano adentro vengo». Fue lo que pensó y grabó en su memoria una vez que tomó la decisión de llegar a ser capaz de engañar a quienes se creían la tapa del frasco del continente latinoamericano. Pero lo acogotó la pudibundez de una ciudad como aquella y entonces descubrió que todos los caminos conducían a Caracas. De ésta se rumoreaban mil leyendas: fundada por idiotas, habitada por idiotas, y gobernada por idiotas, parecía el pasto propicio para sus ansias de vaca sagrada. Estaba seguro de que muchas cosas cambiarían allí con la presencia de un auténtico conosureño como él. Su genio y su labia resonarían y harían crecer aquella poblada de eunucos que, como buenos herederos de tribus atrasadas, no habían sido capaces de desarrollarse en el campo de la investigación privada. Suponía que nadie allí sabría que se necesitaba haber ejercido mil profesiones antes de convertirse en detective. Cuando a la salida de la aduana le preguntaron por su profesión, se llenó la boca con aire de orgullo para decir: «Soy lo que aquí necesiten, desde un vulgar plomero hasta un mofletudo magistrado de la corte, escriba usted la profesión que más le agrade, aunque debe bastarle con mi palabra puesto que, como se sabe en todas partes, las dictaduras acabaron con todos los diplomas y certificados de nuestra raza. Sepa que me gradué con honores pagando buenos honorarios a mis honorables maestros. ¿Viste?».

Y el hombrecito escribió en la planilla de inmigración lo que se le decía. No podía creer que hubiera falsedad alguna en aquella cadena segura y certera de palabras bien pronunciadas y puestas todas en su santo lugar. Más adelante, las puertas electrónicas se abrieron a toda velocidad para dar paso a la gloria inmarcesible que nos llegaba desde las alturas de la Suiza de América. «Buenos dias, buenos aires, señor, soy de allá pero no voseo. Soy una maravilla en lo que usted desee, señor. Tengo un amplio currículo y una inmensa canícula para cualquier oficio, ocupación o profesión. Haré lo que usted mande, señor. Quiero decirle también, señor Bruca, que lo que mejor practico es la investigación privada, que he sido por más de treinta años investigador de la vida privada de mucha gente, soy sabueso y sabroso (Experto en archivo, balística y criminología). Aquí vengo a rendirme a sus pies, señor, Bruca, sí, me ha dicho su merced que se llama Bruca Maniguá, pero supongo que eso debe ser un nombre artístico o algo parecido, ¿no, señor? (Abundoso en criptografía e implacable en dactiloscopia). Si no lo es, disculpe usted, jefe, claro, ya puedo llamarlo jefe, a partir de este momento es usted mi jefe y asumo mi conducta de subordinado (Ducho en derecho penal y maestro grafotécnico). Porteño, si, supongo que es porteño y debe saber que la gente que más admiro en mi país es la porteña. Son seguros, decididos, arriesgados (Nadie me supera en medicina legal y peritaje) No se parecen a los tucumaneses que por el contrario son temerosos, embusteros y aduladores, (implacable en defensa personal). No, no, no se preocupe, estoy bien aquí, de pie, ya sabe usted que como bien dijera Don Jacinto Benavente los árboles son poemas que mueren de pie quebrado, parados. (¿No fue él), es decir, señor, quiero demostrarle que soy desde este momento su más ferviente servidor y que precisamente he venido a este pais a trabajar con hombres como usted, (¡ni qué decir de mis profundos conocimientos en psicología criminal!). Si me necesita, señor, llámeme, no le importe la hora, llámeme y úseme (no encontrará a nadie mejor en retratos hablados), utilice mis servicios, pues, le aseguro que no se arrepentirá…

Y Bruca, conocedor absoluto de la verborrea de su propia raza, no se detuvo a pedir aclaratorias sobre lo de los habitantes de Tucumán; había decidido nombrar a Ramón Salomón ayudante de órdenes, que era un cargo creado en su empresa para que no fuera igual que las demás. Ayudante de órdenes quería decir entonces cumplidor de mandatos o ejecutor de exhortaciones. Ramón Salomón sintió que lo estaban nombrando y que eso era lo más importante. De lo demás se encargaría él con su astucia y con sus dotes de buen saltarin. Lo primero que haría sería tratar de desplazar al otro entrometido que hacía de socio de la oficina. Luego vendría el paso final: adueñarse de lo que aún no era suyo pero que podía llegar a serlo. Tres meses transcurrieron y un socio de la compañía era echado por malversación de fondos malhabidos. Garzón se sentó entonces en el sillón de su antecesor e intuyó que era la oportunidad para fumar su primer habano. «Lo demás viene por añadidura», se dijo, antes de acercar el cenicero y colocar sus zapatos de charol sobre el escritorio.

Dos años después, era el segundo accionista de la oficina y decidía a su antojo. Se había aprovechado de las debilidades «culométricas» (su palabra iba adelante) de Bruca Maniguá y de las imbecilidades de uno de los motorizados, a quien había ordenado hacerse llamar «motorista» y no motorizado, so pena de ser despedido a la mayor brevedad posible. Nunca había sabido nada de la investigación privada en realidad aún no lo sabia, pero al menos ahora era imperturbable al aparentar que sí conocía de eso, y mucho más de lo que cualquiera pudiera imaginar. No obstante, su momento parecía haber llegado esa madrugada cuando levantó el auricular y supo por la voz electrónica de su contestadora que el hijo de Bruca había sido sometido al más vil y vilipendiado de los secuestros. Llamó inmediatamente, pero nadie respondió, hasta que más tarde recibió la noticia definitiva por labios del propio padre que ya lucía desesperadamente abrumado. Desde el primer día. jamás había tenido un caso real en sus manos. Siempre le había tocado trabajar con esposas neuróticas de esas que mandan a perseguir a sus maridos cuando sospechan que andan en oscuras andanzas. Siempre supo Ramon salir airoso al confesarle a las señoras que si era verdad lo de las sospechas y que ya podían ir preparando los papeles del divorcio a objeto de convertir en realidad las amenazas. Nunca supuso Salomón que su prueba de fuego seria precisamente la recuperación del hijo de su mas cercano competidor en la oficina. Pensó entonces diseñar una estrategia por si acaso no podía resolver el caso de la casa y salió disparado hacia la oficina a interrogar a su socio. Llegó con las cejas fruncidas como buen detective, se sentó, pidió al mensajero, segundo motorista de a bordo, un café sin azúcar, y sacó su pipa barilochense, antes de sentarse a consolar a Bruca Maniguá que no temía tanto por el secuestro del niño, sino porque se llegara a descubrir que la secretaria secuestrada ni era secretaria ni estaba secuestrada. Era justamente ella quien había planeado todo, lo había amenazado con llevarse al niño y no devolverlo hasta que Bruca no resolviera facilitarle su vida con un apartamento en el este de la ciudad. Fue entonces la noche anterior cuando decidió poner en práctica su amenaza. Salieron de paseo y a Bruca se le ocurrió que si llevaba al niño, tendría la excusa perfecta con su inocente esposa legal. Los dos años del pequeño eran la mejor prueba de que aún no tenía la suficiente malicia como para darse cuenta de que su papá andaba en malas intenciones con aquella morena king size.

«Si los encuentras, si recuperas al chico, todo será tuyo, lo prometo». Vio Salomón llegada su hora decisiva para dar el golpe final y llamó al motorista para iniciar el plan de rescate: «hay que elaborar la minuta de la hora de las diminutas». Ordenó preparar su pistola de rayos católicos y otra vez llamó la atención de Bruca para abatirlo con su metralleta interrogativa: ¿Cuándo fue la última vez que la vio, señor?, ¿no le notó movimientos o gestos raros?, ¿sabe dónde vive?, ¿qué hace?, ¿puede describirla?, ¿algo más que agregar, señor? ¡Hable ahora o calle para siempre, señor!…

Cuando el segundo motorista le entregaba la pistola cargada de oraciones, Salomón le dijo que esta vez debería ser su asistente de investigación y que era preciso que buscaran al occiso, puesto que ya sospechaba que la secretaria parlamentaria había decidido degollar al pequeño cómplice de las aventuras pasionales de su jefe. De todos modos, salieron a enfrentarse con el lugar donde la noche anterior la muchacha había llevado al niño hasta el baño, para desaparecer con él inexplicablemente. Adormilado y neurasténico, el dueño del local informó por una ventanilla que no solia atender vendedores ni cobradores tan temprano. Entonces Ramón le aplastó la placa sobre la nariz para demostrarle que se trataba de investigar un secuestro y que si no colaboraba se podía creer que era cómplice del mismo. El hombre se rasgó las lagañas que sobrevivian en sus párpados y comenzó a desactivar cada una de las alarmas y a abrir candados hasta que dejó las puertas explayadas. Entraron y Salomón se acercó a una mesa, bajó una de las sillas que descansaban volteadas sobre la misma y aplastó su trasero en ella al tiempo que hacía señas a su ayudante para que le vigilara la retaguardia. Miró otra vez al dueño y engoló la voz para recordarle que podía permanecer en silencio, que cualquier cosa que dijera podría ser usada en su contra, que tenía derecho a una llamada telefónica y a solicitar los servicios de un abogado. Inmediatamente se dio cuenta de que eso pertenecía a otro capítulo del libro televisivo en el que había aprendido la profesión. Inmediatamente, torció el rumbo de su voz pausada para mostrarle una fotografía al hombre, que continuaba cayéndose del sueño. ¿La conoce? ¿Bonita, verdad? Pues no es ella, no es la que ando buscando, es mi exmujer, se quedó en Buenos Aires, prefirió quedarse explorando la mina. Si tiene algo que agregar, si no está de acuerdo con este procedimiento, manifiéstelo por escrito ante el juzgado quinto de la circuncisión penal.

Salieron con la certeza de que en el lugar había felino enjaulado (la expresión «gato encerrado» le parecía demasiado tropical). Mientras estuvieron allí, se había escuchado un extraño rumor infantil que los hacía pensar que el niño se encontraba en alguna parte del local. Además el concierto de bostezos de una mujer que despertaba sin conocer la presencia de ellos, los puso sobreaviso. Ramón garabateó unas cuantas nota: en su agenda mientras afincaba el lápiz en la espalda de su ayudante y lo conminaba a que aprendiera, puesto que no le iba a durar todo la vida. Hay que permanecer callado, motorista cayetano mientras planificas el paso siguiente no habrán de entrar moscas por las hendijas de tu bemba, si así lo hicieres, que dios y la patria os lo demanden. Deberemos entrar ahora pero sorpresivamente, busquemos el mejor punto y aparte, la parte trasera, eso es, la parte trasera y ¡tras!, iremos adentro, nos deslizaremos como serpientes en saco de clavos, cubriremos cada rincón del local hasta focalizar (oye bien, fo—ca—li—zar) el lugar exacto donde se encuentra el querubín de tu ex—jefe, ¡Muy bien!, ahora ve tú adelante que yo te cubro, motorista, esta será tu lección magistral, yo alistaré la pistola de rayos católicos y al menor ruido, ¡cataplum!, padre nuestro que estás en los cielos, ave maría por encima, con dios me acuesto con dios me levanto, si la virgen fuera andina y san josé de los llanos, tra—tra—tra, tracatá. plum, sam—bom—bas dispara, dispara tus rezos hasta que el tipo o la tipa caigan perforados por las palabras implacables del misal, perdón del misil, vamos motorista, no te alimanes, quiero decir, no te amilanes, no tiembles que yo casi defeco, pero valor, valor que valor con balas se paga, busca en esa habitación, asómate en aquella rendija, no hagas caso a los ladridos que en tiempos de tanto ladre, nadie atribuye eso a los perros, ¡agáchate, que alguien viene!, sssssss, estornuda para adentro, ¡idiota!, desvía hacia atrás la dirección de tus vientos esfínteres, sssssss, detén la musiquita fastidiosa de tu motor de sangre, sssssss, okey, ya passssó, era el tipejo que nos atendió, va en dirección hacia el patio, allá, atrás, ahí debe estar la vagabunda de la secre con el metiche del zagaletón de tu ex, sigámoslo, él mismo nos va a llevar hasta la boca del lobo estepario, camina con sigilo, motorista, ahorra miedo para más tarde, lo vamos a necesitar, un paso adelante, dos, aquí vamos, tres, el hombre ha salido, una voz se escucha lejana, cuatro, es de mujer, otra más, es de hombre, pero de otro distinto al que vamos siguiendo, cinco, a menos que sea ventrílocuo y proyecte sus palabras contra la cáscara del árbol que tiene en frente, seis, llegó al lugar y no me lo creas, motorista, no me lo creas pero desde aquí, colocado felinamente detrás de esta pared veo lo que no creo, siete, una rama, el balurdo palurdo ha levantado una rama con su mano derecha y en medio del árbol una puertecilla se abre para dejarlo deslizarse, ocho, como si fuera la boca de monedas de una rocola, va cantando y apenas si le escucho, percibo la melodía pero no la letra, nueve, sospecho que entona un merengue dominicano, eso me hace pensar que se trata de una mafia internacional de traficantes de niños y secretarias, ¡vamos, amigo! desempolva tus fétidas posesiones intestinales y déjalas aquí para que no te vayas a desahogar cuando menos lo pienses, diez. Sígueme, follow me, esta es la rama, este es el árbol, estamos en sobretiempo, no sé cómo ocurrió, pero por aquí fumea, si yo levanto la rama así, esto debería abrirse, pero no, debe ser que desconozco la combinación, ¡coño! lo suponía, esa fue la lección en que me reprobaron, apertura de cerraduras secretas, inténtalo tú, amigo, búscale la vuelta al moño, escucho voces, alguien viene, una sirena, dos sirenas, ¿qué vaina es, motorista? ¡No me agarres por ahí!, ¡por el pecho no, que me da cosquilla!, otra sirena y otra, golpes, porrazos y cachiporrazos, tipos que salen y se cubren con la puerta de las patrullas, luces rojas incandescentes, un faro que ilumina la noche que comenzó a aproximarse mientras los dos sabuesos se las arreglaban y esperaban dentro. Motorista se siente desconcertado. Ramón no capita absolutamente nada de lo que ocurre. Cree que de pronto ha caído en una película de Kojak sin proponérselo. Las luces lo encandilan aunque trata de protegerse con el árbol, al tiempo que una voz le llega desde las afueras del local, ¡salgan, rindase que están rodeados, tienen cinco minutos y llevo tres, tres y medio, tres y tres cuartos, con las manos en la cabeza, sin armas en el pecho, salga usted primero señor Salomón, ya lo tenemos identificado, no le haga daño al niño o lo atrapará una condena afectada por una estimable inflación del año dosmil, deje a la chica en paz y dígale a su compinche que deje de moverse tanto, que cese de manejar esa motocicleta imaginaria, que él sabe a qué hemos venido… ! Salomón se levantó encandilado, puso las manos sobre su testa. Juró no entender nada pero prefirió obedecer. Su táctica de intrépido caza secuestradores le había fallado y estaba casi seguro de que se trataba de un malentendido, de modo que ordenó al motorista copiar sus movimientos como si estuvieran en una gala gimnástica.

Pasito a pasito comenzaron a caminar hacia la puerta de donde venía la voz: un, un, un, un dos tres, saldrían para que la voz que los llamaba se diera cuenta de que habían cometido una equivocación, les diría que con esas cosas así no se jugaba, que él formaba parte de una poderosa compañía de investigaciones y que andaba en busca del niño dorado de su ex—socio, a quien una mujer de malas costumbres había secuestrado irresponsablemente, sin asumir, señor agente, la obligación que concierne a toda secretaria fiel a sus principios e infiel a su marido. Cuando Salomón Garzón abrió la puertecilla de patio por donde se le indicaba que saliera, vio con extrañeza que al lado de la voz del parlante estaba la figura risueña de Bruca Maniguá. Sonrió también con cierta duda. La mirada que Bruca le echó al motorista, le indicó que le habían preparado una traición y él había mordido el anzuelo cual idiota e inexperto pez gordo. Sintió un ruido de «salid sin duelo lágrimas corriendo», volteó y observó que detrás de ellos venía una mujer sollozante acompañada del primer motorista de a bordo. Era la que había hecho el papel de secretaria, y lo señalaba con un dejo de desprecio para indicar que él había sido su secuetrador. Mientras, el niño de Bruca dormía a pierna tendida en su casa, sin saber que había protagonizado la última aventura del socio de su padre. Garzón meditó por unos segundos y continuaba preguntándose cómo habrían logrado el efecto maravilloso del árbol que se abría accionando una rama. Cuando le colocaban las esposas para ingresarlo en la patrulla, masculló el último mandamiento de los que fracasaban en su oficio: «El pendejo al cielo no va, lo joden aquí y lo joden allá»… Sí, sí, cómo no señor carcelero, soy del Puerto de Palos, colega del descubridor, conozco bastante de lenguas extranjeras y puedo ayudar enseñando griego clásico a los demás compañeros, también hablo sánscrito y latín eclesiástico, conozco teoría, estudié solfeo y acabo de terminar mi curso de…

 

Resumen Curricular

No soy de las que se repiten ni se arrepienten. Acabo de hacer tres disparos, aunque acerté uno solo. Y antes de avanzar, me revuelco en la historia de los hombres con quienes me he juntado durante muchos años. Una sola bala habría sido suficiente. Soy profesora. No tengo descendientes ni deseé tenerlos. Para evitar la lidia de mi vientre hinchado, y ante la inminencia de un aborto adolescente, tomé hace muchos años la previsión de pedirle a un cirujano obstetra que extrajera de mis entrañas cuanto tuviera que ver con mi aparato reproductor. De manera que voluntariamente me hice estéril y desde esa fecha no he hecho más que potenciar mis periplos sucesivos por la geografía masculina.

A muy pocos les importará por qué le disparé. Seguramente alguien me lo agradecerá.

Mi nombre es Angelina Alcibíades; debido a la forma convexa de mi nariz, me dicen la Turca. Últimamente me he vuelto tan delgada como un filo de cuchillo. Lo que implica que antes de reencontrar a Wilmarzo ya venía en declive. Mis posesiones se reducen al pequeño apartamento tipo estudio donde he pasado algunas noches con los hombres que me dio la gana y al pequeño vehículo europeo en el que me desplazo para cumplir con mi trabajo de profesora universitaria.

No me considero ni puta desbocada ni depravada impenitente ni librepensadora. He sido más bien gozona; he disfrutado el sexo de cualquier naturaleza, por donde bien me complaciera. Eso no lo escondí jamás. Desde mi adolescencia he sido principalmente homoadicta, pero de los treinta y cinco para acá también experimenté con chicas más jóvenes que yo. Tampoco crean que he devenido en lesbiana. Ha sido sencillamente un asunto de resolver urgencias ante la escasez de machos. Sobre todo, en esta época en que los géneros se han confundido y las caricias se han vuelto indefinidas. Tampoco podría decir que me haya disgustado como para jurar que no volvería a hacerlo. Nunca supe ni me importó quién decidió sobre la conducta heterosexual. Ya he dicho que soy docente de una universidad. Precisamente allí los asuntos del sexo se han liberado totalmente. Cuando hacemos nuestras celebraciones, ya al final del sarao, todos quedamos en cueros y tienes que conformarte con la pareja que te corresponda en suerte. Justo así comenzó mi acercamiento al sexo femenino. Un día de Navidad, entre tragos y chistes, hube de quedarme con Raquel, la más joven de las profesoras de nuevo ingreso. Aunque inicialmente sorprendida, ella sí descubrió ese día su gusto por las féminas, territorio en el que decidió quedarse, despidiendo meses después a su novio del momento.

Un culpable muerto, como ese que ahora destila sangre por los orificios nasales, es menos dañino que alguien que ande por allí asesinando a otros.

Tengo un doctorado en Políticas Públicas que obtuve en la Universidad de Tubinga, en Alemania. He publicado cinco libros sobre temas latinoamericanos y soy perenne clienta de congresos y reuniones académicas, sobre todo si se realizan fuera del país. Eso significa que tomo un avión por lo menos dos veces al año. Mis viajes de placer académico los financia la universidad y yo, en compensación, debo dictar dos horas de clase cada semana. Esto ya debería añadirlo en pasado. Y ahora, cuando queda poco, puedo asegurar que probé conferencistas y ponentes de diversas nacionalidades, razas y pareceres ideológicos.

Nací dentro de una familia venezolana de clase media. Mi padre fue empleado petrolero y mi madre jamás desempeñó oficio alguno. Claro, más allá de la cotidianidad oficiosa del hogar y de cuidar a los siete hijos que hubo de concebir, yo la primera de todas y la segunda que se liberó de las ataduras con que papá intentó criarnos. Mi hermana menor inauguró la modalidad de marcharnos de casa; lo hizo a los trece. Prematuramente, es verdad, pero lo hizo. Yo la secundé y unos años después lo hicieron tres de los varones, quienes decidieron emprender juntos la ruta del exilio hacia Europa. Nada hemos sabido de ellos. Bajo el techo familiar solo sobreviven los dos gemelos nacidos por accidente. Llegaron catorce años después de que mamá diera a luz a quien hasta ese momento era el menor. Los gemelos son chicos aún, si no en tamaño, por lo menos en la dependencia viciosa que desarrollaron bajo la rígida ala protectora de nuestro padre.

Yo me hice a la calle cuando cumplía los dieciocho y apenas ingresaba a la universidad a hacer mi licenciatura en Sociología. Ya para esa fecha había estado por lo menos con mis primeros doce hombres, todos compañeros de liceo. Con mis hermanos menores, la experiencia iniciática no pasó de muy superficiales caricias adolescentes.

Supongo que perdí el candor de la adolescencia, es decir la virginidad, con el primero que estuve, a los catorce. Y digo supongo porque nunca sentí dolor alguno ni tampoco esa clase de sangramientos descritos en las revistas o por la mayoría de las amigas que compartieron conmigo ese lapso. A lo mejor nunca fui virgen y nací despojada del himen. Lo que se dice genéticamente sin virgo, estuprada innata, desflorada congénita debo haber sido.

Tampoco podría decir que la primera vez fue para mí traumática, incómoda o difícil. Sencillamente salíamos del liceo. Ariel, uno de mis compañeros, chasqueó varias veces como si tamborileara, trac, trac, trac, y luego siseó insistentemente hasta capturar mi atención. Me animó para que fuéramos a una heladería vecina antes de dirigirnos a nuestras respectivas casas. Fuimos. El dependiente se lució ante nuestra sonrisa y lo observamos complacido mientras incrustaba dos inmensas esferas en cada cono. Él, mantecado, yo, fresa. Los helados sabían a cielo ante el sopor de aquella tarde marabina. No lo he dicho pero, como todos mis hermanos, nací en la ciudad de Maracaibo.

Debe haber sido la primera vez que una pareja adolescente se embriaga con helados, sin haber consumido ni una gota de alcohol, pero ambos nos sentimos estimulados. Ariel me incitaba a chuparle las bolas amarillentas de su mantecado y yo le correspondía frotando mi fresa helada contra sus labios enrojecidos por la temperatura de mi barquilla. No habían pasado más de tres succiones de mi parte cuando sentí que Ariel deslizaba su mano por debajo de la mesa y sus dedos trastabillaban en busca de otras zonas más cálidas. No solo había yo dirigido su mano para que tocara exactamente en la rajadura donde suponía que él deseaba hacerlo, sino que además me había permitido asir con firmeza su dedo medio para ayudarlo a frotar suavemente mi clítoris.

De allí a que las hormonas hirvieran hubo muy poco tiempo. A los quince minutos, detrás de unos ramajes, sobre la grama reseca de un parque cercano, recuerdo mi cuerpo debajo de la flacura de Ariel, en un movimiento de vaivén de caderas que él me enseñaba. Nunca imaginé que esa historia de caricias tempranas se prolongaría hasta hoy.

Esa tarde, luego de los regaños y mientras cumplía disciplinadamente con la reprimenda que me había asignado papá por llegar tan tarde del liceo, me afirmé en la promesa de continuar haciendo el amor con Ariel durante el resto de mi vida. Me sentía seducida por su hábito de producir chasquidos con la lengua. Promesa tonta de adolescente. Ocurrió dos años antes de que dejáramos la secundaria. Ariel sería enviado a hacer estudios en la Escuela Militar. Su papá era coronel del Ejército.

Yo seguiría en el propósito que me habían encomendado mis padres: aprobar el quinto año para luego aspirar a la universidad. Ya era un hecho que me interesaba la Sociología. Hube de pasar dos años sin Ariel, mas no sin sexo. Fueron los días en que me hice adicta. Lo practiqué con más de la mitad de mis compañeros de curso, tal y como lo había aprendido de mi primer amante.

Hasta que caí en las manos fabulosas de Wilmarzo.

Nada dice ese nombre sobre las habilidades que tenía. Debería haberse llamado Erótico. Porque con él llegaron las variaciones. Me adiestró en modalidades inéditas incluso para mi imaginación. Hacerlo por detrás era lo menos novedoso que hube de descubrir. Wilmarzo era de verdad un maestro de ceremonias porno. Desde el primer encuentro me había propuesto la afrenta de que no nos amáramos dos veces del mismo modo. En ese tiempo nació mi premisa de no repetirme ni arrepentirme. Cada vez había que incorporar algo al ritual, algo que lo hiciera diferente a todos los anteriores. Así nos dedicamos a diseñar un imaginativo repertorio de posturas y modalidades.

Como en la mía ni pensarlo, su casa era el lugar más común de encuentro. La madre, divorciada, trabajaba todo el día en las oficinas donde los suscriptores pagaban el consumo de agua potable. Jamás la señora salía temprano de aquella rutina a que la había forzado el padre de él, escapándose con la joven esposa del jefe civil de la parroquia. Ella había heredado del matrimonio una inmensa cama tamaño king que yo jamás había visto antes en mi vida. Nos escapábamos a media tarde del sopor que generalmente depara el último año del bachillerato; nuestros amoríos duraban por lo menos hasta las cinco o seis de la tarde, lapso fijo en que yo debía regresar a casa. Siempre antes de que papá volviera de sus actividades como gerente de mercadeo en la empresa petroquímica. Convertimos la inmensa cama subutilizada por aquella señora en nuestro cuadrilátero particular. Aquel chico me hizo experta en artes amatorias. Cuando llegábamos a su casa, hacía un gesto ceremonial comiquísimo: cruzaba su brazo derecho sobre la barriga, en gesto de caballero inglés, doblaba su tronco hacia adelante fingiendo una reverencia, abría una hoja de la puerta y me decía:

―Adelante, damisela, la cama será sutra.

Pero bien sabíamos que no podría durar aquella aventura más allá de la graduación. Buscando prolongar tal disfrute mutuo, Wilmarzo decidió poner freno a los estudios y contrariar a su madre para dedicarse a la regencia de una estación proveedora de gasolina. Yo no pude seguirlo. Hube de aceptar el cupo que, mediante sus influencias, mi padre había logrado para mí en la universidad.

Lejos de Wilmarzo, casi olvidados ya Ariel y uno que otro compañero ocasional, el campus de la Universidad del Zulia se me hizo pequeño ante las tropas de chicos en edad de merecer. Con la timidez propia de la recién llegada, miraba aquellos pasillos repletos de cuerpos hermosos. Estaba hambrienta. Desde la planta más alta del edificio de la Escuela de Sociología, llegué a imaginar el lugar como un inmenso bosque de penes endurecidos que desfilaban para que yo escogiera.

Sin embargo, mi primera incursión me pareció insulsa. Caí en la cama de un profesor de Administración. Nomás escuchar mi voz mientras requería un café, imaginó mi raigambre de hembra natural y dispuesta. Eso me confesó después del primer coito. No lucía mal. Sin embargo, su figura no se correspondía con lo otro. Varias veces cayó en trance de eyaculación precoz, lo que naturalmente frustraba mis apetencias. Tenía muy poco tacto (y digo bien, poco tacto) para los momentos pre y pos. Siempre se mostraba angustiado por el temor de que alguien reportara sus andanzas ante la santa sede conyugal. Lo mandé donde debes enviar a alguien que no se ajusta a tu talla. Fue el mismo día que apareció Gustavo Heráclito Flobert, miembro del cuerpo de vigilancia de la Universidad.

Flobert no era muy culto para las conversaciones precoitales, pero su miembro tenía el tamaño, la fortaleza y la exquisita ordinariez de un asno.

Muy a pesar de mis deseos por retener a Gustavo con mis plenas facultades amatorias, el tiempo siguió transcurriendo. Sin darme cuenta, pasé a ser lo que la directora de la Escuela denominaba «un historial de concupiscencia a punto de concluir», un «currí-culo a punto de extinguirse». Casi un expediente policial que en poco tiempo pasaría a ser «caso cerrado».

Mis hormonas comenzaron a asumir períodos de descanso. Los chicos del liceo se volvieron espuma en algún punto de mi ya vieja juventud. El recuerdo del profesor de Administración resultó tan volátil como lo fueron sus orgasmos. Flobert se mantuvo atado a mi rutina luego de que regresé de Alemania. No obstante, su juventud lo condujo hacia parcelas femeninas menos gastadas por el uso y el abuso. En cuanto a Ariel, mi inolvidable primer maestro, creí que se había convertido ya en un hermoso pero muy lejano capítulo de mi hoja de vida. Solo que con él ha reaparecido hace poco Wilmarzo. Peliblanco, repleto de melancolía, muy flaco, aunque todavía con la actitud sardónica de aquella temporada king size en casa de su madre.

Pero Wilmarzo ha regresado para no volver.

No ha sido mi culpa.

Tampoco la suya.

Un azar nos condujo al reencuentro en el centro de la ciudad. Nada más verlo, mis recuerdos volvieron a los tiempos hermosos de amantes juveniles. Algo gastada su piel; bastante disminuido en su contextura. Mirada lejana, apagada, tristona. Una vez que percibí aquellos ruiditos que producía al golpear su lengua contra el paladar, no dudé de que fuera Ariel. Siguieron unos siseos alargados. Cuando volteé, me abordó con una mirada lánguida. Al verlo más de cerca, le correspondí con una sonrisa de duda. Sin despojarse de su gesto lastimero, también me sonrió. Abalanzó su flacura sobre mí. Acepté por no saber qué hacer. Se quedó quieto un rato, echado sobre mi hombro, su osamenta presionándome firmemente. Devolví la cinta de mi memoria hasta el justo momento en que entrábamos a la heladería.

―¡Qué de tiempo, mi querido Ariel! ¿Cómo estás?

―Soy Wilmarzo ―me aclaró―, nunca más he vuelto a ver a Ariel.

―Disculpa, me confundí ―. Lo abracé yo también.

Intuí que ambos habrían conversado alguna vez sobre sus travesuras con mi cuerpo. No me importó. Me cercioré de que ahora el Wilmarzo que no era Ariel estaba llorando. Supuse que el reencuentro había despertado ese extraño deseo que después de cierta edad nos invade; nos incita a preguntarnos cómo estarán quienes compartieron con nosotros la juventud y a quienes por alguna causa no volvimos a ver. Me confesó que era precisamente Ariel quien alguna vez le había comentado sobre los chasquidos.

Aunque ya sesentona y ―como he dicho antes― en la decadencia de mis facultades, no lo pensé demasiado. Vinimos a mi casa, hablamos hasta el cansancio, nos relatamos nuestros respectivos «currículos». Yo, de profesora solterona pero feliz y envejecida en las aulas, con mis baterías sexuales casi en extinción. Él, desheredado por su madre, deambulando de prostíbulo en prostíbulo, sobreviviendo como dependiente de tiendas. Precisamente, me contó que acababa de ser echado de la última en que había logrado conseguir empleo. No me explicó el motivo. Tampoco quise indagar más. Bebimos y celebramos. Hasta que de nuevo escuché un tipo de invitación juvenil que me era familiar.

—Adelante, damisela encantadora, el tiempo es oro y la cama es sutra.

Acepté.

Guardaba el revólver como recuerdo de mis relaciones con Flobert. Lo dejó olvidado antes de marcharse y nunca pensé que yo debería utilizarlo alguna vez. Jamás había disparado ni siquiera una pistola de juguete. Por eso fallé los dos primeros disparos; el tercero lo impactó justo en el pómulo derecho.

Fue luego de hacer el amor. Me lo dijo y me enfurecí. Principalmente porque antes manifestó haber comenzado a odiarme, luego de que frustró su carrera universitaria y no le correspondí. Me aseguró además no haber pensado nunca en una venganza, pero que igual celebraba aquel reencuentro.

―Y lo celebro ―dijo― porque me ha permitido compartir contigo la enfermedad que me ha venido consumiendo desde hace tres años. A lo mejor nos encontramos de nuevo allá arriba, Turca, a lo mejor.

Jamás sabré a qué enfermedad se refería.

Busqué el arma mientras él permanecía reposando en la cama.

Y ahí está. Un montón de huesos convertido en cadáver. No imaginó que él viajaría unos minutos antes que yo. Avanzaré tras él para no arrepentirme ni repetirme.

Sobre el autor

Deja una respuesta