Por: Alma Karla Sandoval
¿Qué logra Néstor Mendoza en su libro sobre la poesía venezolana, Alfabeto de humo?, ¿señales indelebles aun con viento?, ¿o actúa con precisión de entomólogo creando un insectario? En ocasiones parece un orfebre tallando páginas hasta que la joya brille y ese fulgor nos atrape. Escribo estas líneas frotándome los ojos. La obra de este autor es también una carta amorosa, pero lúcida, a su tradición poética. Y brilla, lo sostengo, por los materiales de un discurso cuya molecularidad es la lectura profesional de un académico, pero asimismo la revisión apasionada de catorce poetas venezolanos que resignifican el devenir artístico de su país.
Esa marca, en tiempos de posverdad y ecocrítica en el horizonte de los llamados estudios culturales, puede ser la sonrisa del gato de Cheshire, pues es lo único que no desaparece entre el humo de la poética sudamericana donde algo se incendia. Tal vez la combustión proviene de la hecatombe que un ensayista siempre ofrece a los dioses del intelecto. No en balde Roberto Calasso escribió que, en el Olimpo, la ambrosía no era lo que más disfrutaban sus habitantes, sino la humareda ascendiendo hasta esas nubes, un olor de carne en llamas. Néstor Mendoza enciende hogueras junto a retratos de voces como las de Yolanda Pantin, Eugenio Montejo, Edda Armas, Fernando Paz Castillo, Rafael Cadenas y otros conformando un fresco donde la poesía, como aseguró Octavio Paz, “sin dejar de ser palabra e historia, trasciende la historia”.
Llama la atención la destreza con que estos ensayos breves dan en el blanco de la miga estética de cada uno de los autores como objeto de estudio. Mendoza se vale de referentes de diversas procedencias: canciones de Coldplay, recuerdos de su infancia, sensaciones táctiles en el encuentro con los libros, así como citas de un conocedor de literatura comparada para explicar qué es aquello imperdible en la obra de cada poeta, a quien se refiere como observando una rara avis o diseccionando una quimera. Se nota, ergo, la fuerza mítica del centauro tal como bautizó Alfonso Reyes al género ensayístico en La experiencia literaria.
Lectores iniciados en la poesía disfrutarán este libro, pero también aquellos con algunas fobias insondables, pues se les revelará una forma pocas veces pergeñada con razón y fervorosa actitud lectora de detective: la de la crítica que tanto extrañamos en Latinoamérica, ese arte que brota de la espuma del arte embravecido.