Por: Rafael Victorino Muñoz
Este libro es el número ¿doce?, ¿quince? ¿treinta? Ya suma unos cuantos volúmenes en su haber Arnaldo y cada vez se nota más esa madurez de oficio que dan los años, las páginas escritas y las canas (que ambos ya las lucimos, con orgullo y sin tintes).
Como señalé en el incierto prólogo del libro, el oficio de la escritura, la promoción de la lectura, la pasión por enseñar, nos hermanan a Arnaldo y a mí, como a otros los puede unir el hecho de ser fanáticos de un equipo de fútbol o de béisbol. Precisamente, estos temas son los ingredientes con los que el autor amalgama sus relatos, en esta novela-poema o prosema.
Una máquina de producir metáforas e imágenes sorprendentes es lo que se me revela, a cada momento, en la prosa de Arnaldo, tanto en este como en libros anteriores que también he tenido la oportunidad de revisar. Sí, hablo de su prosa, de sus novelas, no de sus versos. Y es que la prosa poética en Venezuela ha encontrado en Arnaldo algunas de sus páginas más luminosas, y en Ysabel. El silencio del agua, el autor toca unas notas que no puedo llamar menos que sublimes.
Ysabel. El silencio del agua es un largo poema a la infancia, también una declaración de amor a la pedagogía y una invitación a jugar con la escritura, como si esta fuera un amuleto para conjurar la muerte o el olvido, para anudar los recuerdos, para hablar de lo prohibido, para encontrarnos con nosotros y con los otros.
Con una capacidad de fantasear digna del mejor Rodari, el autor, el narrador, los personajes, todos escriben, en las clases dialogan de una manera socrática y juegan con las palabras como si fueran plumas o como si fueran agua, que se desliza entre los dedos o los labios, juguetona, cantarina,
Podría decir que Ysabel. El silencio del agua además de una novela sobre la infancia es a la vez una obra pedagógica; es como asistir en vivo a un taller de escritura y con esto termino de revisar lo que hice en el prólogo y paso ahora a destacar lo que encontré en una segunda lectura (dicho sea de paso, Arnaldo puede considerarse un autor especial; aquellos que han recibido no solo una lectura, sino una relectura de mi parte).
En la primera lectura quedé más prendado de la bonita relación que surge entre Ysabel y su maestro (aunque con respecto a esta relación y al porqué de su predilección no puedo adelantar ni aclarar mucho, ya que sería como contar el final de la película). Sin embargo, lo que sí estoy autorizado a decir es que en esta segunda lectura vengo a caer en cuenta que la escritura se presenta también como un personaje. El mismo Arnaldo lo menciona en una suerte de introito que hace, al considerar que pasamos por varios nacimientos:
En el tercer nacimiento empezamos a respirar el aire del saber y volvemos a gritar “¡vida, vida!”: es cuando aprendemos a escribir y entendemos que aquellas luces y aquellas sombras también están inscritas en el alma…
Dejando de lado la alusión al mito platónico de la caverna, yo coincido plenamente en la visión que se insinúa o subyace a tales palabras. Considero que la escritura, quiero decir, la escritura propiamente dicha, es tanto expresión del pensamiento o como un instrumento de exploración, es un medio a través del cual nos abrimos paso en el mundo, pues nos ayuda a organizar la información que nos llega de este, así como también nos ayuda a entender lo que pensamos.
Escribo para saber por qué escribo, dijo alguna vez Goytisolo (no me pregunten si fue José Agustín o Juan o Luis). Yo suelo repetirles a mis estudiantes que la escritura, más que un código, es una forma de pensamiento. Pensamos porque escribimos, pensamos cuando escribimos.
Ahora bien, cuentan que cuando a Yeats le preguntaron cuánto tiempo le había tomado escribir un poema (aquel sobre el ruiseñor), respondió que toda la vida. Y este toda la vida podría extenderse más allá de la propia de la persona que escribe, quiero decir, de su circunstancia personal, pues esta, como bien se sabe, la vida de cada uno está entretejida con otras, forma parte de una trama más vasta. Y en tal sentido, la escritura nos ayuda a trascender, hacia adelante y hacia atrás, y hacia fuera, hacia los demás.
Ello explicaría, tal vez, por qué Arnaldo ubica el génesis de su relato no en el momento de nacer Ysabel a la vida o a la escritura, sino un poco más allá: se remonta a sus ascendientes (abuela, madre), porque las historias de nuestros antepasados se prolongan en nosotros, sus vidas siguen latiendo en las nuestras, el eco de su voz está en nuestras palabras (y esto es algo que pienso cada día, cuando recuerdo a mi abuelo).
Yo intuyo que Arnaldo le tiene afecto a este libro, más allá de lo que normalmente nos sucede a los autores con casi todo aquello que hemos escrito. Y es que aquí está él también como personaje, con su historia y sus convicciones acerca de la importancia de la lectura y más específicamente de la poesía; está su credo literario y pedagógico.
Con todo, no es Ysabel… un libro fácil de reducir a un esquema o de resumir en un sentido tradicional, circunscribiéndolo al tema del que hemos venido hablando o a lo que le pasa a los personajes. Hay una historia, sí, de una familia, unos niños y un maestro. Pero hay muchas otras cosas más: una buena dosis de humor (recuerdo particularmente, hacia el final, el caso de las morochas clasificando a las personas en gente fo, gente sass, gente con aliento de bebé); hay un poco de imaginería popular, un poco bastante de realismo mágico, no garciamarqueano sino realismo mágico arnaldiano (recuerdo, por ejemplo, el asunto de los pollos con una pata que nadie podía atrapar).
Un hecho que me llama la atención, yéndonos por la otra arista temática, es que el enfoque pedagógico del maestro Manuel es aquel que tanto nos preconizaron en las teorías, acerca de la necesidad de conocer al estudiante, imbuirse de y en su experiencia, no solo en cuanto a lo que sabe, sino también en cuanto a lo que es. Ese sujeto que no es únicamente un nombre en la lista.
Así, la mirada en la novela no es como la del reflector cenital en el teatro, centrada en los personajes principales; también conocemos un poco de todos, de Maritza, de Alejandro y de Trapito… Y los vemos como lo que son, en su esencia, pura y verdaderamente humanos.
Yo creo que en Venezuela hay pocos libros así. Una mirada más o menos fenomenológica, no del mundo del niño, sino desde el mundo del niño; sin aniñamientos maniqueos, sin idealización, sin edulcorantes, comprendiendo su visión como lo que es, como la de otra persona, solo que un poco más bajita.
Una vez dijo Eugene D´Ors que vivir era gestar un ángel para alumbrarlo en la eternidad. Tal vez escribir sea entonces gestar un ángel para alumbrarnos el entendimiento. Y el maestro ayuda en cierto modo en este trance. Volviendo un poco a Sócrates, quien hablaba de la filosofía, más exactamente de la mayéutica como el arte de partear.
En los primeros momentos cuando el maestro Manuel y sus estudiantes se conocen, entendemos por qué alumbrar es dar a luz, parir, y luces es sinónimo de conocimiento. Recuerdo un pasaje en el que se dice que Ysabel leyó un papel que le daba el maestro “y los ojos recibieron un fulgor que luego salió con más fuerza”.
Así puede brillar la mirada cuando se ha encontrado con la luz, en un sentido literal, cuando se ha encontrado con el amor, o cuando recibe de súbito esa claridad que da el pensamiento, una verdad que más que un producto, una llegada, es una puerta abierta hacia algo nuevo. Y esa puerta se abre gracias a la escritura, a la literatura o a la poesía. O ambas tres.