Rómulo Gallegos
I. AQUEL DÍA NO ERA DE RAYA
Ignacio Orozco – Don Nacho se le decía – abrigaba ideas muy suyas respecto a sí mismo. Aseguraba que él era un hombre macizo por dentro y cuando se le pedía la explicación la daba así:
– Porque yo no tengo fallas de intimidad por donde se me escurran de pronto determinaciones que haya tomado.
Y eso lo decía apoyándose la gruesa mano velluda sobre el ancho pecho. Que cuando mencionaba su hacienda,para decir, por ejemplo:
– En El encinar de los Orozcos no se toleran holgazanerías ni negligencias.
La diestra golpeaba entonces como si él y su finca fuesen una sola y misma cosa, macizas ambas, no obstante el algún retumbo de cavidad torácica que las manotadas producían.
Porque Ignacio Orozco, más que un hombre común y corriente, era un sentimiento familiar de propiedad de la tierra, de casi dos metros de estatura, con aborrascada barba, esponjados bigotes, hirsutas cejas y cabellos entrecanos ya. Una emoción de señorío terrateniente que cuando él nació ya estaba instalada en la Casa Grande de El Encinar hacía muchos años, aunque no fuesen tantos como los que él le atribuía a su familia con su inseparable propiedad.
Pero no le sentaban bien los aires de El Encinar. No porque fuesen insalubres los que soplaban sobre aquella porción de la tierra michoacana, sino porque él no entendía que, siendo dueño de hacienda extensa y peonada numerosa, pudiera estar sino montando en cólera, diariamente, por cuanto fuese o hubiere de ser holgazanería o descuido de sus servidores.
No era su finca el gran latifundio que en otros lugares de México les había permitido a sus dueños el soberano gusto de no poder recorrerlos sino en varias jornadas a paso de buen caballo, ni de Casa Grande albergadora de señoríos suntuoso; pero desde las terrazas de la suya bien podía Don Nacho pasear miradas señorosas por muy vasto espacio.
Y solía hacerlo al pardear de las tardes, cuando era más dulce la tierna hermosura del paisaje michoacano. Suavemente mecidas por soplos del fresco monte sobre el caldeado valle la serena elegancia de los pinos y la fronda apretada de los fresnos que adornaban la colina donde se alzaba la Casa Grande, con líneas de buen gusto arquitectónico y piedra de cantera rosada. En torno las milpas compactas, juvenilmente verdes o del pardo color de la dedicación de toda la savia a la robustez de la mazorca; o la alfombra de hermosa verdura de los trigales, en los entretiempos del maíz y que ya sería de otro cuando estuviese la espiga dispuesta al sacrificio de la era bajo los cascos del caballo trillador; o los paños de gratuito jardín con que, por octubre, los girasoles y las santamarías adornarían el descanso de las tierras de donde ya se hubiera retirado la cosecha. A un lado, por acá, entre cejas de monte, romántica serenidad lejana de lago bruñido, al otro el lomerío característico del paisaje michoacano, anunciador del empinamiento de la sierra en cuyas laderas, entre oscuros encinos, rojos madroños retorcían sus brazos y sobre suyas cumbres se alzaba la hermosura perenne del pinar.
Pero venían corriendo tiempos malos para el macizo sentimiento de propiedad del señor de El Encinar, cuya finca estaba afectada por la Ley Agraria, a causa de su extensión muy superior a la legalmente permitida para la propiedad intelectual. Y un día, uno de los escasos amigos que le toleraban su habitual irascibilidad se le acercó con la ingrata noticia:
– Se me hace, Nacho, que ya va a sobrarte mano para ponértela sobre tu hacienda en el pecho. La Comisión Agraria ha dispuesto que se proceda a la parcelación del excedente de tierras de El Encinar para distribuirlo entre los peones que trabajan en ella.
La diestra al pecho y el ímpetu iracundo ya en la voz:
– ¿Se atreverán los de esa guardia de coyotes contra El Encinar de los Orozco?
– Esta vez parece que sí. Y cara vas a pagar tu terquedad en no seguir el consejo que tantas veces te he dado de distribuir el excedente de tus tierras en manos amigas, mediante ventas simuladas. La verdad es que son muy pocos los buenos amigos que tú has tratado de procurarte.
– Ignacio Orozco sabe valerse solo.
Y le retumbó la cavidad torácica, a pesar de todo.
– Pero todavía no te lo he dicho todo. El encargo parece que lo trae nada menos que aquel gran amigo tuyo Chano Gracián, de hace algunos años. De un momento a otro te caerá por aquí.
– ¿Sí?
Y dentro del hombre macizo algo se le deslizó, sin embargo, mezclándosele con la ira. Algo que parecía contentamiento ante la perspectiva de volver a encontrarse con Chano Gracián, «el agrarista», como se le decía.
Momentos después le ordenó a su mayordomo.
– Llame a la peonada a paga de jornales.
– ¿Día de raya hoy, señor? – objetó el mayordomo-. Es miércoles.
– Hago lo que le ordeno. Ignacio Orozco sabe lo que hace.
Ya no existía en El Encinar la «tienda de raya», prohibida por las disposiciones de la revolución mexicana y con cuyas mercancías había sido costumbre de hacendados hacer el pago de jornada, mediante lo cual- salario de hambre en las manos del peón acasillado y cosas de comer y vestir allí a muy altos precios, deudas crecientes de semana en semana y que las heredaban los hijos- se había establecido un modo de servidumbre de la gleba. Don Nacho había suprimido la de su hacienda, incluso de buena gana, porque pagando con dinero contante y sonante y aun dando anticipos a quienes se los pedían, por no ser en realidad tacaño, ejercitaba un modo dadivoso de su cólera, prestando pero regañando:
– ¡Hijo de la tiznada! Ya estás endrogado y todavía pides más. Toma y lárgate de aquí si quieres. Como ustedes han descubierto que yo soy bueno hasta decir no más, me explotan a sus anchas.
A lo que solían responder los beneficiados sonriendo:
– Bueno. Ya el patroncito se dio su gusto llamándome hijo de la tiznada; vamos a ver si yo puedo darme algunito con los centavitos de este empriéstamo.
Ya empezaba a meterse la noche bajo el ennegrecido techo entre las viejas paredes de la oficina y ya estaba saturado el aire del olor grasiento de peón sudoroso cuando Don Nacho comenzó a pasar la raya personalmente, sentado ante una mesa sobre la cual estaba apilado el dinero destinado al pago de la semana completa.
Había la humildad de siempre, la viejo humildad del hombre obligado a labrar riqueza ajena; pero además cierta angustia. ¿Por qué estaría Don Nacho pagando la semana completa, siendo miércoles y sin quitar nada por lo anticipado ya? ¿Y por qué no estaría, como de costumbre, a punto de estallido de cólera?
– Se me hace que…
Pero ahí se quedaba la murmuración mental; de ahí no la dejaba pasar la apretada angustia. ¿Despido en masa? ¿Y por qué..? ¿Regalos…? ¿Hum…! ¿Regalos en El Encinar de los Orozco…?
Ya no hay dinero sobre la mesa; todo está en las encallecidas manos. El doble de lo correspondiente a las jornadas trabajadas; pero, como siempre, exigua cantidad ante el reclamo de las necesidades vitales de quienes nacían heredando deudas y morían sin dejarles a sus hijos herencia diferente.
– ¿Le daremos las gracias al patrón?- murmura uno.
Y Don Nacho, como lo oye, dice:
– No es necesario. Les he pagado más de lo debido (como de costumbre, por cierto, pues siempre lo cobrado sobrepasa lo trabajado, porque este será, quizás, el último día de raya en esta hacienda. La Comisión Nacional Agraria (guarida de coyotes la llamo yo) ha dispuesto arrebatarme la propiedad de El Encinar de los Orozcos para parcelar sus tierras y repartirlas entre quienes sean osados a adueñarse de ellas. Llega, pues, para ustedes la oportunidad de invertir sus ahorros en el cuidado y cultiva de sus respectivas propiedades: barbechar, arar, sembrar y esperar a que las milpas y las espigas sean cosechables.
Hubo uno a quien se le ocurrió sonreír y murmurar:
– Se me hizo que ya el patroncito estaba de buen humor.
Pero predominó un murmullo como de protesta, con esta interrogación:
– ¿Nuestros ahorro, ha dicho el señor?
– Por supuesto, respondió Don Nacho, sonriendo como nunca se le había visto en días de raya-. Ser terrateniente supone tener dinero para poseer tierras que sean riqueza.
Se levantó de la silla y, disponiéndose a retirarse, agregó:
– Lo demás se los dirá el capellán, que ya está esperándolos en la capilla para darle comienzo a los acostumbrados ejercicios de retiro espiritual, que tanta falta les hace a ustedes siempre para la limpieza de la conciencia. Si es que realmente de eso tienen.
Y los peones de El Encinar, acasillados todos ellos, vieja gente labradora de aquella tierra, que aún tenían en las manos los cobres de la paga, se miraron entre sí sin saber qué estarían preguntándose mutuamente. Toda la vieja humildad mantenedora del sometimiento se les había convertido de pronto en algo que parecía rencor.
Mientras el señor de El Encinar se dirigía a su casa, saboreando su ocurrencia y murmurando:
– Ahora que venga el Agrarista.