Renato Rodríguez
PROLEGÓMENOS I
En la estación de Boro Hall, mientras esperaba el tren que me conduciría hasta donde iba a celebrarse el bonche, tuve harto tiempo de entretenerme pensando bolserías.
Es todo cuanto hago, pensar; además —claro está— de trabajar para cubrir mis gastos. Por supuesto que cuando en los bonches le preguntan a uno «¿Qué haces tú?», uno puede ser tan pendejo como para ir a decir «Yo pienso». ¡Qué diablos! ¡Todo el mundo piensa! ¿No? SUM ERGO COGITO ¡Qué bella frase! Esto es lo bueno del latín, que aunque sea griego para mí puedo usarlo porque seguro que es chino para los demás y en cualquier caso, la belleza de las frases en latín se impone a mi ignorancia y a la de los demás. Como dicen allá en Margarita Island INTELLECTUS APRETATUS DISCURRIT. A menudo pienso en todas estas cosas y a menudo hallo respuestas, pero una cosa que siempre me deja en duda es preguntarme —como lo hago casi a diario— que para qué está uno en el mundo o si, por acaso, está en el mundo para algo. ¿Para pensar tal vez? Nooo… Pensar es lo que jode todo. Uno piensa en la felicidad y ya no se puede ser feliz, piensa en el sexo y se vuelve impotente, no, no… Se vuelve uno metafísico y esto no puede ser. ¡Si uno es físico! No hay respuesta razonable.
Cuando vivía en la calle trece me llegó un sobre grande del Departamento de Salubridad de la ciudad de Nueva York. Dentro venía un diploma de miembro honorario del Destacamento de Lucha Anti-ratas extendido a mi nombre, mi credencial y una escarapela con una cinta morada que tenía grabado en letras doradas este lema WE LIKE THIS BLOCK.
Debe haber sido por el bendito lema que nunca inicié actividad alguna contra las ratas porque si algo era cierto, es que a mí no me gustaba nada la manzana en que vivía ni siquiera el barrio. ¿Cómo iba a gustarme un barrio que era un relajo completo? Todas las noches bandas de borrachines y drogómanos andaban por la calle echando vainas y cagándose en el alma de cuanto hijo de vecino se tropezaban sin discriminar -como manda la ley- por razones de edad, religión, raza u origen nacional; volcando los tachos de la basura en las aceras, rompiendo los vidrios a ladrillazo limpio, abusando de la gente. La compañía de teléfonos ni se ocupaba ya de reparar los aparatos públicos que esta mierda de gente rompía para sacarle los centavos e ir después a comprar heroína. No hablemos de lo que ocurría dentro de las casas. Venía de mi trabajo un día y casi llegando a mi casatumulto, más adelante me encuentro con Carmita la hija del conserje, una niña de unos doce o trece años
– Hola, Carmita – la saludo–. ¿Qué es lo que pasa allí?
– ¡Oh! Nada – dice la criatura – es que Pedrito, Pedrito López. ¿No lo conoce? Tiró a su abuela por la ventana porque la vieja estaba de lo más fastidiosa.
– ¿Y se mató?
– No – dice Carmita– si fue sólo del tercer piso, se quebró varios güesos.
Me encontraba terriblemente cansado de vivir en aquella casa y en ese barrio. Tuve que aguantarme allí nueve larguísimos meses. Una primavera, un verano y un otoño cornpletitos. Mientras ganara tan poco dinero –treinta y cuatro dólares por semana deducidos los impuestos– no podía mudarme a parte alguna. Yo sólo pagaba al comienzo veintinueve dólares por mes y después que pedí el cambio de electricidad de DC a AC el dueño me aumentó el alquiler a treinta y dos. Era en cierto modo malo porque sólo trabajaba cuatro horas diarias durante cinco días a la semana y tenía harto tiempo para leer, estudiar y bonchar. Cómo me las arreglaba con tan poca plata ni yo mismo lo sabía. Lo descubrí un día donde el gordo. San Miguel me vino a buscar para ir donde el gordo a tomarnos unos tragos. Por el camino me dijo que el gordo estaba agasajando a un músico quo había venido de Venezuela enviado por el INCIBA a comprar música.
– Un día de éstos van a mandar un pintor a comprar estética – dijo en su tono cachondo.
– Y un bailarín a comprar coreografía – dije yo.
– Llegará a una tienda y dirá “deme media tonelada de coreografía».
– Oj Oj Oj Oj -se ríe San Miguel.
– Oj Oj Oj Oi -me río yo – agregando – bien envueltita.
Graznábamos a dúo San Miguel y yo mientras caminábamos.
El músico se quejaba de lo cara que le salía la vida en Nueva York a él, su mujer y sus tres hijos que formaban parte de la comisión músicocompradora.
– No, hombre. Qué va – le digo–, si yo vivo con treinta y cuatro dólares semanales…
– Una beca muy exigua – dijo el músico–. ¿Qué beca tienes tú?
– Tengo dos – le dije – la beca derecha y la beca izquierda.
– ¿Y cuál es el secreto – preguntó el músico enrojeciendo un poco– para vivir con tan poco dinero?
– ¡El secreto! – le dije– ¡El secreto es no tener más!
En efecto ese era el secreto y hasta ese momento no lo sabía.
La última vaina que me pasó fue lo que me decidió a irme de allí. La hermanita de la mujer que vivía en el apartamento que quedaba encima del mío se puso como loca, le dio un ataque de lo más raro, de esos que aquí llaman nervous breakdown eufemísticamente. Se produce como una reacción en cadena; se encuentra uno con la gente en alguna parte y le preguntan:
– Oye, ¿no te acuerdas de Mengana?
– Sí, ¿cómo no? ¿Qué es de su vida?
– ¿No sabes que tuvo un nervous breakdown?
Y así en la misma semana te enteras de una media docena de conocidas que tuvieron el nervous breakdown y lo curioso es que parece que es un problema femenino, casi nunca les da a los hombres; a menos que sean locas.
Era el día de Navidad y como en todos los días de Navidad yo cargaba una arrechera incontenible, no tenía deseos de ver a nadie y había decidido quedarme en mi casa sosegado ¡La Navidad es horrible! ¿Cómo es que no se dan cuenta y dejan de celebrarla o cambian de estilo? ¡La fiesta del Amor! ¡La fiesta de la farsantería y la comedera de caca! Durante todo el año la gente es de lo más coño de su madre, te maltratan, te mienten, te rempujan, te roban, te niegan hasta una sonrisa. Pum, llega la Navidad y automáticamente se ponen de lo más amables, besos van, besos vienen y abrazos y toda esa insoportable untuosidad. Yo preferiría que durante todo el año se comportaran con toda corrección y decencia, le contestaran a uno cuando uno llega con su cara de güebón y dice «Buenos días» dieran las gracias cuando uno les hace un favor, les cede el paso o les sostiene la puerta y que el día de Navidad le dieran rienda suelta a todo impulso cabrón, largaran toda la mierda acumulada durante el año y fueran de lo más hijos de puta que darse pueda en lugar de estar salpicándolo a uno, no de cariño –como exigía Kiko Mendive– sino de baba, pura baba. Había decidido quedarme en casa leyendo de lo más tranquilo The grapes of wrath aprovechando que la mujer del apartamento de encima, la hermana de la carajita, se había seguramente ido de bonche con su marido y no se oía el constante juiqui juiqui de la cama que a veces me llevaba al borde de la desesperación.
– ¡Madre mía! – empezó a gritar de repente la muchacha –¿por qué me has abandonado?
Por un rato repitió como en un interminable ritornelo las mismas frases, después cambió de tema y empezó a llamar a San Miguel.
–¡San Miguel! ¿Dónde estás San Miguel? ¡Amor mío! ¿Qué te has hecho?
Después, al cabo de un rato de estar llamando a San Miguel empezaba de nuevo a llamar a su madre.
– Madre mía– y dale que dale– ¿Por qué me has abandonado?
No me joda, lo único que le faltaba era ponerse a cantar el bolero que Humphrey Bogart e Ingrid Bergmann bailan en CASABLANCA.
– Te he buscado por doquiera que yo voy
y no te puedo hallar…
– PLAY IT AGAIN, SAM!
Y la muchacha sigue llamando a su madre a ratos y a ratos a San Miguel y yo, sin poder aguantar más aquella lavativa de aceite alcanforado, agarro mi abrigo y mi sombrero y me voy para la calle, voy por allí dando vueltas hasta que me duelen los pies, me meto al bar de Stanley y me bebo mi acostumbrado par de cervezas y cuando calculo que la jodienda debe haberse acabado vuelvo a casa y nada; el merequetén sigue, desde la puerta de la calle oigo los berridos, doy media vuelta y regreso a la calle y sigo dando vueltas hasta que casi no puedo más. Un carrizo comienza a seguirme y hago de todo a ver si me le pierdo o para cerciorarme de que de veras me sigue, nada, el turco atrás. Llego a una esquina de Tompkins Square y me recuesto de la vieja baranda de hierro, el tipo – a cierta distancia– hace lo mismo que yo: me le acerco y le hablo.
–Señor, ¿está usted por casualidad siguiéndome?
El individuo pone una sonrisa de Navidad y me responde con voz melosa y acompasada.
–¡Ay!, sí, perdóneme pero me muero de ganas de conocerle, ¡mi nombres es Johnny!
–I don’t give a shit! –le respondí ásperamente–. If you are looking for fairies go to the Y.
Y la Y era el lugar más indicado para eso, si lo sabría yo. Dormí allí mis primeras noches en Nueva York. Al ir a la mañana siguiente de mi llegada a bañar descubro que las duchas no son privadas sino colectivas como en los cuarteles y en la ducha de al lado se está bañando un negrito de lo más coqueto que no encuentra qué hacer para llamar mi atención y dígame, ¿no es una vergüenza que un hombre de mi edad se vea sometido a estas contingencias? Pero al menos el negrito no cometió ninguna incorrección, se limitó a enfatizar sus encantos a ver si pegaba conmigo y nada más. Pero unos días más tarde estoy en el chicago y mire lo que me pasa. Los chicagos estaban en el sótano, se pagaban cinco centavos por giñar, pero había en la larga fila dos que no tenían puerta y eran gratuitos y yo, naturalmente usaba estos para ahorrarme los cinco centavos. Estoy allí sentado poceta con los pantalones bajados, haciendo mi cosa cuando llega un tipo bien vestido, se para frente a mí y comienza a comportarse exactamente como el negrito de la ducha. Yo sé muy bien de qué se trata y naturalmente ignoro al tipo. Luego éste se mete al chicago vecino al mío y como el tabique que los separa no llega al piso veo los pies del tipo y noto que está en un agite, levanto la vista para tratar de ignorar todo el enojoso asunto y ¿Qué veo? El maldito cabrón tiene la cabeza metida en mi chicago y se está corriendo una puñeta en mi nombre. ¡Señor! ¡Esto es el colmo! A mí me gusta hacer estas cosas en privado, si uso los chicagos sin puerta hago un sacrificio para ahorrar, mientras más solo más liberado queda mi vientre, no comprendo y encuentro hasta sospechosa esa manía de tanta gente aquí de tener afiches del Ché Guevara en el retrete. ¿Quién puede imaginarse una situación más deplorable que ésta? ¡Es la impotencia total! Allí sentado, con los pantalones bajados, sin terminar de giñar, y si hubiera terminado, sin limpiarme y un tipo abusando de mí. ¿Qué podía hacer? ¡Gritar, gritar como una vieja solterona! Y eso fue lo que hice, pegué un berrido y el tipo salió corriendo cerrándose la bragueta y desapareció. Vino el vigilante, pistola en mano, a averiguar qué pasaba y cuando vio que todo había pasado, se fue. Yo terminé, me limpié, me subí los pantalones, fui a mi cuarto, arreglé los corotos, consigné la llave y me fui a la estación de autobuses. Agarré el primer autobús que salía de la ciudad y cuatro horas y media más tarde fui depositado en Boston. ¡Coño, muchacho! No era para menos.
Cuando el infeliz me oyó responder1e así, puso una cara de desolación, diose vuelta y perdiose entre las sombras de la noche. ¡Qué Caray! Me apena proceder así pero siempre después que lo he hecho y no hay remedio, pero en estos casos uno no puede ponerse sentimental, no hay nada mejor que cortar por lo sano. A lo mejor era una buena persona y andaba tan solo desesperado por encontrar un amigo igual que lo he estado yo tantísimas veces. Pero la arrechera de la Navidad me obnubila y con la gritadera de la carajita esa no estaba para bichas.
Hay lugares donde uno puede salir a dar vueltas; Nueva York no es uno de ellos. Aquí hay que salir a algo concreto porque de otro modo es insoportable. Al cabo de un rato no podía más, decidí hacer de tripas corazón e irme a la casa. El merequetén seguía y no había nada que hacer, el único remedio era el mismo de la calvicie: resignación. Los gritos se hicieron más agudos, se oyó un tropel en el pasillo, ya la muchacha se había puesto ronca. Y de repente cesaron los ruidos, me dije «Al fin, paz». Pero poco dura la alegría en la casa de pobre. Al cabo de un ratito golpearon a mi puerta, fui a abrir. Era Amedeo, el italiano que vivía en el número 9, el apartamento que antes tuvo San Miguel.
–Giosé –me dice Amedeo–, vieni da me, non capisco quello que dice la ragazza, e impazzita…
–Amedeo –le contesto–, non cercare dei guai con questa genlte, lascia stare, ferma gli ocho e lascia stare.
–Ma, Giosé –insiste Amedeo con pasión–, ¿ non sono i portoricani della brava gente?
–Quello non lo so, Amedeo –le contesto–. Ma, dai reta a me, ferma gli occhi e lascia stare…
–Giosé –insiste Amedeo–, fami el piacere, vieni da me, per favore…
Cuando un italiano dice «Per favore» es como una orden ineludible y entonces voy donde Amedeo. Dentro está Sebastiano y la loquita de arriba está fuertemente abrazada a él.
–Este es el hombre que a mí me gusta -dice la loquita dirigiéndose a mí apenas entro-, porque él es bueno conmigo –añade con intensidad– ¡Díselo, que él no entiende!
¡Coño! ¿En qué quedamos? Antes era San Miguel y ahora es Sebastiano. La puerta del número 9 está abierta, yo la cierro, pero Amedeo la abre de nuevo y abierta se queda.
Sebastiano apareció una noche buscando a Amedeo, estaba llegandito de Nápolcs y Ramón el boricua que se la pasaba rondando por el barrio lo trajo donde mí porque sabía que yo conocía a Amedeo. El pobre Sebastiano no sabía una palabra de inglés ni de español, ya era tarde y Amedeo no aparecía. Yo le dije que se quedara a dormir en mi casa, lucía muy cansado. Seguro que Amedeo se había ido de bonche porque ese Amedeo era un bonchero de primera, de profesión como el muerto de la canción aquella.
-Y el muerto era un rumbero famoso de profesión
y cuando oyó la conga con ella se fue a arrollá….
Eso fue seguro en Cuba o por lo menos el muerto sería cubano porque cuando un cubano oye una conga, tiene que bailá… Como en aquel bonche que el negro Carlos puso para celebrar su cumpleaños. ¡Bueno que estaba ese bonche! Cuando estábamos bonchando de lo mejor, en pleno agite, suena el timbre. El negro Carlos va, abre la puerta y entra un gigante, un tipo de lo más imponente serio, arrogante como D’Artagnan. Viene el tipo y se sienta y no habla ni para decir esta boca es mía, cortándonos el viaje a todos; estábamos por allí regados sin saber qué hacer con aquella terrible presencia. El negro Carlos hizo todo cuanto se le ocurrió para hacernos volver del estupor que la irrupción de aquel personaje produjo –ni que hubiera sido un agente de la BIA (Bonching Inteligence Agency) – pero todos los intentos resultaron vanos. Finalmente tratando de al menos hacernos bailar puso un disco de Celina y Reutilio llamado LA VIRGEN DE LA CARIDA D y nada, nadie se movía. De repente el gigante que con su entrada había causado la conmoción y el desastre se pone de pie, se para en medio del salón y hace un gesto imponente.
–Cuando un cubano escucha una conga –gritó con voz estentórea– tiene que bailá…
Y empezó a bailar como un condenado sin siquiera molestarse en invitar a alguna de las muchachas. Aquello fue la señal. ¡Muchacho! Empezó un agite que duró hasta la madrugada bien avanzada. Yo salí de allí con Anelo y cuando llegamos a su casa me acosté en el sofá a dormir la mona y en eso todo empezó a moverse igual que en el vapor Manzanares cuando pasaba por Cabo Codera y me caí del sofá en uno de los bandazos que dio el barco. Anelo sintió cuando me caí porque el piso que era de madera retumbó como una tambora. Vino a ver lo que pasaba.
–¿Qué pasa, brothercito? -excla mó y mpez6 a levantar me para ponerme otra vez en el sofá.
–Déjame en el suelo, brothercito –le dije–, que de aquí no me caigo.
Y allí estaba Sebastiano abrazado por la loquita sin saber qué hacer. Cuando me mira entrar hace el clásico gesto italiano de pasarse el dorso se la mano por la parte inferior del maxilar que puede significar cualquier cosa.
–Ma che –dice mirándome.
La loquita sigue gritando, ya no con estridencia sino más bien con pasión, se ve que el calor de Sebastiano le hace bien.
–¡Este es el hombre que a mí me gusta, porque es muy bonito! ¡Este es el hombre que a mí me gusta porque él es bueno conmigo!
San Miguel había quedado olvidado como un coroto viejo. ¿Para qué seguir llamando a un pendejo que no aparecía por ninguna parte cuando más se le necesitaba, cuando allí al alcance de sus manos y de sus besos estaba Sebastiano, alto, buen mozo y simpático?
–¡Este es el hombre que a mí me gusta –repetía la loquita de tanto en tanto–, porque él es bueno conmigo.
De pronto se oye un tropel de gentes que vienen subiendo por las escaleras desvencijadas y es la hermana de la loquita que llega con otras gentes y con Ramón el boricua… el marido no viene con ellos, seguro que se quedó en alguno de los bares del barrio emborrachándose.
Cuando llegaron a la puerta del número 9 y vieron a la carajita abrazando a Sebastiano, yo no sé lo que se imaginaron que se armó un espantoso pedo de lamentos y maldiciones. Lo único que les faltó fue mesarse los cabellos y rasgarse las vestiduras como dice en el Génesis que hicieron Israel, sus cuatro mujeres: Loah, Raquel, Zilpn y Bilha, sus once hijos: Simeón, Rubén, Levi, Judah, Dnn. Neftali, Gad, Asser, Isacar, Zebulón y José y los esclavos y sirvientes cuando Siquem hijo de Jamor se cingó a Dinah la hija de Leah. Y Ramón la cogió conmigo en lugar de cogerla con Sebastiano que era quien podía haber hecho el entuerto. Sería porque no sabía a hablar más que español y entre todos yo era el único que lo entendía.
–Yo sí que le corto el gañote a cualquiera que se ponga fresco con la muchacha –gritaba mientras manoteaba como un condenado.
–Pero, ramón –le decía la hermana de la carajita, que se portaba más razonablemente–, si ellos lo que están es tratando de ayudar. Ramón no hacía caso alguno y seguía vociferando amenazante, gesticulando y manoteando el aire frente a mí. Yo ahí, quieteciiiiito, le miraba manteniendo mi mano dentro del bolsillo, empuñando la navaja pico de loro –por si acaso me tocaba–, diciéndome para mis adentros: “Ya vamos a ver quién le corta el gañote a quién, boricua comemierda, hijo de puta”.