Salvador Garmendia
El isleño que maneja la Victoria Arduino es un tipo sólido, con un cuello fibroso acordonado de venas oscuras, y brazos cortos sembrados de vellos cobrizos. Cuando no está moviendo las palancas o abriendo el tubo del vapor, descansa, como ahora, apoyando un pie en el caj6n donde se deposita el polvo de desecho y un brazo sobre la plataforma de mármol blanco de la máquina, que es de un modelo pesado y funeral, mientras mira con aire desabrido al salón.
También hay otro hombre detrás del mostrador, recostado en la cava en actitud inmóvil: es un español viejo y larguirucho. En este momento sus ojos reposan en la pared del fondo del salón, detenidos (y quizás sin interesarse por nada en particular, pues están solamente absortos en un punto indeterminado, tanto que parecen semidesprendidos de la figura, esa cubierta de cuero seco, inmóvil) en una abigarrada pintura que la cubre casi por completo: es una especie de selva de hojalata donde se entremezclan y confunden colas de papagayos, hojas dentadas y corolas monstruosas. Un pequeño avión remonta la parte del cielo, donde la pintura tostada se ha cubierto de finas nervaduras. Además, hay tres hombres apoyados de codos en la barra. Han bajado en mangas de camisa a tomar café y lucen todavía pulcros, mañaneros, esmeradamente limpios y rasurados como si acabaran de abandonar la sala de baño. En el resto del saloncito se organizan los cuadros de linóleo de las mesas, sillas de tubos niquelados y espaldares rojos y vasos embutidos de servilletas.
Ahora, inesperadamente, uno de los clientes de la barra ha empezado a reír a todo pulmón, emitiendo una serie de registros breves y escalonados, cada vez sobre una vocal diferente. Entretanto, la figura de piel bermeja, alta y cargada de hombros, permanece apoyada en el mostrador, sin conmoverse en lo más mínimo, como si aquella fuerte risa que por un momento ha llenado todo el salón fuese una sonoridad artificial, un efecto de percusión producido por algún mecanismo en la dilatación del cuello. Sólo la tez se le amorata progresivamente hasta lucirle brillante y pulida como una berenjena.
La persona que está a su lado le grita:
-Bríñez, Bríñez… -se golpean las espaldas y sus carcajadas se confunden durante un momento.
Todo reluce con un brillo húmedo, grasoso, después de la limpieza de la mañana. La risa acaba de interrumpirse (en las fisuras de las baldosas de granito han quedado muestras de aserrín, en forma de pequeñas crestas, y cal vez se encuentren algunas hilachas negras dejadas por el paso de la mapa bajo las mesas o los taburetes de la barra), mientras el hombre de la máquina traslada despaciosamente la mirada hacia el único habitante del saloncito: una mujer gruesa, de edad indiferente, cuyo rosto ofrece, apenas, una superficie árida lastimada por la intemperie. Tal vez, observándolo más de cerca, aquella piel enharinada llegaría a revelar su auténtica textura de vieja galleta y el curso de las pequeñas arrugas que se multiplican en torno a los ojos y en torno del cuello como una vasija agrietada.
Está allí, desde hace un buen rato, masticando mnquinalmente un sandwich, y el isleño la observa con lentitud, descarga en ella sus ojos grisáceos, grandes y sanguíneos. El vestido se le ha rodado un poco hasta el nacimiento de los muslos, que mantiene ligeramente separados, y él puede ver ahora, por entre las patas niqueladas de las sillas, las rodillas carnosas como grandes trozos de tocino, donde se anudan unas medias color ladrillo.
El hombre que sigue recostado a la cava gruñó imperceptiblemente. -Hoy vino sola, ¿eh? En su máscara ósea el tabaco ha oscilado brevemente, y al acabar la frase pliega varias veces la mandíbula en una especie de rictus mecánico. Sus brazos, dos varas secas y venosas, siguen abiertos en compás por el borde de la plataforma donde se aglomeran las botellas descorchadas, mientras que la espalda, las orejas largas y rugosas y un cráneo de huevo, semidesierto y de veste biliosa, se hunden en el espejo ovalado que centra la armadura.
El de la máquina respondió con otro gruñido muriente. Nada volvió a moverse en el aire por algunos instantes.
– Hoy vamos a colgar uno de esos chismes de carnaval -dijo el flaco-.
Dos de los que tomaban café en la barra- Bríñez y su compañero-, salieron murmurando, mientras la mujer, que ya había terminado su sandwich, reunía entre los dedos restos de lechuga y boronas de pan. Las rodillas se unieron suavemente como tiernas molduras de masa; luego, el último en la barra, un moreno achatado con cara de gruñido y el cabello adherido a la terraza del cráneo como una capa de alambre chamuscado, se desprendió del mostrador, se entretuvo unos segundos en la puerta, de manos en los bolsillos, y desapareció silbando hacia el pasaje.
Semejante quietud no era nada corriente en aquel lugar, pues la única puerta, tan ancha como la mitad del salón, aunque fragmentada por una persiana de madera removible, se abría a no más de diez pasos de la entrada del pasaje, de modo que el zumbido del tránsito y la agitación continua de la acera se esparcían por entre las mesas. Por ahora, transcurre el lapso de aparente caln1a que antecede a la precipitación del mediodía.
En la barra olía a sandwiches: un poco a pan tostado, a viejas boronas, y otro a jamón y salsa agria: este olor se hace todavía más sensible, y parece vestir el aire como un traje grueso muy usado, cuando el lugar, como ahora, está solo, mientras en el espacio restante domina una emanación de rincón húmedo, cargada de aserrín y cerveza ácida. El local es bastante reducido, el techo bajo. Tres gruesas columnas, que achican aún más el espacio, están revestidas de espejos hasta más o menos la altura de un hombre, y el azogado irregular provoca en ellos toda clase de muecas y deformidades. Es corriente ver aparecer en la superficie moviente, caras deshuesadas y elásticas que se transforman en monstruosos pepinos o se estiran hasta reventar.
Unas ocho mesas se avecinan entre las columnas, y no existe otro adorno en las paredes que la gran pintura del fondo, unos pocos afiches de refrescos y cigarrillos, y un reloj eléctrico de esfera blanca colocado sobre la puerta del urinario. Caribe. Café-Bar. Lunch, dice el letrero luminoso a la entrada del pasaje. Las manos de la mujer reposan a ambos lados del plato, pero todavía sus mandíbulas se mueven muellemente como un reflejo tardío.
-Debe ser loca -murmuró el isleño.
No hacía un minuto que el último de los parroquianos había salido, cuando en medio del ruido continuo de los zapatos arrastrados en las baldosas del pasaje y las resonancias que a ratos se desprenden de los edificios laterales, se oyó la voz aguda y rápida de Antúnez. Gritó algunas palabras, en un timbre algo desafinado como un falso de trompeta, que allí dentro se hicieron ininteligibles y fueron interrumpidas por el bramido de un motor. Una carcajada metálica lo siguió hasta la puerta. -Luego nos vemos, Bríñez.
El portafolio produjo un sonoro estampido en el mostrador.
-Dame una soda con limón, ¡rápido!
Estaba allí, aparentemente tranquilo y sin embargo la carga de energía vivaz y contenida que parecía emanar de su figura, interrumpía por sorpresa la quietud reinante; daba la impresión de que un trompo alocado acabara de aparecer y correteara por el piso. Sin embargo, aquello fue sólo una impresión repentina, pues, al instante, todo regresó a la normalidad. Apenas si la mujer interrumpió su lenta masticación y levantó la frente para guiar la mirada del plato hacia la barra, mientras el español abandonaba su posición para inclinarse y abrir la cava. Su camisa se pobló de prominencias óseas, y quedó a la vista un aro de cabellos lisos, mortecinos, rodeando, a modo de un bonete, la cumbre desnuda del cráneo.
Antes de incorporarse del todo, preguntó con su voz rugosa de asmático:
– ¿Qué cuentas, Antúnez?
Antúnez intentó sonreír. Sentía los ojos llenos de sol, acuosos y calientes, como si los hubiera tenido un buen rato en agua hirviente.
– Tú debías disfrazarte de cura, Perucho; tienes cara de. . .
– ¡A la mierda!
– Dicen que Consentida no pierde, ¿eh? -dijo el isleño, y comenzó a cantar en voz baja y delgada.
Antúncz permanecía con la mirada fija en el burbujear de la soda.
– ¿Le pones azúcar?
– ¡No, no, está b…! -y el tic lo sorprendió igual que un violento aletazo. Fue un registro de movimientos rápidos y entrecortados que comenzaron en los hombros, imprimiéndoles una sacudida de escalofrío, y al mismo instante le recorrieron la mandíbula como si la prensara con alambres debajo de la piel, ocasionándole un rápido temblor de párpados; medio aturdido, clavó un dedo en el cuello de la camisa; lo recorrió en semicírculo, sacudiendo a tiempo la cabeza como si se desnucara. Realmente, parecía que el hombrecito, que apenas sobresalía de la barra, continuara haciendo toda clase de gestos y visajes, y sin embargo, se calmó de pronto.
Perucho soltó el exprimidor:
-Toma, hombre; te hará bien.
– ¿Anzola no ha venido por aquí? -preguntó.
– Esta mañana, temprano, pasó por aquí -intervino el de la máquina-. No eran las nueve todavía, me parece. Se asomó, se devolvió, volvió a asomarse y se fue. -Su acento era tosco con el timbre reticente del isleño. -Hoy es sábado y todo está demasiado tranquilo. ¿Creen que habrá carnavales? -Antúnez se encogió de hombros.
– Necesito verlo hoy al mediodía. Anoche estuvimos en el Samba -la soda le arañaba el paladar-hasta las tres de la mañana.
– ¿Os divertís, eh?
Una ahogada voz de barítono los hizo volver la cabeza a un mismo tiempo. En la puerta, un hombre de cara borroneada -a la distancia de la barra sus facciones eran manchas de tinta china-, cantaba como si hiciera su presentación en un tablado, a tiempo que se mecía suavemente sobre sus pies, manteniendo los ojos entrecerrados y la frente partida en arrugas. Cortó de golpe, y vino a echarse de codos en la barra donde volvió a cantar un trozo. Pidió un sandwich sin tostar, mientras se miraba al espejo y alisaba sus cabellos muy negros, pulcramente engrasados, y al fin salió de allí mordisqueando su pan.
La mandíbula de Perucho se contrajo mecánicamente como si obedeciera a algún rumor interior. Su con textura desgarbada, aunque dura y fibrosa; su tallado rústico de personaje antiguo y montañés, parecen recortados de un repujado; se le podría imaginar cubierto de cueros y pieles burdas y llevando un palo al hombro. Todos sus ademanes son metódicos y lentos -pasa el día y la noche metido en aquella atmósfera turbia y pesada como en una pecera-, Y sus movimientos habituales para destapar botellas o preparar alguna bebida, terminan en alguna pose estatuaria: recostado a la cava o reclinado en el mostrador, cruzado de brazos y chupando su eterno tabaco.
Esto era lo que acababa de hacer y preguntó: -¿Qué te parecen las vainas, Antúnez? El vio asomar sus dientes des gastados parecidos a conchas salitrosas.
– ¿Qué vainas? Ahora sólo falta que llueva.
– ¿Qué ha de ser? ¡Estos tíos de mierda que no hacen más que alborotar y hacer daño! -Antúnez bostezó nuevamente.
– ¿Qué pasa?
– Hablo del follón que tiene armado toda esta gente. Anoche estuvieron ahí, frente al Congreso, pidiendo no sé qué. Iban a poner fuego a un bus, cuando la policía la emprendió a porrazos.
– No supe nada.
No había estado allí la noche anterior. Salió de los tribunales con Anzola y fueron a cenar a un restaurante costoso. El maitre italiano, que aun de cerca parecía retocado como una foto de estudio, se deslizó hacia la mesa como sobre skíes, luciendo una sonrisa tensa de trapecista. Anzola se portaba como un conocedor. Ordenó una Saltimbocca a la Romana. Las mesas estaban repletas, y los mozos, con sus chaquetillas azules, correteaban por todas partes como ponics excitados por el látigo. El chianti tenía un sabor astringente de madera húmeda y aquella masa hirviente de macarrones gratinados que… Un grito potente resonó en el confín del pasaje. Antúnez miraba el último resto de espuma en el fondo del vaso.
-¿Qué hora es? Al acabar la soda, la sed había reaparecido tostándole los labios.
De repente se oyó a sí mismo como si su voz atravesara por un caño oxidado: -¿Es que tú no sabes lo que es un hombre cuando tiene hambre, Perucho?
El español emitió una serie de rugidos cortos. -¡Hambre! ¡Hambre! Los ojitos acuosos se llenaron de brillo y asomaron ambos lagrimales semejantes a nudos de carne viva que estuvieran a punto de sangrar. -Yo sé lo que es pasar hambre de veras-gritó-. Comes unos gramos de pan cada día. ¿Qué digo pan? ¡Mierda!-y sus dedos parecieron barrer las migas en el mostrador.-Últimamente lo hacían de arroz, de centeno, ¡qué sé yo! Y de carne, ¡ni hablar! Antúnez rio entre dientes, mientras el español hablaba acaloradamente.
-¡Que hablo en serio, que no puede ser! -Y alargó el brazo hacia el muro lateral del pasaje: las vitrinas de Cambio Pizzomi, con su adorno de monedas, billetes enormes y carteles de turismo. -Yo he visto a muchos de estos tíos ahí, ¡ahí! ¡Tú lo sabes! -Allá, en el cristal, se movían siluetas de hombres y mujeres, superpuestas a otras imágenes traslúcidas de la gente que pasaba por la acera o los que se agitaban a la entrada del pasaje. Aquellas muñecas holandesas de galleta y las praderas de pana verde con castillos de plomería y torres puntiagudas; laderas de pinos verdinegros y las montañas nevadas que semejan lujosas copas de helado relamidas. Perucho hablaba a gritos. Toldos azules y toneles de cerveza de Munich. Una mujer con un niño y dos hombres contemplaban todo aquello en silencio. La mujer se apartó, empujando al niño que vestía pantalones ajados y una camisa roja. Uno de los hombres encendió un cigarrillo.
Antúnez oyó un zumbido en su cabeza, tuvo un eructo con resto de whiskey y zumo de limón y le pareció sentir la tibieza de la sábana en el cuerpo desnudo, cubierto por una piel seca y caliente. Los párpados fijos como conchas. ¿Por qué había tenido que levantarse tan temprano? Miraba, a su lado, la almohada vacía mientras la suya ardía bajo la nuca. Leticia entró al cuarto. Lo miró desde el borde de la cama con expresión seca y contrariada. -Me dijiste que tenías que levantarte a las nueve -dijo-. -¿Qué hora es? – Las nueve y cuarto. -No tengo ganas de levantarme. -Sentado en la cama, mirándose los muslos desnudos -dos trozos gordos y rojizos, donde la piel parecía irritada y venosa, como si la hubiese frotado con lija-, sentía que su propia voz se le encerraba en el oído y parecía vibrar allí sobre una delgada membrana. -Estuve con Anzola, se empeñó… Ella no volvió a hablarle en toda la mañana. Vio aparecer en el cristal la imagen transparente del Turco Bríñez, a quien acababa de tropezar a la entrada del pasaje, entre un grupo de conocidos. No quiso detenerse y apenas les hizo un ademán de saludo, aunque Briñez lo persiguió casi hasta la entrada del bar. Paredes estaba con ellos: – ¡Tengo que hablarte, Antúnez!
Ahora, algo le molestaba entre las ingles. -He debido cambiarme de interiores. Al mediodía, después del baño… Pero también tenía que almorzar con Pastorita. -Va a estar furiosa, de seguro. ¡Hoy todo es una mierda, por lo visto! Perucho seguía relatando lo que había visto la noche anterior, allí, frente al Edificio del Congreso. Estaba horrorizado. ¿Adónde íbamos a parar? -…¡Pero las cosas tienen que marchar! Y si lo que buscan es la anarquía, ¡ahí tienen el ejemplo de España! -Temblaba. La risa chillona de Antúnez parecía estremecerlo como un contacto eléctrico. -¡Bien sabes tú que yo me cago en los curas!
Entraron dos clientes en mangas de camisa y el isleño comenzó a mover las palancas con impulsos precisos y rápidos. Dos mujeres pasaron directamente al teléfono. Mientras una hablaba al aparato, la otra, envuelta en un traje ceñido que modelaba sus caderas robustas, pretendía adoptar una actitud ausente mirando indistintamente al techo y a las mesas vacías. Eran las diez y media y a esa hora, como de costumbre, los empleados de las oficinas bajaban en grupos a tomar algo en los cafés de la cuadra. La barra se poblaba de mangas blancas, juegos de pluma fuentes y corbatas oscilantes. Antúnez empezó a hablar en sordina.
-Si yo te muestro la cantidad de embargos por deudas que hemos hecho en menos de veinte días… -le daba palmaditas a su portafolio-. ¡Es impresionante!
– ¿Me lo dices a mí? Si a veces provoca cerrar e irse a la mierda. Una tierra tan rica, un país como el vuestro…
Antúnez volteó al oír un arrastrar de tacones. Era la mujer que acababa de levantarse, y atravesaba despaciosamente el salón apretando una negra cartera bajo el brazo.
– ¿Sabes quién es?
– Pues no. Llevaba ahí dos horas o no sé cuánto. Ayer vino también con un crío.
– Yo creo que es loca -dijo el isleño.
– ¿Qué ha de ser loca, Tomás? ¿No ves que es una pobre mujer?
-Lo digo por la mirada. Yo les conozco la mirada. En mi pueblo había una mujer como ésa. Estaba siempre hablando sola.
– Pues yo no le he oído decir una palabra desde…
– La he visto en el Tribunal en estos días. ¡Quién sabe! Meditó unos instantes hasta que se desprendió del taburete.
– Perucho, si Anzola aparece por aquí, dile que me espere, que no se vaya. Yo vengo al mediodía, seguro.
Pero aún no se resolvía a salir. Allá fuera, Bríñez…
Le parecía estar viendo de nuevo a la mujer mientras desaparecía en silencio por la puerta. Durante toda esa mañana, su mente trabajaba en medio de una lentitud pesada y recurrente como si durmiera y despertara en breves intervalos. Alguna imagen que sorprendía al azar, tardaba en desaparecer por completo o se quedaba agazapada en algún lado, bien borroneada o desprendida del conjunto, y con frecuencia injerta en otras figuras de manera grotesca o risible. Ahora había creído ver sólo las piernas de la mujer, cortas y jamonudas, y los negros zapatos torcidos que vacilan bajo el peso del cuerpo. Pero antes de que la ilusión se disipe por completo, aparece Leticia en el momento de entrar al Pantry en bata de casa, una bata de flores moradas que había usado esa mañana. La taza de café con leche humea en su mano. Oye el golpeteo suave de las sandalias… El grito áspero del vendedor de lotería. El hombre, plantado allí, tan cerca que no le bastó haber apartado la mirada, pues siguió aspirando su olor descompuesto, un olor tibio, verdoso como una capa de moho fresco, parecía narcotizado, los ojos vacíos e inmóviles empañados por un humor vidrioso. No atinaba a moverse de allí de ninguna manera, y de pronto, como si dejase caer un objeto oxidado, volvió a gritar la cifra.
– No te olvides, Perucho.
– Ve con Dios, hombre.
Pagó y salió al pasaje.