Renato Rodríguez
Primera parte: I
Al fin llego a París; en la estación de Saint Lazare no sé qué hacer, estoy un rato indeciso y luego, como en Le Havre he descubierto la Consigna, decido dejar allí mis cosas y largarme a caminar a ver si consigo a Eduardo. Cuando me dirijo a depositar mi equipaje veo a Henrique, yo no sabía que estuviera en París, no le veo la cara, pero con ese cogote de toro viejo no puede ser sino él, está también en la Consigna; una vez que he depositado mis cosas me vuelvo para llamarle, pero ha desaparecido ¡Lástima! No me entusiasma mucho hablar con él, pero tal vez hubiera podido darme algún dinero. El pobre Henrique ¿Qué andará haciendo por aquí? No debe tener muy buenos recuerdos míos, yo siempre estaba hiriéndole con palabras mordaces, pero la culpa era de él, yo no puedo aguantar a la gente ingeniosa. La última vez que le vi, se acercó sonriente a saludarme y cuando nos dimos la mano le dije:
—Me siento tan solitario en este momento que no me importa haberme encontrado contigo.
Era cruel de mi parte haberle hablado así, él fue y se lo contó a Adolfo muy adolorido, pero ¿Quién le había autorizado a andar haciendo por ahí chistecitos a costa mía?
Claro, él se acordaba de nuestra vieja amistad y del aprecio que me tiene, pero yo quiero también que me respete y, además, todavía no me he vengado suficientemente de aquella broma suya, cuando teníamos unos quince años y decidimos marcharnos de nuestras casas, cansados de tanta autoridad y falta de comprensión, y una vez que habíamos llegado al puerto y permanecido allí dos días buscando un barco que nos llevara, él se acobardó a la hora de embarcarnos y con mil excusas me hizo regresar a casa, donde me esperaba una gran paliza, no porque hubiera estado dos días fuera, sino porque habiendo querido hacer bien las cosas les dejé a mis parientes una carta explicativa, donde les manifestaba lo insoportable que se me hacía la vida a su lado, me quejaba de su falta de cultura y del estado de atraso mental en que todos ellos se encontraban.
Henrique había desaparecido y viendo aquel gentío ni se me ocurrió buscarlo. Salí de la estación y caminando al azar llegué a la iglesia de La Madeleine, sigo caminando y llego a Las Tullerías, continúo caminando por la margen del río y amarrado allí me encuentro con el bateau de Brama, sigo marchando, atravieso el río y sigo marchando hasta llegar a la calle de Seine, me meto por ella y comienzo a encontrar galerías, puras galerías, de arte y de otras cosas; al final de la calle está el mercado repleto de legumbres y carnes y en la esquina el muy famoso Boulevard Saint-Germain, camino por allí un poco todavía, husmeando por bares y cafés, y de pronto allí está Eduardo, tal como si hubiéramos tenido una cita, que a lo mejor teníamos sin que él lo supiera y yo tan sólo lo deseara; me presenta a Nanette y marchamos los tres juntos por varios sitios hasta que dejamos a Nanette en la puerta de su casa y nos vamos a comer él y yo.
Hace años que no veía a Eduardo. Con gran frecuencia he soñado que llegaba a una ciudad, no sé cuál, no siempre era la misma, en que habitaba Eduardo; la ciudad me era familiar o por lo menos me movía en ella con cierto desparpajo, aunque estaba siempre muy agitado y en los últimos tiempos la agitación era ya insoportable. Yo me dirigía con gran seguridad a algún sitio, generalmente un café, donde debía encontrar a Eduardo y al llegar, Eduardo nunca estaba; a veces tenía tiempo en el sueño de esperarle un poco, pero nunca llegaba ni le encontraba. Después me despertaba presa de un enorme disgusto y no podía dormir más.
Eduardo me dice:
—Yo estoy muy cansado —con aire de pesar y agrega mirándome con fijeza— Yo he trabajado demasiado para poder comer.
Yo guardo silencio, éstas no son expresiones propias de Eduardo, al menos del Eduardo que yo conocí. Yo tenía el temor horrendo de encontrarme al llegar a París con que Eduardo se hubiera marchado, se hubiera muerto de cualquier cosa o que se hubiera suicidado, pero viendo la expresión que pone y las cosas que dice creo que habría preferido aquello.
—Yo estoy viejo, muy viejo.
No es cierto, él sólo tiene treinta y siete años. Luego agrega:
—Publiqué mi libro, te envié un ejemplar ¿Lo recibiste?
—Sí, lo recibí.
—Como construcción artística fue un éxito, pasará mucho tiempo antes de que sea superado.
No es cierto, es aburrido y demasiado inteligente, a mí nunca me gustó su libro, él tiene mucho talento y un gran sentido crítico pero como creador nunca me gustó, es muy rígido y demasiado inteligente.
—No me lo han agradecido ¡Cabrones! Ni siquiera de comer me han dado, por eso he tenido que joderme tanto trabajando, estoy cansado, estoy viejo ¿No ves la cantidad de canas que me han salido?
—Bueno, sea —le digo — Pero al menos ¿Escribes?
—¿Escribir yo? No, hijo mío, de ninguna manera, aprovecho mejor mi tiempo, escribir es una idiotez.
A mí no me gusta esa manía que siempre ha tenido Eduardo de estar llamándome «Hijo mío». Me jode ser hijo de nadie, además él sólo me lleva cuatro años de edad, sin embargo se lo tolero, no quiero entretenerme en tonterías.
—Pero, Eduardo ¿No te acuerdas de todo lo que me decías? «Escribir es una obligación, quien es escritor no puede hacer otra cosa y si la hace la paga.»
—Olvídate de esos disparates, al diablo la literatura y su martirio, escribir es una idiotez, habiendo en el mundo tantas cosas buenas, bebe vino y refocílate, como decía el Arcipreste de Hita. Te pones a escribir, publicas tu libro y ¿Para qué? Los críticos hablan si les da la gana, hacen las interpretaciones más peregrinas, sin decir nada desde luego ¿Qué van a decir? Si tuvieran algo que decir serían escritores en lugar de críticos. O no hablan en absoluto; los amigos te felicitan en el café, pero no te leen, te repiten lo mismo que tú les has estado diciendo a ellos durante el tiempo en que no habías publicado tu libro, te dicen «Una gran novela» Cuando te has marchado empiezan a reírse porque cada uno de ellos va a escribir uno mejor. Nadie te lee y en América, menos aún; no, hijo mío, tienes que pagarte tu edición, pequeña desde luego porque no tienes dinero y ni aun así la puedes vender; al final ni éxito literario ni plata. Y los años perdidos ¿Quién te los paga?
—Pero, Eduardo ¿Y la realización? Si escribes te realizas como ser humano.
—¿Qué realización? Si escribes te frustras como ser humano, cambias tu vida por un bojote de palabras sin pies ni cabeza. Permíteme una estruendosa carcajada; si quieres realizarte, hazlo bebiendo buen vino y ayuntándote con fermosas hembras y con yantares de tu agrado, que a eso viene el hombre al mundo. ¡El falo, el falo, ahí está la cosa, justo en el falo!
Cuando terminamos de comer nos vamos, dejo a Eduardo con la promesa de vernos al día siguiente, tomo un cuarto para pasar la no che y me acuesto. A lo mejor Eduardo tiene razón ¡Qué coño! Yo no sé nada, todo lo que está muerto está muerto y no se puede recomenzar la vida, no, la vida no se puede recomenzar. Y ¿Si se pudiera recomenzar? ¿Qué habría hecho yo duran te todos estos años en que he estado sólo pendiente de encontrarme con Eduardo y de hacerle leer lo que yo iba a escribir? Puede que yo no sea escritor, que escribir no sea ninguna obligación, ni aun si se es escritor, yo no sé, si no lo fuera mejor para mí, que ni me gusta ¡Qué tedioso es sentarse delante del papel en blanco y tener la cabeza también en blanco y un hormigueo en los cojones, pararse, dar vueltas por el cuarto, encender un cigarrillo, ponerlo en el cenicero y olvidarse de fumarlo y sentarse otra vez y cuando parece que te va a llegar un embrioncito de idea, una ideíta, zas, la cigarra que rompe a cantar sus taladrantes estridencias que uno no puede aguantar, y al baño a orinar. Y que sólo cuando estás por las noches a punto de dormirte se te ocurre alguna cosa brillante y luego al día siguiente, por flojo y no haberte levantado a anotarla, ni la más remota memoria. Y mientras orinas acordarte del último incendio, el que vi cuando iba para la papelería a comprar papel y una cinta para la máquina, después que esa tarde no se pudo hacer nada por culpa de la cinta que estaba muy gastada y porque el papel se había acabado, ése del bueno, que del otro todavía había pero no me gusta usarlo porque lo que hago en él siempre me queda malo, no como en el otro, ese blanquito de dimensiones tan armoniosas, de a 6,50 las quinientas hojas. Y aunque escribir a máquina no te gusta tienes que admitir que el tecleteo de la Olympia es tan sabroso, porque es realmente distinto del zumbido de la máquina de pulir granito que usa el constructor que está reparan do la casa de al lado cada vez que una buena idea te está asomando en el cráneo y estás sentado frente a la typewriter con todo el cuerpo en tensión monologando experimentalmente entre dos diálogos de tu libro, entre tu primer nombre y el que te agregó el cura en el bautismo para que el conjunto sonara más cristiano. Winston Abderraman Perozo no, José Abderraman Perozo; entre Winston Perozo y José Perozo y cuan do te has desembarazado de tanta bolsería, tu mamá que te llama para que vayas a cenar o para preguntarte si quieres café y no puedes demorarte hasta que hayas agotado el soplo, porque hay que quitar la mesa temprano para que la criada pueda marcharse temprano porque el novio la está esperando y ¿Qué diablos llaman temprano? Justo el momento más inoportuno.
«No, si tú puedes escribir en tus ratos libres» ¡Tus ratos libres! ¿Cuáles son tus ratos libres? Dímelo ¡Cabrón! Que estoy ansioso de saberlo para librarme de coger esas espantosas rabietas delante del papel, blanco como un desafío, torturado por el negro rodillo, esperando a que te salga algo de la mollera, por la punta de los dedos, si la espera se vuelve desmesuradamente larga y el papel empieza a gritarte ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Vaya con el escritor que no escribe nada! ¿Qué diablos espera para comenzar? ¿Hasta cuándo prolegómenos y orinaderas? ¡Aunque sea un recado de Navidad! Me paro a orinar otra vez y vuelta a recordar el incendio con todas aquellas mujeres asustadas y los bomberos dando carreras apartando a los curiosos empeñados en ver las llamas cagándose en la obra de los arquitectos. Pero los muy maricones son muy tenaces ¡Arquitectos de mierda! ¿Por qué hacéis casas? ¿Por qué no os suicidáis todos? Dejad a la gente y a los bomberos tranquilos que tienen que irse a quemar para salvar vuestros falos monstruosos. Apenas removidos los escombros, hete aquí un arquitecto proyectando nuevos falos con ascensor y desprovistos de sangre. «El falo, el falo, el falo» grita Eduardo en la azotea y se muere de risa mientras asa en la estufa una paloma para comérsela «El falo, el falo, el falo, ahí está la cosa; seguid escribiendo ¡Cabrones! mientras yo copulo y bebo vino, que os hará mucho bien, pero no pretendáis que yo lo haga, porque no hay quien me pague: todos quieren leerme, todos, pero gratis no seré yo quien haga nada, estoy cansado, he trabajado mucho, estoy viejo ¿No me veis las canas? Estoy cansado; el falo, el falo, el falo, ahí está la cosa señores ¿Quién da más? Veinte años al servicio de la literatura es demasiado».
Lo que Eduardo decía podría ser válido para mí o no, pero en todo caso para él no lo era. Eduardo no es escritor, no tenía por qué haber escrito y está pagando haber hecho otra cosa. Puede que tenga razón, pero y a mí ¿Quién me paga mis diez años en el vacío? ¿Quién me los devuelve? Y como que soy medio profeta y no lo sabía ¿Qué eran aquellos sueños? Premoniciones de lo que iba a ocurrir y yo no lo sabía, no sabía que era profeta, cuando llegaba a la ciudad, buscando a Eduardo y no lo encontraba. Me
angustiaba porque pensaba que él habría muerto o se habría suicidado. Eduardo no estaba y yo no sabía lo que en realidad iba a pasar. Él me habló mu chas veces de la llave del gas; mentira, puros trucos, no se mata nada. Y yo que tenía ese miedo de quedarme sin nadie que leyera mis cosas, que me halagara a seguir escribiendo, que me entendiera como Eduardo me entendía y no pues, lo que encuentro es que el tipo que yo conocí ya no existe más.
Yo soy un tronco de profeta ¿Verdad? ¿Verdad? Sólo que no lo sabía.
Le conté después la historia a Fernando y él le puso un final dramático, pero yo no soy asesino, además no hay a quién matar, no existe más, existe otro y en diez años es verdaderamente otro porque ha cambiado de células, de uñas y de cabello varias veces.
Fernando, que dice ser director de cine, me dijo:
—¡Qué buen argumento para una película.