literatura venezolana

de hoy y de siempre

La guaricha (fragmentos)

Julián Padrón

I La llamada del monte

En este paisaje nació y se bañaba el pecho José Mayo. En este paisaje creció y supo que se llamaba así, respondiendo a otras voces con la suya.

—¡José! —llamaba el padre, parado en la puerta de la casa.

—¡Ah! —contestaba él desde el bosque.

—¡Joséee! —repetía con más vigor el hombre.

—¡Señor, ya voy! —corregía el muchacho, saliendo del matorral.

También contestaba muchas veces de esa manera a voces que perdidas en el monte parecían nombrarlo. Seguramente eran los árboles que se habían aprendido el eco de su nombre cuando su padre lo llamaba. Entonces sentía miedo y regresaba a la casa todo azorado.

En este paisaje se bañaba como los pájaros en las orillas de las quebradas, y estremecía después su cuerpo al sol, sacudiéndose el agua, que hacía una lloviznita con arco iris.

Pero una vez se fue montaña adentro, tras una de esas llamadas del monte. Llevaba al hombro un saco de cañamazo, un hacha sobre el saco y en la diestra un machete para abrirse pica detrás de las voces.

El sol partía en dos el día cuando llegó a la mitad del cerro donde se le perdió la voz: Limpió un pedazo de monte alrededor, cortó una vara y la clavó en el suelo, enganchando encima el sombrero de cogollo y el saco de cañamazo. Dio un hachazo en un árbol de la izquierda, donde el hacha quedó clavada, mientras el árbol herido chorreaba savia y resina sobre el acero del gavilán. De un lanzamiento hundió la punta del machete en tierra. Luego, erguido, extendió la vista hacia la cima de la montaña.

Ya el sol estaba bajito cuando José Mayo regresó al rancho del caserío. A la madrugada siguiente emprendió el mismo camino. Así, quince madrugadas lo vieron ascender montaña arriba, y quince soles, antes de taparse detrás del cerro, lo contemplaron llegar al rancho del caserío.

Hoy estaba cayendo la noche cuando él bajaba de la montaña.

Tilde lo esperaba con la mirada puesta en el cerro, a través de la claraboya de la cocina. Algo intranquila por la demora del hombre, atizaba su inquietud en la ceniza del fogón.

Salió a la puerta del rancho y fue hasta la casa vecina a pedir candela. Por el camino venía mirando hacia la montaña, mientras agitaba el tizón para que no se apagase con el frío y para alumbrarse los pasos. Ya las brasas estaban en el centro del fogón y las astillas nuevas empezaban a arder. Con el primer humo que se fugó por la claraboya, se le fueron también los ojos hacia el camino de la montaña que traía a su hombre.

José Mayo, desde la cuesta, adelantó con dos gritos su presencia en el hogar. Siempre que la noche lo sorprendía en los cerros cercanos gritaba desde el alto para que su mujer no se asustara de las sombras que rodeaban la casa. Tilde siempre contestaba desde el patio a estos gritos de su hombre. Pero esta noche no los oyó, arrebatados por el viento.

José Mayo divisó el resplandor que salía por la claraboya y techo de su rancho, y apresuró el paso. Ya entre los árboles estaba definitivamente oscuro. Pisó aquí una rama y resbaló; fue a caer más adelante y el machete se clavó en la tierra y le sirvió de apoyo. Siguió resbalando de trecho en trecho, más que otras veces. Tenía ansiedad de llegar, de decirle cosas a su mujer, aunque cuando entrara no le diese sino las buenas noches. Porque en realidad no tenía nada nuevo que decirle.

Así tomó el plano, desechó los pensamientos que lo traían en compañía de su mujer y principió a silbar para espantar el frío. Con este mismo silbido llegó a la mirada del rancho. Todas las casas de los vecinos tenían ahora puertas de luz. Al cruzar la tranquera, Almirante le ladró cariñoso y vino a restregarse en sus piernas. Tilde, parada en el umbral de la cocina, al verlo se metió dentro. José Mayo le tomó la puerta.

—Buenas noches! —saludó el hombre.

—Buenas —respondió resentida la mujer.

—¿Cómo que no oíste los gritos que te di desde el alto?

—¡Ahora vienes con ésas…!

—Ni siquiera te dejaste ver en el patio, mirando si yo venía…

—Ni porque traje un tizón de la otra casa para alumbrarme el camino, pudiste verme.

—Dicen que el hambre lo pone a uno a ver azulito… y como tú estás más rosada que la rosa guayaba…

José Mayo y Tilde ríen en un abrazo. El hombre coge de un rincón una tapara llena de agua y se lava las manos y la cara. Después de secarse, expone las manos a las llamas para ahuyentarles el frío. Su estatura se mide por la sombra proyectada en la pared, donde la cabeza alcanza el techo, mientras los pies permanecen afincados en el suelo.

La mujer, entre tanto, sirve la comida en un plato de peltre blanco. Los dos comen juntos, encontrándose a veces sus manos sobre el pan.

El café hierve de pronto en la marmita y se derrama sobre el fogón haciendo chirriar las brasas. Después humea en las tazas, aromatizando la sobriedad de la cena.

La noche íngrima se cierra alrededor del rancho y sobre todo el campo. En la boca de José Mayo se enciende un tabaco y un silencio. El gemido lúgubre del viento penetró por las puertas del rancho, arrastrando el chillido de los pájaros nocturnos, el rebuzno de los burros y el crujir de los árboles. Tilde remienda cerca de la luz.

Igual acontece en todas las casas del vecindario a la misma hora. El hombre regresa del trabajo. La mujer hace la comida. Los hijos sienten hambre y la piden antes de estar lista. Todos comen de lo que hay, y luego sucede la velada del tabaco frente a la cocina todavía encendida. Alguna palabra de los hombres, alguna risa de las mujeres, algún llanto de los muchachos, algún ruido de los animales. Y sobre todas las cosas, la noche, la soledad. Quizá en algún rancho un cuatro echa al campo el zumbaquezumba.

Tilde hace rayas con la aguja sobre la mesa donde arde una pobre lámpara de kerosén. De pronto siente un zumbido alrededor de la luz, y se distrae con las mariposas que se encandilan en la llama y quedan dándole vueltas, terminando por caer sobre la mesa con las alas chamuscadas. Entonces las atraviesa con la aguja y las introduce en la llama, hasta que el acero se calienta y le quema los dedos. Retira la mano con rapidez, espera que se enfríe la varilla y vuelve a ponerla al fuego, reduciendo la mariposa a un carboncito como la punta de la aguja.

Mientras hace esto, Tilde tiene el pecho pegado a la orilla de la mesa y la mano izquierda sujeta la sien, apoyando el codo en la superficie. Con la otra mano realiza todos los movimientos alrededor de la luz. Cuando tiene la aguja entre la llama, fuerte respiración levántale el pecho; la cara, siempre de una firmeza morena, se le torna rosada con los visos de la luz, y sus pupilas copian las contorsiones de la llama al quemar las mariposas.

José Mayo, sentado en una silla recostada a un pilar, absorbe el humo de su tabaco. Tiene los ojos entornados bajo la colcha de penumbra que proyecta la sombra de Tilde. Cuando ella retira la mano de la luz, ésta le pega en la cara, y él abre los ojos y da una gran chupada al tabaco. Después la sombra de su mujer vuelve a caerle encima y él cierra los ojos.

La vivienda de José Mayo es un rancho de paja, con la mitad en piernas y la otra encerrada entre cuatro paredes de barro. A la altura del alero tiene un soberado de caña brava, adonde se lanzan desde abajo todas las cosas que deben guardarse. Cuando se necesitan, José Mayo se trepa por una vara de majagua o por un mecate, y las echa al suelo. Debajo está el cuarto con el catre donde duermen el hombre y la mujer. En un rincón, el altar de barro con imágenes de santos, delante de las cuales, durante la noche, arde una vela. En otro, un nidal con los huevos de las gallinas ponedoras. Recostados de las demás paredes, dos baúles.

En la mitad en piernas, algunas sillas de cuero, y arrimada a la pared del cuarto, la mesa donde al anochecer alumbra la lámpara y la llama calca su imagen en las retinas de Tilde. Al lado, en un corredor que da al fondo, está la cocina con el fogón sobre una tarima también de barro.

José Mayo absorbe los últimos aromas de su tabaco. Una gallina, desde el árbol donde duerme, pide socorro con un chillido prolongado. El hombre y la mujer se miran instintivamente. Hacía tiempo que no se encontraban sus ojos. Tilde sale bajo el alero de la casa y José Mayo toma la escopeta del rincón. Ambos culgan a Almirante, que se levanta de un saco donde estaba echado, y ladra. Lejos se oye el grito del rabipelado.

El hombre lleva la escopeta al cuarto. La mujer y la lámpara desaparecen con el rancho detrás de él. La noche se estira sobre el campo, y entra en la parte en piernas hasta la habitación. Adentro pestañea la luz, un soplo humano la apaga y las tinieblas se precipitan contra las paredes. El mundo gira alrededor del rancho. El mundo de aquel campo, de aquel hombre, de aquella mujer.

Las estrellas, que antes cabalgaban sobre el cerro, caen del otro lado como metras de luz. Parece que alguien estuviese apostando a colocarlas sobre el lomo del cerro, y no acertara.

Paulatinamente se va haciendo más claro. Ya han pasado todas las estrellas al otro lado y su trayectoria ha dejado el cielo blanco de luz. Por fin, una sola ha quedado sobre el cerro, la última que el jugador tenía para ganar. Es el lucero del día que sorprende a José Mayo y a Tilde camino de la montaña, hacia el rancho nuevo.

Y allá llegaron cuando el sol era el sombrero de los hombres. Tilde se quitó de la cabeza la toalla, secose el sudor con las puntas y echó su cansancio a la sombra del rancho nuevo.

José Mayo limpió de su cara la última salpicadura de barro del camino. El flux se le encharcó cuando ayudaba al burro a salir de los atascaderos. Dos veces tuvo que descargarlo para poder sacarlo de los barriales, luego ajustarle la enjalma y volver a cargarlo. Ya al empezar la cuesta, José Mayo se había descalzado las alpargatas y enrollado los pantalones encima de las rodillas.

—¡So, burro! —dijo el hombre.

—¡So! —dijo la mujer.

Almirante llegó con la lengua afuera y se echó a acezar. Luego recorrió olfateando los alrededores y latió hacia nuevos corredores.

José Mayo descargó el burro, lo desenjalmó y le dio con el cabestro en las ancas. El burro, estremeciéndose, sacudiose el barro y el cansancio, buscó un lugar seco y se revolcó. Al levantarse, se sacudió el polvo y metió la cabeza entre el carrizal.

Desde la mañana aquella en que ascendió por la cuesta, tras las voces de la montaña, José Mayo había tomado posesión de este terreno. Limpiar el monte y sembrar una casa es la única solemnidad del campesino en la posesión de la tierra. Y ya una parte de eso se cumplió. Ahí, a la izquierda, está todavía clavada el hacha, y por la cortadura el árbol ha sangra-do bejucos de resina que amarran el acero a la cicatriz. Ahí, a la derecha está el rancho nuevo, con el techo rubio y fresco aún, sin mucho sol y sin mucha lluvia encima.

Para fabricarlo, José Mayo sólo cortó algunos árboles y entre el monte pequeño hizo un rectángulo de hoyos: seis de frente por cuatro de fondo. Se internó en el cerro y escogió a su gusto los horcones de palosano, cargándolos uno por uno sobre sus hombros. Más adentro, cortó los horcones mayores y la cumbrera. Y cerca del claro, por los alrededores, sacó las varas y los bejucos. Cada uno de estos cortes en el monte eran los límites de la propiedad de José Mayo. Metió los horcones, rellenó los hoyos, amarró la cumbrera de los horcones mayores; las varas, de los menores y la paja, de las varas. Todo en una red de bejucos mamures.

Cuando el hombre y la mujer llegaron, el rancho estaba todavía en piernas. Sólo el cuarto se veía encañado, esperando que el barro cubriese su intemperie. José Mayo había picado cerca el pozo de barro, que ya estaba preparado con paja. Pero aguardaba que Tilde estuviera bajo techo para levantar las paredes. Y mejor cuando ella estuviese acomodando sus cosas, mientras tendiera el catre y colocase en el altar las imágenes que había traído en el baúl.

Encerrarla en barro mientras ella edificara sus altares. A José Mayo se le había ocurrido este juego. Mientras él embarrase las cuatro paredes, así no se daría cuenta ella tendría tiempo de salir varias veces afuera, y , de su broma. Cuando estuviese adentro y fuera a salir por ultima vez, ya él estaría embarrando el marco de la puerta. Entonces le pondría en el pecho la pella de barro que tuviese en las manos, abrazándola con todas sus fuerzas, y se quedarían adheridos, como la pared de adentro y la de afuera.

Esa noche por primera vez, ardió la lámpara en el rancho de la montaña dejosé Mayo. Las noches anteriores, sólo los cocuyos habían alumbrado entre aquellos árboles y sobre aquel monte. En el día se encendió también leña en la cocina. Más tarde, José Mayo, Tilde, el rancho y el mundo desaparecieron detrás de la lámpara en el soberado.

Al otro día, en la madrugadita, mujer y hombre separaron sus cuerpos. Tilde prendió la candela, y los dos se sentaron alrededor del fogón, a esperar el café tinto y el alba, que ya se sentía venir por detrás de los cerros y por entre los árboles en el pico de los pájaros.

Después del café, José Mayo amoló su machete en una piedra de la quebrada. Y cuando el copey de la orilla estaba lleno de pájaros, que peleaban por los primeros rayos del sol con algazara, se dirigió al árbol donde la última vez incrustó el hacha con ademán de conquista.

Doble esfuerzo necesitó para desprenderla. El árbol se estremeció y sangró de nuevo. Los pájaros volaron hacia otro árbol. Y José Mayo comenzó la tala.

Aquel día el rancho se llenó de los hachazos del hombre, acompañados de sus pujidos. Uno, dos, tres, cinco, veinticinco, y por fin caía el árbol destrozando las ramas de sus vecinos. Luego, un descanso mientras ramoneaba el tronco con el machete, y vuelta otra vez al hacha para rolearlo. Y después la misma faena con los otros árboles.

A mediodía regresa al rancho a almorzar con Tilde, y en la tarde vuelven a oírse sus hachazos cada vez más lejos. Y cada día más adentro de la montaña, desde donde ya no se oyen los pujidos del hombre, sino los golpes del hacha y la caída del árbol. Ya va tan lejos del rancho que se lleva la ración y la escopeta.

Ayer se salvó milagrosamente de la mordedura de una cascabel. Iba a cortar una cepa de carrizo, y cuando la tenía asida para darle el machetazo, sintió el silbo de la serpiente que estaba enrollada en la cepa. Pero se salvó de milagro, y ahí está la cascabel en el patio.

—¡Por cierto que es grande la bicha: metro y pico y siete nudos en la maraca!

Hoy, en cambio, trajo un pipe del tamaño de una gallina. Lo encon-tró a la hora de venirse al rancho. Tilde oyó el disparo, y cuando José Mayo se lo enseñó desde el barranco de la quebrada, salió corriendo a pedírselo.

—¡No le metas el dedo en la herida, que pierdo la puntería! —exclamó, suspendiéndolo en el aire para que ella lo alcanzase, y rozándole la cara con las plumas.

Así, la tala quedó al fin terminada. Todo aquel bosque se ve ahora echado al suelo. Y en medio de las ramazones marchitas, los montones amarillos de leña.

Pronto comenzará la quema. José Mayo ha abierto guardarrayas de dos metros de ancho para que la candela no pase a la montaña. El rancho está protegido por el monte verde que lo rodea, y por un gran claro entre el carrizal y la roza.

Y, más previsor, aguardó la noche para pegarle candela al talado. El hombre y su mujer, con hachos en las manos, se deslizaron en dirección opuesta sobre la guardarraya, incendiando por la orilla las partes más secas. Bien pronto comenzó a arder la roza por los cuatro vientos. Cuando se encontraron de nuevo en el rancho, la candela había tomado cuerpo y avanzaba hacia la montaña. Grandes llamaradas se levantaban furiosas, y las ramas crujían retorciéndose entre el fuego.

José Mayo y Tilde estaban sobrecogidos de miedo ante las proporciones de la quema. El resplandor los vestía de un rojo vivo, donde los ojos vigilantes parecían más abiertos. La silueta del rancho se proyectaba sobre el copo de la montaña, guardada entre las siluetas del hombre y la mujer clavados en las esquinas.

Desde los ranchos y conucos lejanos se oían gritos de alerta, temerosos de que la candela tomase la montaña. José Mayo le tenía más miedo si se iba por el carrizal, porque allí no la atajaría nadie. Él también, junto con su mujer, empezó a dar gritos contra la candela, atajando las llamas.

Pronto se fueron desprendiendo de las fogatas pavesas crepitantes, que volaban corno hojas de luz en el torbellino de humo, y caían alrededor del rancho.

Tilde fue la primera que dio la voz de alarma. Sobre el caballete del rancho cayó una pavesa y se quedó en la paja sin apagarse. José Mayo se subió a la techumbre por una escalera, y apaleó el fuego que ya había prendido la paja. La llama se aplastaba bajo los golpes, pero volvía a elevarse más viva. Mientras luchaba con la candela que amenazaba destruir su rancho, el hombre gritaba a la mujer que mojara la cobija de bayeta y se la diera. Tilde subió la cobija mojada y José Mayo la extendió sobre el caballete. Ahogado el incendio, la bayeta quedó allí, echada como un perro guardián. Él también permaneció sobre el rancho hasta que las llamas huyeron lejos por el talado.

Tilde, en el patio, se fue desvistiendo de resplandores rojizos. A José Mayo, encaramado sobre el caballete, al fin se le alejó el fuego que le abrasaba el pecho. Cuando bajó al suelo, encontró a su mujer desnuda de resplandores y con las pupilas tras las llamas, sin poderlas fijar sobre las del hombre, que las buscaba.

Frente al patio se extendía la roza quemada, todavía ardiendo en la madera compacta de los troncos. Súbito, en alguna parte de ella se levantaba una gran llamarada, como si se hubiera quedado escondida, y alumbraba el rancho y las figuras del hombre y de la mujer.

José Mayo y Tilde estaban —cuerpos y almas— soasados.

Hombre y mujer amanecieron sentados sobre la piedra del patio.

Más allá, cerca del carrizal, la candela bordeaba la guardarraya.

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