Juan Martins
EN LA INQUISICIÓN de las horas, la noche
(que debes llamar abandono)
tiene lugar en ti.
Has devorado de los sueños
mi techo de ruinas
como este pozo que se mete en la memoria,
lleno de otoño ajeno y vertical
que ciega la sonrisa de los árboles.
Recorría entonces con delirio
en busca de su Ariadna,
pero mueren duendes en la soledad
de este niño que aprendió a morder el miedo.
No es revelarte lo que quiero
porque el secreto—esta casa vencida—,
es y será mi regocijo.
ALGUIEN me lastima
en el cuerpo del otro
para este hundido resto que soy.
Hasta amarte por separado
de la luz que se revienta
sobre mi sueño,
lidiando en el tallo de tu sexo,
como este
proverbio del reflejo
que se yergue de lo eterno
cuando te excitas con la idea
de lo sagrado,
de saberte morir
en un abrazo anegado y disuelto.
HAS DICHO que los labios
son como la ignominia
de tus vestiduras,
nunca usados para la oquedad
desnuda de tu cuerpo.
Ya sin ti, no tendremos la despedida
de los espejos
con los que limpiabas
las sombras de mi rostro.
ESTA CULPA de su mirar
mudo, mientras ahogo
el instante del rezo
por la espera líquida
de tus movimientos.
Pero no pude desgranar el
dialecto de tu tiempo,
desgranar tu respiración
como un presagio de la ciudad
donde se celebra la abertura
de tus pechos.
Y el aliento desnudo se detiene.
CADA INSTANTE de su lágrima
será el resto de tu bajo vientre.
Cerrada sobre la frase
de tu memoria,
una niña posa su cara
sobre las hojas del agua
donde el viento las hunde
hacia aquella sombra húmeda
de la noche,
hacia la sonrisa vencida de
mi arrepentimiento.
Siempre taciturna y distante,
amorosa y sedienta
el cuerpo del sexo te será ajeno.
TENER QUE
odiar al deseo
—que descansa—
en el residuo de la espera.
Las bardas se dilatan
por debajo de los hombres
y no cubren su alegoría,
acaso se oculten del instante
para suplir el adulterio del temor.
Habrá que darle lugar al mundo
a pesar de que el tiempo
se extienda en la amenaza
de dos cuerpos que se levantan.