literatura venezolana

de hoy y de siempre

San Sebastián de Las Tasajeras

Edinson Martínez

I

Al subir la cuesta de la carretera, desde el flanco derecho, cuando fui girando en la curva sobre un ángulo discreto que apenas torcía el volante unos cuantos grados, el sol agazapado entre un grupo de nubes blancas como las motas de un enorme algodonal, fue invadiendo progresivamente con su resplandor ambarino la cúspide árida de una pequeña loma coronada por una vivienda solitaria. Era la primera de una hilera de casas rusticas esparcidas en la tímida hondonada, como si ella hubiese sido sembrada ahí para ejercer el mando comarcal sobre el resto de aquellas ruinas resistiéndose al olvido. Desde la atalaya agreste que ocupaba, la vista se desplegaba generosa sobre la pendiente, pudiendo otear con claridad una ringlera de casas espectrales más abajo, rodeadas de cabras imperturbables hurgando el suelo, mientras iban soltando lacónicos berridos que a nadie importunaban. Sobre el terreno pedregoso, una floresta de árboles mustios, acorralados por una vegetación dispersa aferrándose a la superficie arcillosa, sobrevivían a duras penas esperando el invierno tardío, igual que la ristra de valientes arbustos oponiéndose al viento que, cayéndoles encima, desde cualquiera de los puntos cardinales, aguantaban soberbios los embates antojadizos de las corrientes. 

La carretera angosta por la que ahora transito divide el macizo semidesértico como una larga franja negra y sinuosa, trazando una ruta allende otros parajes para extenderse en el horizonte como si fuese a encontrarse con el mismo astro rey descansando entre las nubes. Llevo horas de viaje, desde muy temprano en la madrugada, cuando todavía en el cielo refulgían atolondrados los incontables puntitos de luz que apaciguan la oscuridad, pese a ello aún no me siento cansado, de modo que detenerme ahora ha sido verdaderamente un contratiempo que no esperaba encontrarme.

Girando sobre el lomo de la carretera, uno de los neumáticos delanteros, repentinamente lanzó aquel estallido tan propio de las pinchaduras de un caucho. El volante, de inmediato, acusando la avería, comienza a vibrar de forma atropellada, obligándome a orillarme sin perder ni un segundo. Poco a poco fui llevando el vehículo hacia la estrecha calzada hasta que fue desmayándose para aplicar los frenos, y detenerme por fin.  Me encontraba inesperadamente en un camino solitario, averiado en una zona por la que según parecía circulaban muy esporádicamente vehículos. Esa fue mi primera impresión, una sensación de solitud única que fue sobrecogiéndome, pues, desde hacía rato, no había visto transitar a nadie en cualquiera de los sentidos de la vía; no venían ni tampoco iban carros. Es decir, para mejor expresarlo, ni bajaban ni subían personas o automotores de ninguna clase a través de la estrecha ruta que se proyectaba en las lejanías de la cordillera. Tal vez sea la hora, incluso el día, me atrevo a pensar. En efecto, los domingos en la mañana, muy temprano, por lo general suele haber poca afluencia de conductores en las carreteras. Esa es la idea que tengo después de haber circulado por ellas durante tantos años. Así, dominado por la contrariedad, aguardé varios minutos sentado dentro del auto, dirigiendo mi vista en derredor, sin el menor propósito de salir a establecer cuál era el verdadero alcance del percance.

Afuera, un silencio sólo perturbado por el rumor del viento bajando desde las colinas, colmaba el ambiente apacible como si allí nada tuviera prisa más que el aire levantando el follaje de los arbustillos famélicos desperdigados en las laderas terrosas. A veces, el berrear de alguna cabra arrancando del suelo agreste el monte ralo adherido con firmeza en el pedregal, se escuchaba lejano perdiéndose como un lamento que iba desfalleciéndose en la inmensidad. Al rato, saliendo de pronto de entre los matorrales que escoltan la carretera, a varios metros de donde me encuentro, veo venir a un muchacho en una bicicleta, viene pedaleando con la habilidad de un malabarista, sosteniendo en una de sus manos, un cartón de huevos con tal naturalidad, como si éste formara parte de su anatomía. Antes de llegar a toparse conmigo, vira a su izquierda y toma el camino arenoso que conduce hasta la cumbre de la meseta, enfilándose a través de un paso rastrillado por las aguas que durante el invierno descienden aturdidas por la pendiente. Según las marcas de la trocha, se arrastran desembocando en raudal persistente hasta la carretera, precisamente, hasta el costado en que ahora me encuentro contemplando el paisaje. En aquella senda de surcos como grandes arrugas serpenteando el trayecto, a paso lento, el ciclista, fue remontando el escarpado sinuoso hasta posarse en la última de las viviendas coronando el cerrito. Cuando el adolescente al fin llega, quizás exhausto, por la lucha que ha significado sortear los escollos del camino equilibrando el cartón de huevos, decido, entonces, salir del vehículo.

La rueda derecha, la delantera, yace completamente achatada sobre el asfalto, desinflada y estropeada, dando la impresión que me encuentro frente a una nave escorada yéndose a pique en medio de la inmensidad.

En uno de sus extremos, una rajadura larga, cortó el caucho en diagonal, como si un objeto filoso hubiese sajado la gruesa armazón negra hasta sacar de sus entrañas el vacío que la sostiene. Examino por unos instantes la llanta, en cuclillas, para apreciar con mis manos la magnitud del daño. No hay nada qué hacer, no tiene arreglo, y enseguida, consternado, pienso en el contratiempo, en la contrariedad y en todo aquel engorro que significa disponerme a cambiar un caucho en plena carretera. Sin embargo, reponiéndome casi al instante, tomo un poco de aire para coger impulso, y me hago de fuerzas para resolver el asunto, mientras el sol pegando a mi espalda, trae consigo la quemante sensación de una mirada espiándome desde algún lugar del rellano. Es aquella extraña percepción a veces sentida sobre el cuerpo a través de una acuciosa observación; una inexplicable presencia que nos sigue con sus ojos hasta que, en el albur de las reacciones humanas, finalmente, se intercepte con disimulado gesto.

Ya de pie, al voltear hacia el camino que minutos antes tomara el ciclista, miro en ambos lados de la ruta polvorienta y busqué en sus alrededores el origen de aquella sensación que quizás fuera fruto de la imaginación, del recelo que me posee hallándome desamparado frente a tan desafortunado percance, y no, en efecto, un acecho inexplicable. Paseo mi vista fugazmente sobre el caserío, y trato de contar las viviendas; son cinco o seis, todas muy dispersas, con patios extensos remontándose sobre la austera cuesta que conduce a la meseta. En una de ellas, la primera del ala derecha del camino, dos mujeres, ambas jóvenes, en el umbral del humilde pórtico, hablan entre sí mientras señalan el lugar en que varias cabras arrancan del suelo el pastizal reseco. Un perro de patas blancas, bate su cola empinando el hocico con la lengua suplicante hacia ellas, quizás sea alguna promesa que le han hecho a sus instintos, que ahora se las está reclamando lanzándoles dos o tres ladridos mendicantes. No parecieran haber notado mi presencia, incluso ni siquiera me miran. En el extremo opuesto, tal vez diagonal a ellas, subiendo la pendiente, otra de las casas luce desocupada, como abandonada, cuyas ventanas y puerta principal ofrecen un semblante de clausura, no obstante, sobre el dintel de la entrada, un bombillo pegado en la pared, todavía continúa encendido con su luz incandescente diluyéndose entre los fogonazos amarillentos del sol que apunta desde atrás de la colina. A su lado, varios metros más arriba en el camino, separándose en el terreno que ambas comparten por un camellón de alambre de púas que las divide, otra vivienda parece vacía. Un árbol cubre parte de su fachada con largos brazos envolviendo el techado.  Detrás de ella, varias filas de arbustos floreados forman un precario jardín multicolor con plantas de la estación. Allí, otra vez, los seres más comunes del paisaje, se pasean indiferentes, impasibles, por la estepa soleada, ensimismados, como siempre, en la única tarea que sus cerebros les prescribe en su existencia: rebuscar entre el matojo de la tierra el alimento que les sirve de sustento mientras van berreando.  A su frente, una casa más baja, con el resto de sus dimensiones recortadas, se alegra con el sonido estridente de una radio metida en sus entrañas; su eco se pierde entre los rumores sordos que forma el viento bajando por los cerros. Así la cháchara del hablante, acompasada por una música de fondo, sube y baja de intensidad en el ambiente según quiera la caprichosa fuerza del viento, quedándose muchas veces flotando en la atmósfera, como si estuviese penando en el limbo creado por los pliegues topográficos de la zona.

Desde otro de los linderos de la cuesta, al que miro con cuidado, atraído por un tendero de ropas masculinas y femeninas agitándose bajo el imperio de la exhalación furiosa de la hora, tampoco observo a ningún ser viviente. Si hay alguien ahí, dentro de la humilde vivienda, seguramente estará ocupándose de las tareas del día, cronometrando con rigurosidad el paso del tiempo cuando con afán realiza aquellos menesteres que han esperado el fin de semana para atenderse con disciplina de ama de casa. No viene de allí observación alguna. Luego, al levantar mi mirada, persiguiendo la azarosa vigilancia, un poco más arriba de las otras casas, enseguida, como sobando la planicie sobriamente encumbrada, en la siguiente de ellas, mi vista se posa con rapidez sobre un hombre mayor junto a un niño entretenido con unos polluelos amarillos a los que van lanzándoles los granos de maíz desde un recipiente que sostiene el viejo en su regazo. El niño brincotea agarrado al pantalón de quien parece su abuelo, aunque, también, pudiera ser su padre, a simple vista se aprecia jubiloso, pues, a medida que los animalitos los van cercando con el picoteo alborotado, el infante se ríe con la risa nerviosa de un chiquillo repartiendo su gozo entre el recelo y la alegría. Ambos sólo tienen atención para el regocijo dominguero, ninguna otra cosa los distrae. Esta es la penúltima de las viviendas de la ruta pedregosa que va asentándose hasta la augusta colina. Más adelante, bajo una confusión de trinitarias rojas, moradas y blancas, formando un nudo esplendente de flores sobre un cercado, se antesala el fin de la pendiente. 

En la cresta de la loma, en su flanco izquierdo, abriendo paso al camino áspero que se introduce en la meseta, bajo la sombra de un araguaney en flor, mi vista se estacionó sobre la figura de un anciano sentado con una manta sobre sus piernas, se apreciaba como protegiéndose de un frío que bien sabía era inexistente. Sus manos, sujetándose una palma dentro de la otra, descansaban sobre sus piernas, mientras se acodaba en los apoyabrazos del asiento en actitud serena. Su semblante apuntaba su mirada directamente hacia mí, como si desde la espléndida atalaya en que moraba no pudiera otearse ninguna otra presencia que la mía. Cuando logramos alinear nuestros rostros al vuelo de la imaginación que acortaba nuestra distancia, ambos supimos de inmediato que estábamos mirándonos. Así, al fin, después de mi vuelo rasante de unos segundos extendidos sobre el paisaje ocre que nos mediaba, ya pude descubrir la observación que, desde aquella fisonomía tostada, de barba rala y blanca, me contemplaba muda desde la cima de la campiña miserable.

II

El sol de cuarenta y cinco grados sobre la superficie baña jubiloso la comarca, su exhalación luminosa la tengo de frente azotando inclemente mi rostro. Levanto mi mano para escudarme de él, cubriendo mi cara con la palma derecha abierta pretendiendo tapar el disco dorado que, azorado, se yergue entre un montón de nubes blancas. El anciano, en gesto inesperado, sin los centellazos molestándole porque nacen a sus espaldas, alza por su parte, su mano. Lo ha hecho al propio tiempo en que elevo la mía, también con su diestra abierta, como respondiendo a mi ademán protector con similar movimiento. En las primeras de cambio dudo de la señal, pero, de seguidas, vuelvo a sacudir con indecisión la mano, mientras, empujado por el sol inclemente, me arrimo al auto dominado por la torpeza. Apenas bastó ese oscilar tímido con el que respondía para que el anciano me devolviera un saludo franco. Ya no había sorpresas, en efecto, el hombre estaba al corriente de mi presencia en aquel insólito lugar, por tanto, no se trataba de un espejismo ni el fruto de mi imaginación haber supuesto el acecho de una mirada sobre mi espalda al examinar la rueda. Consistía con claridad un hecho tangible su existencia. Mientras llegaba a esta conclusión, aquel sujeto seguía allí haciéndome señales amigables, oscilando su mano, una y otra vez, como si quisiera enfatizar su condición de espectador en aquel reino solitario. Tenía rato observándome, tal vez desde el mismo instante en que me detuve.

En la llanura, todos los sonidos se amplificaban como si salieran de descomunales parlantes, perturbando el sordo silencio que la naturaleza engendra cuando está poblada únicamente de seres inanimados. Pasando mi vista sobre el paisaje congelado, siguiendo el rumor que rueda por el desamparo, observo el sinfín de señales que envía este pequeño mundo abandonado: Una cabra lanzó un berrido desde el solar opuesto al vigía sempiterno, enseguida su bramido es respondido por el grupo disperso en toda la planicie, como si pretendiesen transar una conversación en la comarca. El perro patas blancas, ladrando juguetón, suplicando atención, recibe el grito irritado de una de las muchachas espantándolo de su lado, empujándolo hastiada al patio soleado de la casa, el lugar habitual de los animales. El viento, descendiendo por la depresión de las colinas cercanas, atraviesa sedoso las laderas, manifestando sus huellas invisibles en el repentino alborozo del precario follaje que ha sobrevivido a la sequía. Un aire perfumado golpeándome el rostro en ráfagas discretas, de pronto llega acariciándome con tanta calma, con tal placidez que, por un instante, el apremio que ha hecho detenerme, deja de tener la urgencia que hace unos minutos me abrumara; sin embargo, apurándome instintivamente por el tiempo que corre, me dirijo, entonces, a la maletera para retirar el caucho de repuesto.

III

Al levantar las herramientas y parte del equipaje descansando junto a otros objetos en la cajuela, descubro enseguida el nuevo imprevisto: ¡el caucho no tiene aire!… ¡Está desinflado!… ¡¿Qué vaina! ¡¿Y ahora qué hago?!… El corazón me palpita tan fuerte que ya no era el viento quien estremecía mi camisa, sino una crepitación azorada saliendo del costado izquierdo de mi pecho. Sudaba frio mientras golpeaba desesperado el lomo del caucho, aferrado a la estéril idea de suponerlo en condiciones de hacer su trabajo: ¡no hay nada que hacer!… ¡Es inútil! Me repito consternado.

Al sacar mi rostro de la maletera, lo giro a la derecha, y persigo la mirada fija del anciano allá en su aposento, como si fuese en ese instante la única tabla de salvación a mi traspiés. La consigo de nuevo, igual que antes: impávida, imperturbable, contemplando el paisaje arruinado y soñoliento que le rodeaba, donde ahora yo también formo parte por causa de la fortuita tiranía del azar. El viejo, una vez más, alza una de sus manos y, torpemente, con la palma abierta, como ya antes lo había hecho, me saludó otra vez.

Desde que llegué a este lugar, ningún otro vehículo había cruzado la vía, podría desnudarme y plantarme en medio del asfalto y nadie se enteraría. Es, en efecto, una carretera desolada, ya ni siquiera es que tiene muy poco tráfico, como en cierto momento pensé, sino que verdaderamente no tiene tránsito alguno. ¿Me habré equivocado de ruta?… Me preguntaba aturdido en par de ocasiones. Recuerdo haber girado a la izquierda varios kilómetros atrás, justo como indicaba el letrero en la autopista señalando la indicación.  Estoy seguro de haber tomado la vía correcta… Me decía con insistencia. Pero, bien, no es ese realmente el problema que ahora tengo, termino por admitir.  El asunto apremiante consiste en reparar la avería de la rueda, o, en su defecto, reponer el aire al caucho de repuesto. Ninguna de las dos cosas a simple vista puedo hacerlas. Me apena tanto, porque en otras circunstancias, serían tan elementales y rutinarias, que, realmente, no pasarían de ser un percance menor, una menudencia de fácil resolución. Pero, aquí, en medio de la nada, entre cabras y matorrales, acechado por un guardián de soledades y evitado por otros ensimismados en sus infortunios, atascarse así es una verdadera tragedia.

Así, avasallado por mis temores, lleno de aire con lentitud mis pulmones y trato de pensar. Desde la hondonada, la radio continuaba sonando con su mismo fragor, y las mujeres que hace apenas unos segundos viera interesadas en las cabras del solar contiguo, corriendo al perro que las agasajaba lisonjero, ya se han retirado. La casa con la bombilla colgando en su fachada, aquella que estuvo encendida minutos antes, ahora se observa apagada. Y hasta el perro adulador de las dos jóvenes, también ha desaparecido pese a desvivirse por ellas. Más arriba, en donde el viejo con el niño se entretenía con los polluelos, el abuelo da un manotón y hace correr despavoridos a los alegres pollitos por el patio baldío que rodea la casa. De pronto, al ciclista del cartón de huevos, lo vi venir esta vez de regreso loma abajo. Viene sorteando con su manifiesta habilidad las arrugas del terreno yermo, tal vez ha retornado por algún otro encargo hasta un vecindario cercano. Me digo. Quizás pueda ayudarme, decirme al menos, dónde podría reparar la rueda. Me animo a pensar. Siento un alivio verlo acercándose.

Mientras tanto el anciano seguía allá arriba como si nada le importunara. Cada vez que volteaba a mirarlo, enseguida encumbraba su mano y me saludaba, parecía un gesto automático respondiendo a una razón premeditada. En pocos segundos lo descubriría.

A medida que el ciclista se aproximaba, su fisonomía va haciéndose más nítida. Al principio pensé que se trataba de un muchacho, tal vez, un adolescente, sin embargo, mirándolo ahora de frente, puedo notar que se trataba de un hombre que hace rato dejó la pubertad. Tiene un rostro reseco, como la extensa superficie agostada que nos rodea; de cabello negro, abundante, agitándose con sus mechones para todos lados según prefiera el azote de la ventisca. Lleva una camisa a cuadros y un pantalón de un azul desteñido. Es delgado, enjuto, pero con un cuerpo firme, aferrado al manubrio con la destreza de un jinete sujetando las riendas de un caballo brioso. Por la orientación que trae su andar, viene hacia mí. Las ruedas vienen enfilando conforme a la intención que su semblante marca con la brújula invisible de sus gestos. ¿Vendrá a ayudarme?… Pensé. Lo he visto subir antes hasta la meseta llevando el cartón de huevos, vi cuando entraba en el patio de la última de las viviendas, pasando a un costado del anciano, de aquel celador impertérrito desde su alcor rastreador. Tal vez ha notado mi necesidad de socorro. Digo animado. Me sacudo el polvo que creo me ha cubierto la camisa y renovando mi optimismo, esperé a que el ciclista se acercara hasta donde yo estaba.

En el margen opuesto de la carretera, la que ahora tengo a mis espaldas, no se divisan viviendas, ni fincas con animales pastando, ni personas andando; en cambio, un bosque marchito de arbustos arrugados y verduzcos, xerófitas abundantes, araguaneyes en flor, y otros árboles dispersos que no sabría nombrar, colonizan abundantes la vastedad desolada y árida del paisaje. El viento pega en leves ráfagas, aupando una polvareda momentánea que se disgrega etérea, metiéndose entre los arbustos y el follaje ralo del resto de las plantas. De allí surgía un chiflido integrándose al silencio atrapado en la vega desolada. ¿Cómo podrán vivir personas aquí?… Me pregunto angustiado.  Supongo que se habitúan del mismo modo en que lo hacen los animales y la vegetación…

El ciclista, a escasos metros, alza su cara, sacándola del suelo arenoso del que venía pendiente y me mira. Sin dudas, tengo ahora, la certeza de que viene hacia mí. Una sonrisa discreta confirma mis conjeturas, cuando observo que distiende sus labios al mismo tiempo en que me dirige sus ojos sembrados en unas cavidades ojerosas. Son unas pupilas verdes como un par de metras alegrándose junto al rostro que, entonces, se arrebuja con una súbita expresión afable.

–Le manda a decir el abuelo que suba hasta allá –me dice enseguida que se detiene frente a mí.

El hombre ha frenado la bicicleta con la planta de un zapato polvoriento rozando la rueda trasera. Con el burro entre las piernas, como también se le llama al tubo superior que une las dos secciones de la bicicleta, el sujeto se planta delante de mi mientras me recita el mensaje del anciano. Una vez que comunica su recado, giro mi rostro hacia la meseta. Desde allí, el viejo alza su mano y vuelve saludarme, oscilándola como si fuese una marioneta a quien le hacen andar su extremidad.

–¿Y qué desea el señor?… –le pregunto.

–Ah, pues… No sé… Siempre ha estado esperando por alguien. A lo mejor es usted por quien esperaba. Seguro es por eso que quiere que suba.

De la cavidad oscura, delgada y chupada como una ciruela deshidratada que tiene por boca, le sale cada palabra con desgano, como si las masticara antes de pronunciarlas asociadas a un aliento horrible. El hombre no tiene dentadura.

–¿El señor no se ha dado cuenta que estoy accidentado?… –le insisto.

–Sí, él lo sabe. Todo el que aquí se detiene no lo hace por su gusto. Nadie viene por su cuenta… Él lo sabe. Por eso quiere que suba.

–¿Dónde puedo reparar la avería de mi carro? ¿Pueden ayudarme? –le interrogo ya inquieto, eludiendo la absurda insistencia.

–Ah, pues, no se preocupe por eso, amigo… –me responde flemático.

El sujeto hablaba con una llaneza impávida, como si el percance de la rueda no significara mayores inconvenientes.

Después de varios minutos de mi llegada a la planicie, miro entonces mi reloj y preciso la hora, las agujas en la esfera permanecían en la misma ubicación de la última vez en que lo consulté. Me doy cuenta porque la saeta más delgada, la que va indicando los segundos, se encuentra detenida sobre el diez, mientras las otras señalaban las ocho y cuarenta y cinco minutos. Me parece raro, algo confuso porque quizás es la misma hora desde hace mucho tiempo. Sacudo mi muñeca intentando reanimar el reloj, pero las agujas no responden, continúan en igual posición. ¡Qué extraño! Digo en voz baja, evitando compartir esa observación con el ciclista. 

–Está bien, voy a subir, pero, enseguida que vuelva, me ayudas, por favor, a reparar el caucho –le digo al sujeto–. Debo seguir mi camino cuanto antes –le preciso cuando me apresto a obedecerlo.

–Ah…pues, pierda cuidado, a lo mejor no le hará falta reparar nada… Adelántese usted que ya me llego hasta allá… –dijo sorprendiéndome. 

IV

Mis zapatos ya no soportaban más polvo sobre ellos, a medida que voy subiendo el modesto escarpado, me tropiezo con la espesa arenilla del camino y con unas piedritas parecidas a las que descansan sobre el cauce de los ríos. El perro de hace un rato, el patas blancas, a diferencia de un decrepito animal color tierra que descansa impasible bajo uno de los pocos árboles que sombrea, me mira apuntándome su hocico como si oliera en el aire un aroma conocido, se yergue alzando su cola, y luego de un par de intentos por ladrarme rabioso, al final desiste meneando el rabo con cariño. Algo hay en mí que reconoce como familiar, supongo.

El sol radiante brilla sobre mis brazos, azotando con fiereza mi humanidad por el calor que, a más de agobiante, es principalmente una presencia fulgurante sobre todo el paisaje. No obstante, debo continuar la cuesta para salir cuanto antes de este atolladero. Entonces, sin poder evitarlo, bajo un impulso irreflexivo, empino uno de mis brazos para cubrirme el rostro, vano esfuerzo similar a intentar tapar el sol con un dedo. De inmediato siento un inusual dolor en él, una molestia que antes no había percibido viniendo a consecuencia de un trastazo inexplicable. Me sobé la extremidad tratando de aliviar el dolor, pero ante el fuego cayendo del cielo, opto por continuar mi camino postergando mi atención sobre la dolencia. Al seguir mi trayecto, respiro hondo para recobrar fuerzas y alzo mi mirada hacia la cima, buscando en ella al anciano que espera por mí. Allí estaba, atento como siempre a mis movimientos. En cierto momento tengo la impresión de que la distancia que nos separa es mucho más larga de la que luce desde la carretera, tal vez sea una especie de ilusión óptica producida por los rayos del sol, o la misma pendiente que lleva hasta el rellano, la cual se acrecienta a medida que me acerco. En realidad, ya tiene poca importancia.

Al voltear el rostro, evaluando el trayecto cubierto, aprecio el caserío semiabandonado, desahuciado, y entonces me aborda una visión fantasmal del poblado, la idea de un pueblito que fue progresivamente deshabitándose, a lo mejor por la ruda vida del campo, o quién sabe por cuál otra razón. Se le preguntaré al anciano de la colina. Me digo apurando el paso. 

Mientras voy subiendo, el niño con el viejo que alimentaba a los pollitos, me ve pasar parado en el umbral de su vivienda, con sus ojos de infante curioso persigue mi andar. Tiene una mirada intensa, bruna como una noche sin estrellas, como si en ellos no habitara la chispa de luz que abrillanta las pupilas. De su rostro no sale expresión alguna. Quizás sea ciego y me sigue por el ruido que hacen mis zapatos estrujando el suelo.

De la casa de la bombilla recién apagada, apenas se escucha el bisbiseo de una conversación entre un hombre y una mujer, por su tono, parecieran recriminarse alguna cosa. La radio, en la siguiente casa, continúa   sonando igual que antes, las personas que ahí habitan tendrían que levantar sus voces muy alto para poder entenderse. A simple vista no se ve a nadie dentro de ella pese a tener la puerta abierta. Tal vez estén en alguna de las habitaciones, o en la cocina ocupadas en sus deberes. «¡Jesús es el camino, la verdad y la vida!… ¡No te apartes de él!… ¡Él viene pronto!». Se oye vociferar con pasión al locutor a través de los parlantes chillones de la radio. De todos los animales, es probable que las cabras sean las que menos consciencia tienen del mundo que les rodea. Sólo se limitan a hundir por instinto sus trompas para arrancar del terreno pedregoso y tacaño la comida que silvestre se reproduce. Cuando paso a un costado de ellas, ni uno solo de los berridos de minutos antes sale de sus cuerpos enjutos. El celador ha seguido con atención cada uno de mis pasos, me ha visto mirar a los lados indagando el vecindario arruinado. Ha notado la acción de levantar mis brazos, uno primero y el otro después, para cubrirme de la refulgencia impetuosa que se aúpa detrás de la colina, justo a sus espaldas amparadas por la sombra del araguaney floreado.

Llegando a la cima, puedo ver ahora con absoluta nitidez la fisonomía del anciano que me ha estado haciendo señas. Es un hombre delgado, seco, enteco, claramente mucho más que el ciclista. Como lo he visto siempre sentado, sólo moviendo sus extremidades superiores, presumo que tiene algún impedimento físico con sus piernas, sobre todo en este momento cuando examino la manta que las cubre, probablemente no pueda caminar, me atrevería a concluir. En su cara, una barba blanca, rala, pero extendida, le envuelve buena parte del rostro, pareciendo una grama creciendo silvestre hasta el cuello. Su cabello, igualmente blanco, liso, escrupulosamente peinado hacia atrás, despeja una frente ancha, demacrada, tostada por efectos del sol o los años. Sobre ella, destacan unas cejas grisáceas, profusamente pobladas, que, viéndolo ahora tan de cerca, escudriñando su cuerpo, puedo darme cuenta de la extraordinaria semejanza que tiene con el ciclista. De su entrecejo, se le desprende una nariz larga, ganchuda, descansando sobre un prominente Arco de Cupido que le dibuja con meticulosidad el bigote, también en eso se parece al hombre de la bicicleta. A poca distancia, ya muy cerca, entre las sombras que los árboles entregan con generosidad, aprecio su mirada fija estudiándome. Tiene unos ojos grandes, de un tono verde aceituna, que antes he visto, sembrados en unas cuencas abrazadas por unas ojeras oscuras, sombrías. Apenas se sonríe cuando me voy aproximando. Ya en la meseta, a un costado de la casita modesta que pobremente se observa desde la carretera, se escucha un bullicio ahogado, como el murmullo de muchas voces hablando a un mismo tiempo. No logro comprender qué se hablan unos y otros; se oyen mujeres, hombres y niños con acento no sé si de reclamo, o tan sólo de parloteo sin trascendencia. Supongo que es ahí donde el hombre, balanceando la caja de huevos, la ha llevado un rato antes. Desde aquí, la vista a la carretera y al resto del valle, es admirable, nada que ocurra en el perímetro escapa a la contemplación embelesada del ojo rastreador del anciano, como tampoco dejaría de notarlo cualquier otro que se dispusiera a ejecutar su misión de celador de la hondonada. Me presento ante el viejo extendiéndole mi mano, él, a su vez, estirando la suya, balbucea su nombre: Faustino Perales. Dice secamente. Luego, posterior a una pausa que parecía eterna, añadió benévolamente. 

–Tengo años esperándolo… Hace mucho que nadie pasa por estos lados. Por eso siempre me siento aquí aguardando éste día –dice finalmente.

El hombre me observaba como si buscara en mí el parecido con alguien, me examina angostando sus parpados para agudizar sus pupilas en la pesquisa que detenidamente hace. Comienzo a sentirme incómodo, casi sin poder decir nada, y como un autómata, incluso sabiendo que mi reloj se ha detenido, levanto mi muñeca para consultar la hora.

–No se inquiete por la hora, sigue siendo la misma…  –me dice con una leve sonrisa atizándole el rostro.

Comprendo que quiere decirme que no debo preocuparme por el paso del tiempo y, no literalmente lo que acaba de ocurrírseme. ¿Cómo sabe que mi reloj se ha parado? Pienso con rapidez.

–Sí, claro… Es que no quiero…

–¡¿Perder mucho tiempo!?… ¡¿Cierto?! –me precisa cabalgando sobre mis palabras. Lo hace con un tono vigoroso que antes no había percibido. ¿Qué broma es ésta que me está pasando?…  Vuelvo a cuestionarme.

–Pues, no precisamente, es que, como se ha dado cuenta, a mi auto se le ha estropeado una de las ruedas, y el repuesto, tampoco me sirve… Quisiera…

–No se preocupe por eso, ya no le hará falta –vuelve a hablarme en unos términos en que, para no tomarlo fielmente, debo, como antes, sortear una interpretación de lo dicho. Sin embargo, esta vez, decido ir directo al grano.

–Dígame usted, ¿en qué puedo serle útil?

El hombre de la bicicleta, sin mediar palabras, pasa a nuestro lado, llegando desde la carretera, o de algún otro de los caseríos en las cercanías, supongo, pues trae consigo otro cartón de huevos, columpiándolo en una de sus manos para evitar que se estrellen en el piso.

–Juvenal, ¿hasta cuándo traes huevos?… ¡Ya te he dicho que no nos hacen falta más huevos! –le reclama Faustino viéndolo ingresar a la casa–. No sé cuándo llegará a darse cuenta del lugar en donde se encuentra… –me dice directamente a mí–. ¡No puede seguir haciendo siempre lo mismo eternamente! ¡Qué contrariedad! –exclamó molesto, dirigiendo sus palabras al vacío que nos separa, al tiempo que una lagrima gruesa sale de uno de sus ojos rodándole presurosa por la mejilla derecha.

–¡Bien!… ¡Dígame usted! –le insisto. Eludiendo su turbación momentánea para retomar enseguida nuestro diálogo.

–Sí, correcto. Verá…, ¿puedo tratarte de tú? –me pregunta en tono amigable.

–Sí, desde luego.

–Desde este lugar, teniendo esta majestuosidad a disposición –el viejo abre sus brazos abarcando el paisaje–, es una tentación para todo hombre no soñar a ser Dios. Puede uno ver todo cuanto quiera, admirar el discurrir de las cosas y, sin interferir, dejar que cada quien haga su propósito, como bien haría el Creador. Llevo años esperando por alguien que, tomando este camino, se detuviera justo ante mis ojos, para luego, sin las dudas de la razón, se llegase hasta mí, como tú lo has hecho. Has escogido mi misión, la que llevo tanto tiempo queriendo legar, porque me corresponde ahora otro destino… –hablaba inspirado, como alucinado por alguna suerte de trance místico.

Mientras lo escucho voy haciendo un inevitable juicio sobre él: ¡Es un condenado chiflado alojado en esta soledad!      

–Don Faustino, ¿cómo se llama éste lugar? –le pregunto, sacándolo súbitamente del hilo que delirante iba tejiendo.

–¡San Sebastián de Las Tasajeras! –responde en el acto, cortando así la sarta de desvaríos que venía recitando.

V

Volviendo a retomar la trayectoria que he seguido para llegar hasta San Sebastián de Las Tasajeras, trato de calmarme un poco y me detengo a hacer memoria sobre todo el trayecto cubierto, pues mi cabeza era un verdadero torbellino de dudas, originadas por las elucubraciones extravagantes del anciano. De algún modo, por unos instantes me llevaron a vacilar sobre la ruta que seguí durante varias horas. Así, después de conducir por mucho tiempo a través de una recta que parecía trazada como una larga raya sin término, esta me sorprendía dividiéndose inesperadamente, se abrió ante mí en dos vertientes como el cauce de un rio partiéndose en sendos canales de extensión infinita en la llanura. En ambos márgenes de la carretera, se elevaban, sobreponiéndose unas sobre otras, una cantidad formidable de colinas, de cerros altos y bajos cubiertos por una vegetación rala, de xerofitas en su mayoría, dando el aspecto de un manto agreste, verduzco a veces, cubriendo con esmero el suelo. La superficie de las colinas exhibía una gradación vistosa en tonos escarlata, sin embargo, podía apreciarse una variedad de matices que iban desde anaranjados disimiles, hasta ocres y rojizos, pareciendo aquellas lejanías ferrosas una sierra formada de arcilla

Finalizando abril, los araguaneyes de estas angosturas, se visten del amarillo extravagante que transforma el paisaje en una acuarela impresionista; un deleite para la vista de cualquier paisajista fortuito atravesando sus confines. Recuerdo haber tomado la ruta de la izquierda, dejándome llevar por un aviso indicando el lugar de mi destino, por ella fui avanzando flanqueado por una cadena deslumbrante de árboles rindiendo un tributo gualdo a la ruta. El lomo del asfalto en la mañana incipiente es de un matiz oscuro, opaco, carente del brillo que en las horas posteriores adquiere para reflejar los espejismos que en la distancia se observan.  Cuando viré, un rayo de luz matinal entró por mi flanco derecho, bañando con su cósmica presencia el interior del auto para hacerme frotar los ojos ante su incandescencia. Comenzaba ya a fatigarme por la dilatada jornada, y mi cuerpo principiaba a manifestarlo. Miro mi muñeca para ver la hora, y, de pronto, desde el mismo costado, la sombra de una persona brinca sobre la vía, atraviesa rauda, interponiéndose en medio de aquella soledad en mi trayecto, enseguida reacciono para evitar la colisión, pero hasta allí tengo memoria. Es lo último que recuerdo de aquel instante.

VI

–¡Caramba, curioso nombre! Supongo que era un caserío próspero años atrás, con más población que ahora, quiero decir.

–No vayas a creer, mientras viví aquí, siempre fue un pueblo humilde y desamparado, pero es cierto, poco a poco fue despoblándose hasta desaparecer. Ya ni siquiera figura en los mapas viales ni los avisos de la vía señalan su proximidad.

–Por eso, justamente, le pregunto, porque en ninguna parte noté indicación alguna sobre San Sebastián de Las Tasajeras.  

–¿Y cómo vas a verla?… ¿Acaso no comprendes?… ¿Quién se molestaría en anunciar una reverberación?

De nuevo interpreto el modo figurado con que se expresaba Faustino Perales. Cada vez que hablaba, tras aquello que debería ser una elemental respuesta, en su lugar, había toda una inspiración reflexiva, una disquisición meditabundamente estrafalaria.

–Es cierto, el vecindario es lo más parecido que yo haya visto a un pueblo fantasma –le digo sin mucha convicción, pues no conocía ninguno de ellos.  

Un aroma a flores mustias se alza de pronto sobre el ambiente seco de la meseta. Es el mismo que flotara en la carretera hace rato viniendo de algún lugar impreciso. Inspiro olfateando el aire para buscar la corriente que lo trae, pero no hay manera de rastrear su origen; inunda con sutileza todo nuestro alrededor, como si brotara de todas partes a la vez.  

–Parece un caserío espectral –volví a decirle.

–De San Sebastián de Las Tasajeras a Las Trincheras, apenas hay unos cuatro kilómetros, quizás hasta menos –apunta inadvertida el anciano–. Sin embargo, por una prisa que nadie le impuso, Juvenal decidió cortar camino atravesando las laderas de las colinas cercanas, ahorrándose de esa forma el trayecto por el asfalto –continuó diciendo, evocando la historia–. Aquella mañana salió temprano a buscar un cartón de huevos. No tenía un porqué, ninguna razón especial, para tomar esa ruta, pero ese era su destino. Puede uno errar en la vida y siempre culmina atracando en el puerto que tiene seguro –narraba el viejo, sumergido con dolor en el recuerdo–.  A poca distancia de la bifurcación de la troncal, aprovechando el collado de las superficies próximas, embalando con fuerza su bicicleta, intentó cruzar la carretera. Un vehículo lo arrolló en el acto. Pero, Juvenal, todavía no acaba de entender qué le sucedió. Aún sigue yendo a cada rato a buscar los huevos como aquella mañana –culmina diciendo Faustino Perales, esbozando una sonrisa, que no sabría decir sí es una mueca irónica, o, un gesto nervioso.

De su boca, una fila de dientes amarillentos, percudidos por el tiempo, precariamente escondidos entre el pelambre de barba blanca, se le asoma largos y separados como unas estacas torcidas, mientras una fetidez que de pronto se mezcla con la fragancia de flores marchitas que nos invade, sale del hueco oculto en el rostro que alguna vez pareció una boca.

–¡Carajo!… ¡¿Y cómo es eso?!… –pregunté sobresaltado.

Cuesta abajo, la radio de la casucha continuaba emitiendo su algarabía despiadada, de vez en cuando el hablachento animador cesaba en su prédica vehemente y, entonces, la música de los intermedios se disparaba con peor estridencia, por su parte, el aire, agitando el follaje de los árboles, aproximaba o distanciaba el aspaviento radial, dejando escuchar con relativa nitidez todo cuanto se mencionaba a través del vibrante parlante. A veces, sin saber por qué, arreciaba tanto el viento, que todo aquel ruidaje se perdía entre los confines del claustro topográfico del valle. «…A la señora Josefina, en La Pedregosa, le manda a decir su comadre Martina, que puede venir a buscar los pantalones, que ya los tiene listos…». «…A Víctor Médina, se le informa que su mujer dio a luz un niño varón en el hospital Central, esta misma mañana. Y que tome nota para que se acuerde de venir a buscarla el fin de semana temprano…». «…De parte de Carlota Naveda, se informa a la comunidad de Las Trincheras, que las personas interesadas en el San de productos que ya cerró, después del mediodía pueden pasar por su casa a buscar lo sorteado…».

–¡Cuesta comprender!… ¡Cuesta comprender!… ¡Ya lo entenderás! –exclama Faustino en tono condescendiente.

El hombre respondió a mi requerimiento mirándome fijamente a los ojos con una sonrisa templada. Es una mirada opaca, sin brillo, sin aquella chiribita tan propia del halo luminoso de la vida.  Impaciente, me dispongo a fulminar el encuentro, angustiado por el tiempo que ya transcurría sin resolver el percance que me había detenido en tan inusitado lugar. Observé de nuevo mi muñeca derecha, y ahí tenía el reloj, marcando precisa la misma hora de hace un rato. Bajo la sombra de la fronda del araguaney y el resto de los árboles, la esfera del viejo Seiko se aprecia ahora sin el brillo que el fragor soleado de la mañana encandilaba cuando remontaba la cuesta a la meseta. Percibí con claridad, en el lado izquierdo del cristal, la discreta partidura que explica su avería. No recuerdo haberme golpeado. Sin embargo, un moretón, en el envés del brazo, donde antes me había sobado aliviando el dolor, para mi sorpresa, se manifiesta con nitidez una contusión. Rápido me llevo la otra de mis manos a la nuca, advirtiendo, entonces, una quebradura irregular en el cuello… ¡Una herida! ¡Tengo una herida! Me la palpo desesperado buscando en derredor el modo de atender mi emergencia.

El anciano se ríe al ver mi desconcierto, sus ojos, como unas canicas cambiando de color, se le achinan entre las ojeras negruzcas. No dice nada, sólo ríe mientras el marfil de sus dientes se asoma por el agujero tenebroso que la barba le rodea.

Las primeras ráfagas del viento presagiando las lluvias de mayo, me golpean entonces con impaciencia, al tiempo que van levantando con brío las hojas suplicantes de la vegetación atormentada por el verano. «…Hace unos minutos, en las cercanías de Las Trincheras, en la carretera vieja que conducía a San Sebastián de Las Tasajeras, acaba de ocurrir un accidente fatal con saldo de un fallecido. Las autoridades proceden ahora a levantar el cuerpo del occiso… ¡Que el Señor lo acoja en su seno y perdone todos sus pecados!»… «La señora Mechita le manda a decir a doña Matilde que no se olvide de llevarle los botones de las camisas antes del miércoles…». Vocifera a todo pulmón el animador de la radio desde la miserable vivienda de la colina.

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