literatura venezolana

de hoy y de siempre

Cuentos de María Ángeles Octavio

Exceso de equipaje

1-2-2 ES LA combinación de todas mis maletas. 1-2-2 era la combinación de los candados de las valijas de mi madre. 1-2-2 fue la combinación de los candados del equipaje de mi padre. El 1-2-2 había garantizado siempre que nuestras pertenencias llegaran intactas a su destino.

La cola para chequearse alcanzaba la entrada del aeropuerto. Era eterna. Perdería el vuelo y con éste mi oportunidad. Traía cuatro maletas llenas de piedras huecas y no las podía alzar. Me descoyuntaría si intentaba cargarlas. Eran un exceso para mí sola. Así que un maletero, por el momento, debía compartir ese peso conmigo.

Es sabido que en los aeropuertos uno paga por sus excesos. Yeso era lo que quería, pagar y ya. Pagar y olvidar. Encerrar mi sobrepeso en otro cuerpo. ¿Qué
no resuelve el dinero? Así que haría mi cola y me despojaría de mi exceso de equipaje pagando.

El maletero me seguía de cerca. Refunfuñaba. Se quejaba del peso de mis maletas. Masticaba improperios como chicles. Yo escuchaba lo que decía y, cuando no, lo imaginaba mascullar algunas palabras.

Viajaba sola. Mi compañía había sido siempre yo misma. Tal vez había dividido mi yo en dos o tres o cuatro o miles, y por eso nunca estaba segura de con quién estaba, pero sí sabía que estaba indefectiblemente sola.

Pasaporte, Plata y Pasaje. Las tres «P» mayúsculas de mi padre. Sin esas tres «P» uno terminaba siendo un gran Pendejo a la hora de viajar, decía mi progenitor camino del aeropuerto. Lo veía nerviosillo abrir y cerrar su mariqueta, Corroborar que las tres «P» estaban a salvo. y luego apretarlas contra su pecho. Las extravagancias se heredan.

Yo abría y cerraba mi porta documentos como maniática. Cada vez que me entraba la duda de si mis tres «P» estaban completas y en orden. ponía mi maletín de mano en el piso. marcaba la combinación 1-2-2 en mi candado. abría el cierre de mi Lancel, sacaba mi porta documentos y constataba: Pasaporte. Plata y Pasaje. No era una gran Pendeja. Tenía seguras mis tres «P».

-¿Ha dejado solo su equipaje en las últimas horas’? -me interpeló el empleado de la línea aérea con una detestable sonrisa de have a nice dav.

No respondí.

El empleado continuó con el discurso como loro.

-¿Quién hizo la maleta?

Volteé los ojos hacia arriba como diciendo: «¿Quién más, estúpido? ¿Acaso tengo cara de poder pagar un vallet que me haga las petacas?»

Con voz represada le dije:

-Yo misma.

Usaba este trato cuando me provocaba matar. Era un medio de catarsis para no convertirme en un serial killer de burócratas.

Y le repetí ahora con una sonrisa de goma:

-Yo solita las hice.

Pasada la primera prueba. llegaba a la cabeza de la cola. Observaba a todos los funcionarios de la línea.

Me gustaba imaginar qué pasaría si en lugar del grasiento que estaba atendiendo al pasajero de adelante, me tocaba la esbelta miss no descubierta, aquella cuyas curvas atrincadas se desbordaban del uniforme. ¿Cuál sería la diferencia si el disfraz de presidente jubilado de banco fuese quien me dijera: «Siguiente»? ¿ Caminaría yo hacia la gorda cuyo marido anoche le dio lo suyo Y por eso ostenta una picarona sonrisa pintarrajeada de algún labial barato?

No, mi destino siempre era una señora de unos sesenta y tres años, muy arreglada, impecablemente plantada en el counter de American Airlines que me recordaba a mi mamá. Delante de mí estaba la mujer encargada de cobrarme por mi exceso de equipaje. Sólo me faltaba este paso para liberar mis culpas y viajar tras el sueño americano, la felicidad prometida en tantos
brochures turísticos.

-Siguiente -dijo el calco de mi madre.

Me acerqué al counter y entregué dos de mis orondas «P». La Plata era sólo para mí.

-Señora Sánchez, ¿cuánto equipaje lleva?

-No sé, no estoy segura -respondí volteando a ver las maletas que acababa de poner sobre la balanza.

-¿Sabe que tiene exceso? -dijo la empleada-. Cada pasajero tiene derecho a dos maletas, las cuales no deben exceder de 114,3 centímetros en total (teniendo en cuenta la altura, anchura y el fondo). El peso autorizado depende del tipo de boleto, clase «Yucatán» o turista. 20 kilos, Business Class 30 y Clases Superiores 40 kilos. La tarifa a cobrar por kilo de exceso de equipaje será la correspondiente al uno y medio por ciento (1,5%) de la tarifa de adulto de ida normal más alta en clase económica en vigor durante la fecha de emisión del billete.

-Señora -le dije armándome de paciencia-, trato de estar consciente de mis excesos. Por eso estoy aquí. Estoy excedida en todo. En mis pensamientos. en mis deseos. en mis remordimientos. Lo desmedido me acosa.

-Señora Sánchez: tiene ciento veintidós kilos de exceso.

-¿Puede ponerle una medida a lo que me rebasa? Si pago, ¿se queda con lo que me sobra? Me aligera. No me lo devuelve, ¿verdad?

-Usted deberá pagar por su exceso de equipaje el precio que la línea aérea estipula. Nosotros lo trasladamos a su destino y usted al aterrizar deberá ir a buscar sus maletas al baggage claim zone.

-¿No podrían quedarse con mis excesos: Puedo pagar el doble con tal de deshacerme de al menos unos kilos. Ya ni duermo. Paso las noches dando vueltas de sueño en sueño. de pesadilla en pesadilla. Me levanto de madrugada con Sobresalto.

-¿Quién es Sobresalto. señora: -preguntó sin levantar la vista- ¿una mascota: -continuó el duplicado de mi madre. mientras tramitaba mi boarding pass, revisaba mi pasaporte y le colocaba los tickets de identificación a mis maletas-. Los animales domésticos. tales como perros. gatos y pájaros que cumplan con las limitaciones legales y de documentación. pueden ser aceptados como equipaje en bodega o en cabina de pasajeros. En todo caso es obligatorio tasar los mismos con la tarifa de exceso de equipaje -terminó diciendo al tiempo que levantaba la cara.

-No, no es un gato. Yo no viajo con mascotas. No me gustan los animales. Pero Sobresalto es parte de mi exceso de equipaje y debo pagar.

Sobresalto es quien me despierta cada noche a las dos de la mañana. Se me tira encima, deja su peso sobre el mío haciendo que mi cuerpo se petrifique. Me empuja fuera de la cama. Su humanidad me aprisiona. Me susurra al oído que está listo, que de nuevo lo hizo. «No lo puedo creer», me digo. Corro a ver mi maleta, a ver si es verdad que la volteó otra vez. Efectivamente mis historias yacen por el piso, desordenadas y sin mucha lógica. Mis inquietudes flotan por los cielos y caen desparramadas sobre la alfombra. Siento una gran frustración.

Yo había organizado mis cuentos. Todos habían quedado atrapados en un orden que los presentaba, que los hacía más fáciles de comprender. Al menos a mi juicio, y sin embargo, de nuevo Sobresalto los había tirado al piso. Había transgredido el índice con el que yo creí haber organizado mi exceso de equipaje.

-Son 240 dólares de exceso y 38 de impuesto de salida -dijo la empleada, mostrándome la calculadora.

Mi padre le temía a mis viajes. Decía que en éstos yo parecía querer traer las pirámides, las catedrales y tantos otros monumentos, metidos en una cárcel, en un espacio reducido como es el cuerpo, como es una maleta, como es un libro.

-No deseo tener que comprar otra maleta. Tengo suficientes. Además, la regla, como usted misma me dice, es que sólo debemos llevar dos maletas en cualquier viaje. De no más de 30 kilos. Claro, depende del tipo de pasaje, de la clase y las restricciones. Sin embargo, mi existencia pesa bastante más que cualquier restricción. Nunca podré viajar sin pagar exceso –dije como hablándole al vacío.

La empleada parecía contar ovejas pues miraba el infinito y bostezaba.

-No se trata de otra maleta, señora, entiéndame. Si trae otra, igual le tenemos que cobrar -dijo la funcionaria mientras me entregaba el recibo-. ¿Visa o Mastercard? -preguntó.

Miré con detenimiento el voucher. Entregué mi tarjeta de crédito.

Mientras esperaba la aprobación del banco, mi mirada vadeó por el aeropuerto. Comencé por observar el techo y las paredes. Luego pasé a las pantallas donde anunciaban la salida y llegada de los vuelos. Seguí bajando hasta llegar a los pasajeros, a sus caras. Se veían felices, tranquilos. No parecían tener remordimientos, nada que ocultar. Eran unos farsantes. No reconocían sus pecados. Dejé de verlos a ellos. Ahora sólo sus equipajes llamaban mi atención. Hurgué en sus maletas. Había maletas, bultos, cajas. Con ruedas, plastificadas, identificadas. Con nombre, apellidos, cintas, candados de colores. Eran negras, rojas, azules, escocesas. De marca, tapa amarilla, desconocidas y reconocidas como Louis Vuitton. Todo era bultos bautizados con nombres y excesos ignorados.

Recordé de nuevo a papá. Odiaba los equipajes desiguales. Él decía que el equipaje describía al pasajero. Nos compraba maletas negras a todos. A ese color le confiaba la elegancia de sus excesos. Negras, así eran mis maletas.

Yo no quería más mi exceso. Quería que me robaran. Que me quitaran todo lo que mi equipaje contenía. Miraba sin mirar a todos lados. Me sentía sospechosa de algo, daba la impresión de estar a punto de huir y dejar la conciencia atrapada en mi maleta.

Bajo este estado de sospecha, me desenvolvía yo frente a la empleada que casi finalizaba los trámites. De pronto sentí un olfateo. Un oficial, un perro se había acercado a mis maletas.

Lo que me faltaba, se dieron cuenta, el animal detectó mi exceso de equipaje. Seguro me van a querer cobrar de nuevo. No soy idiota para pagar dos veces por lo mismo. Aunque si a ver vamos, toda mi vida he pagado por lo mismo.

Como un resorte brinqué antes de que me dijeran nada.

-Ya yo pagué, estaban terminando de chequearme.

El oficial me miró y me ordenó:

-Acompáñeme.

No me quedó más remedio que seguir al funcionario. Entramos a un cuarto donde esperaban otros empleados. Entre todos pusieron mis maletas sobre las mesas. Les costó levantadas, pesaban mucho, muchísimo, les oí decir. Uno me pidió la combinación de mis candados, mientras el otro tomaba posesión de mis dos «P». Mi otra «P» era mi tabla de salvación. ¿Cuánto más querrían ellos para dejarme tranquila, para reconocer que pagué por mi exceso y que debo despojarme
de éste?

-1-2-2 -les dije.

Marcaron la combinación en el candado de la primera maleta. La abrieron. Estaba completamente vacía. Caras de asombro. Intercambiaron algunas palabras en voz baja y yo me dije que debía ofrecer mi tercera «P». Plata. Hicieron un gesto con los hombros como si no les importara nada. Yo hice un gesto en señal de darles algo de dinero para facilitar las cosas. Respondieron ofendidos. Indignados diría yo. Se tocaban el pecho herido. Siguieron en su tarea de registrar mis excesos. Abrieron las otras maletas y todas estaban vacías. Me miraron. Devolvieron sus ojos a las maletas. Las tocaron entre los cuatro. Las manos de estos hombres las recorrían. Primero las palparon, después les metieron mano dura, como buscando algún secreto.

-Deben tener un doble fondo -dijo el de mayor rango.

-Varias capas -comentó otro de los hombres.

-Aquí hay algo oculto -remedó el más gordo.

-Cuidado, puede ser peligroso -susurró el último, tomando distancia.

Los cuatro juntos intentaron levantar las maletas. Les costó mucho. Lograron poner las cuatro valijas sobre el carro de metal. Se miraron, me miraron. El mayor estiró su mano para entregarme mis documentos. El gordo tomó el mando del carrito y comenzó a empujarlo. Se despidieron de mí con parquedad. El barrigón me escoltó a la salida del aeropuerto. No dijo ni una palabra. No hacía falta. Sus ojos hablaron, no podían creer que tanto vacío pesara tanto.

***

Perfume de Cerdo

Vivimos por la muerte de otros: ¡Todos somos cementerios!
Leonardo Da vinci

-¡Desnúdate!- dijo Leonardo-. Desnúdate ya- repitió.

En el mercado de Quinta Crespo venden los mejores ingredientes para cocinar. Los más frescos, los más gustosos. La oferta cárnica es maravillosa.

-Esta noche cocinaré -me dije-. Como el maestro, me gusta hacer platillos como cuadros. Escoger la vajilla, la receta, los ingredientes: por colores, sabores, texturas. Ver morir los animales, observarlos desangrarse bien para que sus carnes queden a punto.

Componer con todo esto un plato, una obra de arte.

Los cerdos corrían por la porqueriza, se escurrían. Se les resbalaban a las manos que trataban de atraparlos. El chico sudaba. Muerto el puerco, tomé su papada y la puse a hervir por seis horas en caldo de vegetales, mantequilla y tomillo, mucho tomillo. «Este bocado de Formaggela es lo más gustoso del cerdo», le decía Boticelli a Leonardo. Mis fauces se llenaron de vapores al pensar en el instante de la consumación íntima con esta delicia cárnica.

De pronto olí. Por primera vez olí. Casi no lo creía, nunca alcanzaba a oler y allí, justo al frente se pavoneaba la ilusión aderezada por las flores de las labiadas. Allí, estaba un hombre de piel tentadora, barbas largas, carnes flácidas y rostro anfibio. Era el maestro. Leonardo. Su afilado dedo me hacía señas. Me impelía a aproximarme hasta él. Era como una fuerza magnética.

-¿No me va a tocar?- pregunté al artista que me miraba.

Tenía una bata larga de coliflor. Sus sandalias era de jagubo. Me aproximé a su cuerpo.
Me amalgamé a él. Me deslizó al oído: «Nada quedará, nada en el aire, nada bajo la tierra, nada en las aguas. Todo será exterminado». Ya yo estaba tendida sobre un plato blanco, me tenía servida a sus pies.

Nos miramos y comenzamos a pelar nuestros cuerpos. Las capas que nos cubren no son reacias, se ablandan al hervir en deseo. A trescientos cincuenta grados todo reblandece. El deseo aromatiza hasta las miserias humanas.

-Desnúdate- dijo Leonardo-, desnúdate ya -repitió.

-Desnúdate -cantaban las manos que me pelaban-. Dame tus carnes.

Desnudándome estaba sin pensar en los dientes que se hincarían. Sin avizorar las horas que pasaría acostada sobre unas sábanas empapadas, ornadas con estremoncillo y humores de la India.

Me había dejado atrapar, el mar me arrobaba, la sal y el agua me erizaban las papilas y hacían que perdiera el rumbo. No tenía fuerzas para escapar. Comencé a disfrutar el perfume que emanaban los sabores. Pasé del frío al calor y del calor al frío. Mi cuerpo estaba entregado al plato.

Leonardo me acarició morosamente. Yo sentía, pero él no. Me cubrió de aceite de tomillo. Todas mis partes quedaron bañadas de ese veneno de timol. Mi intimidad comenzó a florecer su corola escotada, el labio inferior dividido en tres lóbulos. Cáliz rojizo y aterciopelado. Me bañó con tallos leñosos y grisáceos. Me secó con hojas lanceoladas, enteras, pecioladas, con el envés cubierto de vellosidad, con el contorno girado hacia adentro. En mi interior, la guerra de los jugos.

Las pupilas del maestro ardían como ascuas. Me calentaron hasta sentir que ya no sentía nada, estaba helada. Entonces oí reír a Da Vinci. Una bandada de passerottos migró al sur. ¿Estaría a las puertas el invierno?

Su daga se clavó en mi cuerpo sacando la sangre y dejándola correr como coulis sobre un plato de aceite. Dándole un toque vivaz a la composición. A esa catedral de sabores que con fachada de cerdo y mariscos ocultaba el rumor de una mujer exangüe servida sobre un plato.

Deja una respuesta