Vivi Merrill
“La acción humana es como un texto que puede leerse”. Paul Ricoeur
Lees el menú de los vinos primero. Has tenido una semana extraña, cargada, exhausta. Se acerca el mesero, te mira fijamente sin preguntar. No te gusta la actitud, pero no tienes energía para inquirir qué le pasa. Ordenas Pinot Noir y una ensalada Caprese de entrada. Hay una familia sentada en la mesa contigua a la tuya, los padres regañan a sus dos niños que riñen por quedar al lado de la chimenea.
Llega tu orden. Observas la copa, te acercas y aspiras, la tomas por el tallo, hueles el vino, cuidas de no moverla mucho, después la agitas en círculos. Una ráfaga de sutiles sensaciones tiene encuentro en tu boca, tu lengua se enreda con el líquido y despierta los sentidos con dulzura. Sabe a tierra suave, a viento fresco, a frutos secos. Ya no estás cansado. Vives ese momento cumbre como flotando en terciopelo suave, lo detienes un poco en tu garganta, lo tragas con lentitud. Cierras los ojos en un intento por vaciar toda la semana en ese sorbo cargado y tánico.
Alucinado por la corriente de calma, esbozas una imperceptible sonrisa que da paso a tu velada.
Un golpe brusco te saca del éxtasis, el estruendoso llanto de uno de los chicos del lado; ha caído al piso y sobre él, la silla donde estaba sentado. Los padres se disputan de quién fue la culpa, recogen la silla, revisan al niño y lo consuelan. Se excusan sonriendo.
El restaurante está lleno. Recorres con la mirada el salón sin buscar nada específico. Los chicos de al lado siguen peleando. Ya no por la chimenea; se disputan la canasta de pan dulce. Los padres, tranquilos, se miran cómplices y brindan; seguro practican la técnica de la extinción. Llega tu pizza de cuatro quesos, la hueles con entusiasmo. El mesero pregunta si necesitas algo más, dice que ya casi sale de su turno, que tiene que cerrar la cuenta de la mesa. Te parece que tiene un modo presuntuoso de relacionarse, ¿por qué pagar ya si aún no terminas de comer?
Te mira fijamente, al deslizar la cuenta en un foldercito negro, observas que le faltan tres dedos. Te pregunta si pagas con tarjeta o en efectivo. No le contestas. Sientes un nudo de pelos en la garganta, no quieres interrumpir tu momento, tu momento pleno, íntegro, calmo. Te obligas a regresar a él. Sientes merecerlo sin saber del todo por qué. No todas las preguntas tienen una respuesta. El mesero se ha ido de mala gana y torciendo los ojos.
Uno de los chicos se para y corre en círculos en torno a las sillas. Piensas en la disciplina que impartió tu padre contigo. Recuerdas las marcas de sangre que el cinturón dejaba en la piel de tus brazos, de tu espalda, de tu cara. Tomas un sorbo de Pinot Noir. Te molesta la memoria…la huella de ese tiempo en tu vida. La imagen de tu madre entre tu progenitor y tú; ya tú, mucho más alto que él, las marcas de sus dedos en tu cuello. Le das un mordisco al pedazo de pizza y lo arrancas con fuerza.
El hermano del chico se para, ya están los dos corriendo. El menor cae al piso al tropezar con un mesero, protesta que fue por culpa del trabajador. Los padres se miran y sonríen asegurándote que todo va a estar bien, que son buenos chicos. El nudo de pelos se hace más grande, más denso, más molesto.
El inmutable amor de los padres, piensas.
El chico menor rechaza la sugerencia de calma que su hermano le da. Enojado, se sienta en la silla y le tira un pedazo de pan a sus padres. Estos, suavemente, le dicen en voz baja que mantenga los modales. Piensas que al chico le hace falta una buena sacudida. Miras la pizza, ya te has comido la mitad. Te sorprende el hilo del tiempo y su velocidad. Caes en cuenta de que le diste más existencia al tiempo de los chicos que al tuyo. No recuerdas el sabor de la pizza. Buscas con la mirada a algún mesero, quieres una copa más. Los chicos vuelven a pararse, ahora pelean muy cerca de tu silla. Te incomodas, corres la silla convenciéndote de que la paz interior no puede venir de afuera. Persuadiéndote de mantener las emociones en equilibrio, sustituyes el pensamiento impulsivo. Recuerdas a tu padre; nuevamente, te centras en el control de impulsos.
Un pedazo de pan alcanza tu mejilla derecha. Los chicos se ríen. Un nuevo mesero llega y pregunta qué necesitas. Miras inquisitivo a los padres buscando el sentido común, la justicia. Ellos no te ven. Sientes una tensión interior creciente que te provoca un malestar oscuro y riesgoso. La madre se ha levantado y ha tomado del brazo al más chico. Al llegar a la silla, el niño enfurecido toma un pedazo de lasaña y se la avienta a su hermano por encima de la mesa. Grita maldiciones y sacude la mano de la madre que trata de calmarlo tomándolo por el pequeño brazo. Es un brazo endeble, flacuchento, perturbador. El pedazo de pasta desbaratada está en el piso, cerca de tu zapato; corres el pie unos centímetros, amenaza con tirarte al piso, con ensuciarte, con partirte un hueso, con sacarte de quicio… estático, el pedazo de lasaña te observa desde tus entrañas. Ahora, el centro de atención en el salón del restaurante eres tú. Miras a todos, ellos te miran a ti. Se acerca el gerente a ofrecerte otra mesa. Te niegas.
Hay comienzos que se dejan ver, son una amenaza. Piensas que deberías salir corriendo. No te gusta el estrés ni sentirte ansioso; te sudan las manos. Sabes que no es saludable dejarte afectar por circunstancias externas, por pequeños monstruos incorregibles, por padres irresponsables, por meseros incompetentes, por recuerdos maltrechos. Este momento ha pasado muchas veces; te recriminas, vuelves a odiarte. Detienes tu pensamiento. Vuelves a odiarte. Pasa nuevamente esa visión: vuelves a verte agachado en una esquina del mugriento cuarto tratando con todo tu miedo de defenderte de la severidad de esas manos grandes y borrachas. Te obligas a suprimir ese recuerdo en este momento; te despabilas, retuerces el cuello y te tocas con fuerza la nuca, mueves la cabeza de lado a lado. Te sientes vulnerable. Tu desafío es abandonar la lucha para alcanzar la paz; te recuerdas.
Tu corazón palpita con rapidez, tienes miedo. Miras hacia la mesa vecina, las imágenes han perdido velocidad, las voces han perdido sonido, ahora, son un eco siniestro y perturbador. Nuevamente el nudo de pelos en la garganta. Sientes como tu caja torácica colapsa contenida en silencio. Intentas despertar con urgencia a tu Yo mediador, le hablas, le explicas, le argumentas: No funciona. La historia se repite.
No recuerdas con claridad cómo te has perdido en ese mundo hostil y provocador. Reconoces, por supuesto, cuando ese dolor emocional ha rebasado la tensión…pero te incapacitas, pierdes la noción de la realidad y gana tu desasosiego.
Al volver en sí, estas boca abajo en el piso, aplastado por la suela del zapato de un policía, mientras otros dos te sostienen por las manos y pies. Tú sucumbes ante la fuerza, te dejas caer, te vences a ti mismo. El padre de los niños está en el piso con la nariz rota, la esposa protege a los dos niños detrás de su cuerpo, las dos mesas están boca arriba, los platos rotos en el piso. Miradas que inquieren y culpan… los niños en un llanto de temor y miedo. Recuerdas a tu padre, una vez más recuerdas a tu padre. Sientes rabia, no por las circunstancias que agravan tu velada, sino por que te percatas que una vez más vas a estar frente al juez recibiendo una nueva sentencia.
¡Qué pérdida de tiempo!, piensas.