literatura venezolana

de hoy y de siempre

Linaje de árboles (selección)

Adriano González León

EL SEÑOR

A Óscar Sambrano Urdaneta y Domingo Miliani

Por la tarde lo seguían los perros. El andaba lenta y pausadamente, espiando los colores y los rostros que surgían de las vitrinas y pensaba que esas nubes reflejadas en el vidrio eran más reales que las nubes de allá lejos, las que estaban montadas en el cerro construyendo figuras de animales. Había dado veinte pasos, veinte, exactamente, y sentía el aire cargado de la ciudad, sus reflejos clarísimos junto a las miradas amenazantes de la gente. Por ello buscaba meterse disimuladamente en la orilla de las aceras, muy pegado a la pared, aunque la cal o las pinturas pusieran nuevas manchas sobre su paltó desgarrado. Al paltó le habían caído muchas lluvias y muchos soles. Y a veces, también, las lluvias y los soles de otros países. Toda la humedad del mundo, en forma de menudos seres. Se habían metido en el forro, en las costuras, asomaban sus ojillos inquietos por el borde de los bolsillos.

Era cierto. Llevaba duendes y lo seguían los perros. Después de andar muchas cuadras y cuando sentía que ya el aire no estaba azul y que los colores morado y lila se comenzaban a apagar, él, con gesto de resignación, se metía en el parque. Unas cuantas hojas estaban caídas siempre sobre la vereda y él acomodaba sus pies, sus zapatos gruesos, mejor dicho, justo sobre el lomo de aquellas hojas secas que comenzaban a parecerse a ciertos animales. El apretaba lentamente hacia abajo y se oía el crás… Luego con el otro pie. Y aceleraba su operación. Ya no pisaba, marchaba. Ya se oía entonces crás crás… crás…, seca y alternadamente, como cuando los soldados del cuartel vecino desfilaban para bajar la bandera.

Así, hasta el banco de cemento. Los duendes no se habían salido de su bolsillo, a pesar del incómodo agitarse. Probablemente tenían sus ojillos más llenos de fuego y rabia, pero supieron esperar (con la paciencia que tienen los seres de otro mundo) hasta que el señor se sentase y poder libremente dar carreras y piruetas en la grama de la parcela. El no veía los duendes. O se hacía que no los veía. En cambio los perros flacos y miserables, igual que en las noches de luna, presionados también por los fantasmas, se ponían a ladrar contra el suelo y paraban sus orejas como si desde la paja o la intimidad de la tierra les llegara una música afilada.

El señor pensó en mandarlos a callar, en espantarlos con una rama o decirles algo para que dejaran de hacer ruido. Pero él no podía hablar. No era que no pudiera, sino que nunca hablaba ni rompía su paseo taciturno y su descanso en el banco. A lo lejos, la ciudad estaba muy ardiente y llena de motores. Allá estaban las gentes empeñadas en tirarse los paquetes, los negocios y los títulos a la cara. Él no tenía nada que ver con aquellas agilísimas y sonoras transacciones. Por eso no hablaba. Esperaba entonces que la tarde acabara de morirse por completo y abría un libro, mientras a su lado saltaban los duendes y los perros.

La noche comienza aquí, delante de él, lenta y sosegada, dispuesta de tal modo que salta desde cada ranura o se insinúa sobre el lomo de los libros y, en ocasiones, es simplemente un parpadear monótono. El señor se sabe de memoria las maneras de comenzar la noche. Huele el polvo, y algún aire de fritura, enredado en quién sabe qué cocina, asciende y se mezcla con el olor a remedios, a ropa húmeda, a latas de Ungüento Mentol Davis. Por allá, en alguna parte, ni muy lejos ni muy cerca, se oyen voces.

—Llegó el Transporte Primavera.

—¿Cuál?

—El Transporte que viene de San Cristóbal.

—¡Ah!

Después hay un ruido como de carretilla, de caja rodada, de pregón que ofrece a esas horas, empanadas para los viajeros. Se hacían cuatro días muy largos de camino, por barriales y quebradas polvorientas, a través de páramos zumbadores y llanuras resecas. El colector del autobús, con un paño enrollado en el cuello, iba diciendo «Despierte, ala, ya llegamos”. Y luego saltaba al techo del vehículo y allí se ponía, como un maromero, a remover las maletas.

Pero estos eran los ruidos y las voces de antes. Vienen así, de pronto, cuando nadie los espera en esta enorme casa destartalada, con las maderas arruinadas y los pasamanos de las escaleras comidos por la polilla. Entran, a pesar de que el zaguán es largo y las ventanas del segundo piso están cerradas desde hace mucho tiempo. Posiblemente se han extendido por el patio, en medio de viejos materos de barro, junto a la palma raquítica y la enredadera. No, no hay palma ni hay enredadera. Hay sólo una persiana mugrienta y destartalada, con los cordones comidos por los bichos. Las palmas y la enredadera y una maceta de flores amarillas eran de cuando las voces. Están también ahora, porque los ruidos y las cosas no se mueren y pueden durar mucho tiempo escondidos en los rincones, hasta cierto instante en que una campana o un pito los devuelve a la vida. Son como los olores. Por eso llega de pronto el Agua de Colonia o el Alcoholado Palmita y ese aliento húmedo y singular que exhalan las flores de trapo. De vez en cuando aparecen en las gavetas de los escaparates, confundidas con recibos manchados y sin valor, mezcladas a figurines y dibujos para calcar en los borda-dos. Hay algún recuerdo misterioso, una especie de pacto celebrado en las sombras. Y los ruidos viejos emprenden su regreso y vienen dispuestos a ganar espacio material. Al poco rato, ya están aquí. Instalados en las patas de las camas, sobre la cómoda polvorienta, en las hileras de los libros; aparecen muy gallardamente los muñecos de aserrín, los osos de resorte y los soldados de plomo. Se piensa que vienen de otros lados, de los lados de las nubes coloradas, porque les pesa, les pesa su soledad, y tienen alma, están urgidos de vida, han brotado de las profundidades como los muertos de los cementerios olvidados y es probable que el Diablo los haya congregado en la habitación, para urdir los negocios de siempre. Las ciudades tienen a veces colores enmarañados: un soplo repentino anuncia las lluvias y entonces es un gris que parpadea contra los violetas del cerro y el pobre sol de los venados parece ahuyentado a tiros de escopeta. Las buenas gentes dicen que eso hace mal y si por casualidad hay un arco en el cielo —otra manera de complicar los colores— esa llovizna puede producir sarna y tristeza. ¿Quién sabe entonces cuál árbol debe escogerse para escampar, qué pórtico coronado todavía por pámpanos y racimos puede abrigar de los maleficios del cielo? Ahora no hay bardas, ni aleros, ni se asoman las trinitarias para que el agua las azote. Antes se llegaba a un portón grande, con aldabas doradas, y desde allí, mientras escampaba, se podía mirar la cúpula del Capitolio bajo la custodia de algunas palomas asustadas. El Templo era untuoso y viejo. De él salían muy lentamente los brotes de incienso y se aplacaban en el enlozado con el peso de las gotas. Alguna beata distraída, que traía flores y sus medallas para La Inmaculada, extendía su velo para librarse inútilmente de aquella lluvia que era torrencial y corría por los tejados y las calles para ganar toda la ciudad.

A él le dicen el señor y con ello quieren juntar un gran montón de antigua cortesía y cubrir en cierto modo la respetuosa distancia. Así dicho, EL SEÑOR, en grande, resulta más lejano, y él mismo se sabe aparte y no da respuestas y camina con pasos duros que pueden ser de queja o de resguardo. No hay palabras. Tampoco hay árboles ni aleros y la ciudad solamente sirve para los ojos y los ojos se posan con desgana sobre los autos ruidosos, los edificios violentos y los avisos de neón. Una inscripción remota, asomada por azar en una tabla, o no cubierta por las miles de pinturas que en miles de Navidades han caído sobre la fachada, recuerda de pronto el viejo almacén. En la plaza del mercado la lluvia ni siquiera llega al suelo, rebota en los capacetes de los autos estacionados. Habría que detenerse entonces con cierto sigilo, pensar un poco y hacer como si se sale de compras de «El Gallo de Oro» y mirar de pronto, sin pedestal y con el paltó levita que es más gasa que bronce, la estatua de «El Venezolano» moviéndose dignamente sobre los capotes relucientes.

Se puede también regresar, por el Mediterráneo, a unas calles empinadas con iglesia de agujas y palacios de mármol. Desde las terrazas, largas figuras con capas y postines lo saludan, mientras el pito de las embarcaciones anuncia los cargamentos de carbón. Desde allá se partió, al revés que él, hacia el Nuevo Mundo y los fantasmas de Colón y Andrea Doria rumian todavía sus órdenes, discuten con los armadores, y cuentan las monedas de su aventura a las puertas del Banco San Jorge. «Génova, Ciudad de Italia», decía el manual en la escuela primaria y se siente que allí no hay colores enmarañados sino la sola competencia del azul marino contra los grises, los opacos, los marrones de las ruinosas casas del puerto, los grandes depósitos desvencijados para el trigo y el algodón, a cambio de papel, mármol y oliva. «Génova, la Soberbia», con el esplendor y las furias de los Dogos para arruinar a sus enemigos políticos y esos pórticos de piedra donde se puede escampar y nadie le dice EL SEÑOR.

Estar acá, después de la lluvia y el paseo por el parque, resulta, sin duda alguna, confortable. El señor se ha puesto una manta sobre las piernas y piensa de pronto que con ella puede cubrir el banco de cemento, la ciudad sin aleros, su propia habitación. Una carpa inmensa que puede abrirse por el mundo y hacerle sitio a sus amigos. Desde hace veinte años el señor comparte este cuarto de pensión con los fantasmas. A veces algún soplo de vida real se introduce por los ojos de los gatos que saltan sobre los libros y las latas de galletas y ganan la ventana y el tejado a costa de grandes maullidos. Otras veces se quedan quietos y ronronean en el almohadón floreado y el confuso rumor de hilandera que despiden sirve de anuncio a las apariciones.

Los ruidos y las cosas, como habíamos dicho, no se mueren. Sobre todo cuando son ruidos pobres, sordos, disimulados, parecidos a las cosas humildes, descascaradas, rotas, en desuso. Ellos vuelven también como los héroes desdichados que perdieron su memoria, que nunca realizaron una hazaña valedera, que han estado únicamente abiertos hacia el mundo y el mundo no perdona su silencio, ni su sueño, ni su alejamiento apacibles. A ellos está ligado el destino de los espejos rotos y los pocillos desportillados, la tuerca abandonada sin surco para enroscar, esa llave gran-de y mohosa con forma de animal que no se sabe a qué puerta ostentosa estuvo unida, la cuerda del ahorcado, el botón de nácar sin blusa que lo haga resplandecer en la reunión.

Por el techo y los rincones, detrás de los libros descuadernados, sacando la cabeza dificultosamente por entre algunos papeles con historias borroneadas, siguen llegando los amigos de El Señor. En la pensión todo el mundo está tranquilo y han apagado el aparato de radio. De pronto vienen cornetas y frenazos desde la avenida, pero los viejos pregones y el viento que silbaba entre los árboles de la antigua Plaza España les gana la partida. Por las lisuras de la puerta, por los caminos de las polillas, desde estas fotografías marcados por la humedad y los años, siguen llegando los amigos de El Señor. Todo está preparado, como en tantas noches de estos últimos veinte años, para la entrevista habitual. Los muñecos de aserrín bailan y saltan, los héroes infortunados se cuelgan en el cuello guirnaldas de trapo, aparece el loco de los gritos, surgen las nubes coloradas y detrás de ellas los muertos expulsados por la estación lluviosa. Desde un rincón, con sonrisa de amigo, el Diablo los observa danzar.

Ya tarde, cuando comienzan a oírse los nuevos ruidos del día y la ciudad se mete, firme y sonora, por la ventana del cuarto, El Señor se despierta, todavía fatigado, porque sus visitantes de la noche tardaron en partir. Humedece sus ojos en el lavabo, mejora sus cabellos y ya está en plena calle, ausento de los ruidos filosos y metálicos, camino del parque. Detrás de él danzan y aúllan los duendes y los perros.

***

ASELIA

A Antonio Pérez Carmona y Ramón Palomares

Nadie supo nunca de tus figuras de ceniza, ni de tus ramas de saúco, durante aquella noche, cargada de hojas sonoras, para que los techos y las enredaderas no volaran con la fuerza extraña que venía de los árboles del Sur. Porque ni el propio viento, Aselia, ni aquel duro azote de bestias contra las puertas y las ventanas, se detenían ante tus gritos llenos de acechanzas contra la ruidosa corriente. Las gentes del pueblo estaban demasiado perdidas en las casas, donde las lámparas habían apaciguado sus posibles revelaciones. Y cuando la furia entró por los patios, inflamando las sábanas, lanzando aquella música terrible sobre las palmas y las latas de zinc, las mujeres solo corrieron hacia las cuerdas, parecidas a grandes pájaros, para detener sus ropas y sus cabellos que se iban por el cielo. Nadie podía escuchar entonces tus plegarias olorosas a esperma, tu agua que suponías bendita, rociada sobre las piedras, tu canto sombrío y agitado para que Santa Bárbara apareciera en medio de las palmeras celestes. Nadie. Porque todos corrían para que sus animales y sus ropas no fueran consumidas y porque a esa hora habían comenzado a sonar las campanas, interrumpidas, locas, sobre la torre asediada por las hojas, las plumas y las flores levantadas.

Cuando la res fu hallada muerta al pie de la cruz y encontraron que el manto rojo, hecho para la imagen de la fiesta, estaba roto en lo más alto del bucare, pocos supieron de tus grandes llantos y de tu aliento duro, solo, bajo las paredes mugrientas, para que otros santos y otras reses no se fueran con el viento. Solo hubo aquella cuadrilla de los hombres que recogían los tiestos, los pedazos de madera, los balaustres, los goznes y las coronas podridas en las acequias y las calles del pueblo. Y los más pacientes, remendando sus puertas de tabla y cal, caídas entre las hierbas y las piedras, porque la violencia anterior había dejado sus ventas de amasijos demasiado olvidadas y parecidas a las otras viviendas. Ni siquiera los muchachos podían ir a gritarte sus inmundicias y sus cantos contra las brujerías, porque guardaban en sus camisas deshiladas los pedazos de espejo, los adornos, las cuerdas de reloj y las cabezas de palo de los santos. Y aún más, Aselia, había fervor y espanto cuando se recogían las losas y los crucifijos del cementerio, antes de que las bestias vinieran con sus cascos. Las inscripciones de alambre y plata antigua se habían entretejido y había tierra sobre los nombres y todos pensaban que podía fugarse la memoria de los muertos. Por ello las mujeres, con sus velos negros teñidos de alcanfor, iban en grupos con sus menudos rezos, rogando porque aquel viento no saliera más nunca de los árboles. Por ello, Aselia, nadie supo de tus lamentos, ni de tu sol ardiendo, ni de tus ramas perfumadas.

Pero yo vi tus brazos levantados la noche de la tempestad, haciendo las señales, hacia el lado donde nacían los relámpagos. Después vino toda la humedad de los astros sobre tu cuerpo y tus cabellos brillaron contra la fría invasión. Fue allí, Aselia donde tu boca, tu espantosa boca siempre bañada por las moras, se iluminó. Yo pensé entonces en el pájaro rojo que una vez colgaste de la pared con un alambre. Y en tus gritos, mitad canciones y rosarios, invitando los animales del corral para una fiesta nocturna. Tú bailabas, Aselia, bailabas loca, enardecidamente, inclinándote hacia las plumas de las aves. ¡Y cómo lloraste heridamente cuando los animales huyeron! Y quedaste sola, inmóvil, sorbiendo aquel zumo de hierbas frescas que venía del fondo, erguida ante el silencio cascado y goteante. Pero la lluvia de aquella noche fue más estridente que otras lluvias del mundo. Tú lo adivinaste y por ello fuiste a su encuentro y esperabas que te creciera el corazón. Tus pasos estaban desorientados por los astros que habían cruzado la madrugada. Y sin estrellas, Aselia, hoy lo sé bien, tú estabas indefensa y perdida. Sólo aquella luz podía inventar tu ventana y tus floreros radiantes y tus vestidos de color. Entonces estabas alegre y te afanabas como esperando extraños y lujosos visitantes.

Habías venido de un pueblo donde jamás se encendían las luces. Sólo aquellos árboles de un plumaje sangriento cortaban las miradas en lo hondo del cerro. Por ello temblabas, Aselia, temblabas transida de oscuridad y de lamentos. Por ello hubo antes el camino de anchas piedras, pintado de malezas, lanzando tus ojos contra todos los aires. Y hubo el encuentro con el oscuro animal, a rayas, oliendo el polvo que dejaban tus pasos. Luego el hombre, oscuro también, sin rayas, pero con una luz encendida en cada ceja. Después el aceitoso agitarse sobre las hojas de la sabana, la batalla y la piedra filosa y veteada de azul que le hundiste en la frente. Y otra vez el camino. Y los pájaros nocturnos girando, dando aullidos, sobre tus cabellos hundidos en el follaje celeste.

Hoy, Aselia, sólo quedan tus huesosas manos, tus espantables manos salpicadas de hollín. Las veo entre las agujadas de la pared escondiendo lagartos y moscas verdosas, tanteando sobre el techo los nidos de alacrán. Ellas crearon aquel humo negro al extremo del patio. Ellas degollaron, cuando la luna estaba a medio cielo, todas las aves del corral. Pero también, Aselia, porque alguna vez te hablaron de alegría, también tus manos levantaron las hechizantes flores sobre el pecho y aquel collar de frutas rojas, como una serpiente, bajando la hendidura de tus senos.

Se habló de la muerte del caballo y alguien dijo que tú le habías tejido las crines brillantes. Había amanecido al fondo de la callejuela, con flores de malva esparcidas en su cabeza. Un rocío verdoso le cubría los ijares y la cola, sus ganchudos huesos marchitos y aquellas marcas de hierro, ya ilegibles, sobre la piel. Alguien percibió tu mano dulce sobre las patas del animal y pensó que tu sombra lo había seguido cuando, entre dos estacas de guamo, lo llevaron a podrirse en el barranco.

¿Había venido él, Aselia, en un caballo gris? Es posible adivinar su andanza por pueblos lejanos en aquellos manteles bordados que guardabas en el armario ruinoso. Nadie pudo despojarte de esos manteles deshilachados. Los guardabas con un celo inmenso y aún llegaste a juntar llamas azules de carburo para detener las alimañas voraces. Sin duda que él los trajo de aquella tienda donde un hombre rojo, que hablaba como los niños, se los dio a cambio de unas espuelas doradas. Desde allí no hubo más que los duros pies, con un garfio atado, para impulsar cabalgatas. Porque… ¿verdad, Aselia, que él vino sobre un caballo gris? Y amaste su violencia, su blusa sucia, sus dedos amarillos, cuando te pidió de comer por el postigo de la ventana. Lo amaste aún los días en que se dijo que había caído reventado en la Cordillera del Humo. Después sólo se vio el caballo, vagando por las noches y los días, mordiendo la escasa paja de las calles, hasta ir hundiéndose —haciéndose pequeño, apenas cuero— de hambre y de ausencia de espuelas doradas.

Todo, Aselia, había sido inventado para aumentar tu tristeza. Hasta aquellos muebles de esterilla despedazados, cojos, haciendo círculo contra la mesa tosca y cargada de manchas, de dibujos extraños labrados con navaja, dé nombres desconocidos y marcas de cuchillos filosos. La hoja de sábila, arrugándose cada vez más como un animal verde, sobre la puerta de entrada. El casquillo pendiente del clavo, abriéndose en su extremo final para el paso ignorado y remoto de la suerte. Y todas las tarjetas de colores, haciendo un abanico de ciudades y puertos y embarcaciones y mujeres echando a volar una paloma. Y aquel raro objeto, hecho de cartón y retazos, con muchos salientes, para guardar alfileres. Y algo más: los trastos viejos, los peroles, las cajas llenas de piedras y de troncos, los pájaros colgados de la pared, la cama de madera y lona, con su gran rebozo amarillento y las pequeñas salpicaduras de sangre y su mal olor.

Ese era, Aselia, tu universo más cercano —tu miserable fuerza cotidiana— más hecho para el incendio y el agua torrencial que para acompañar tus noches de ruidosa soledad. Y allí quedó tu liviana muerte, tu inocente y menuda muerte que sólo a los tres días resonó en el pueblo. Porque nadie escuchó tus gritos, ni tus ramas de saúco, ni tu palma bendita, la noche del gran viento. Porque nadie supo, Aselia, que te había crecido el corazón.

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