Sergio Dahbar
La noticia llegó a Caracas como una tormenta: vendieron un pueblo en Falcón para hacer una camaronera. He aquí lo que encontró el reportero cuando pasó una semana con los pobladores atormentados por un pueblo que ya no tiene cementerio.
Cuando Anaxágoras Sánchez, poeta, boticario y espiritista, advirtió que toda la población de San Félix había abandonado sus menesteres para ir a saludar la llegada de una avioneta, desatendió las medicinas caseras que oscurecían sus manos para escribir unas décimas satíricas sobre los hábitos triviales de sus conciudadanos. Ridiculizó cariñosamente a la señora que atravesó con un solo zapato el campo abierto donde había aterrizado el ave de mal agüero, sin olvidar a otra que en el apuro no limpió el jabón de sus manos y dejó una estela de burbujas a lo largo de la avenida principal. Sin saber que en ese momento, 1983, el tripulante de la nave era Juan José Mata, el español que cinco años más tarde tantos dolores de cabeza le traería al pueblo con la compra de unos terrenos sin frontera, ya Anaxágoras olfateó los malos vientos que le despeinaban las ideas y cerró sus versos con una sentencia de tristeza. Hace dos años que murió Anaxágoras y, lamentablemente, no sabrá nunca cuánta verdad encerraban sus preocupaciones de sabio solitario.
A escasos metros del avión, los pobladores festejaron la llegada del desconocido con sus mejores maneras. Una amabilidad que no soporta traiciones los empujó a pasear al recienvenido por esas tierras secas de cardones y tunas que muchos años atrás habían habitado los indios caquetíos. Permitieron que aliviara los desmanes del sol bajo un curamidal, precioso árbol de hojas amarillas, mientras recreaban con orgullo y nostalgia a los héroes que nacieron en esos parajes: León de Febres Cordero y Valmore Rodríguez. Honraron las bondades del suelo que les devolvía con creces arroz, patilla, melón y pimentón, sin olvidar las ventajas para el pastoreo de cabras.
Juan José Mata exhibió honestas intenciones de asentar sus negocios en San Félix y prometió –ante la exultante felicidad provocada por su aterrizaje– la construcción de un aeropuerto para el pueblo. No se fue sin elegir, del círculo de desconocidos que lo rodeaba, a Guillermo Coronado, miembro de una vieja familia de la zona, para que supervisara sus transacciones, siempre y cuando aceptara especializarse en Japón. Nora de Tudare, administradora de la Junta Vecinal, no puede espantar el humor a pesar de la tragedia que los acecha. «Todo ha sido muy raro y veloz. Íbamos a conocer Japón y ahora nos quieren dejar sin tierras».
Un mes atrás Ángel Ramón Coronado, ganadero del hato Puerto Rico, borró la paz de su cuerpo. Desde que vio a unos obreros realizar un levantamiento topográfico del pueblo, malas turbulencias le muerden el sueño. En 30 días visitó cinco veces Coro para comprender que los políticos solo se acercan a San Félix en busca de votos. Una y otra mañana, junto a los compadres Arnoldo Quiva –presidente de la Junta Vecinal– y Rafael Díaz –prefecto–, explicó ante diferentes autoridades lo que todos saben ya de memoria: unas tierras que no tienen más de 5.000 hectáreas se extendieron hasta ocupar 20.000, comiéndose la mitad del pueblo, desde el antiguo Camino Real de los españoles (entre Coro y Maracaibo) hasta las olas del mar Caribe.
«Las playas –se defiende Ángel Ramón Coronado, ahogado por las angustias– son nuestra única esperanza. Aquí está previsto un desarrollo turístico que nos beneficiará. ¿Para qué querrán tantas tierras unos señores que llegan en avionetas y contratan abogados ágiles, llenos de influencias? Esta zona del golfo tiene un valor estratégico fundamental y entregársela a desconocidos pondría en peligro la seguridad del país. En Semana Santa encalló un barco en estas costas: los navegantes, un chino y tres venezolanos, lanzaron unas cajas a la costa y las quemaron rápidamente. El chino vive ahora en un pueblo vecino, Mene de Mauroa. Se acercó la Guardia Nacional, les pasaron unos reales y todo murió allí. Estas son tierras sin ley. Los narcocharros (una familia mexicana llamada Soto Guerrero), perseguidos por sus fechorías, también compraron tierras en la zona oeste de San Félix. ¿Cómo sabe el Gobierno que esos individuos no pretenden construir aeropuertos para negocios ilegales?».
Los años previos
María Chiquinquirá Rivas Rodríguez de Coronado solo tiene una certeza: ya no conocerá Caracas. Está muy vieja. Oye hablar a los vecinos que todos los días se acercan a su casa con rumores turbios y teme por la suerte de los suyos, quizás porque la edad le ha enseñado que ese pueblo no está destinado a conocer una sola esquina en el mapa del estado Falcón. «Tantas veces se ha mudado San Félix de lugar que ha habido años en que vivíamos sobre lo que es hoy el cementerio. En esa época los pobladores enterraban a sus finados en las tierras sobre las que hoy se alza San Félix. Esa es la razón por la que aquí, cuando llueve, aparecen tantos muertos en las puertas de las casas. Los espantamos a escobazos».
No hace falta un empujón muy brusco para que María Chiquinquirá rememore las riñas de gallos que tenían lugar en San Félix los primeros domingos del siglo XX. Las tradiciones eran vigorosas e incorruptibles: una niña debía conocer el arte de los turrones con semillas de ajonjolí, los bizcochos, el gofio, las cachapas, el dulce de lechosa o de cáscara de naranja y las tortas de auyama. También tenía la obligación de aprender a trabajar el hipopo, hebras que desprendían de la penca de una xerófila para fabricar chinchorros. En la actualidad María Chiquinquirá se ha resignado con melancolía a que ningún adolescente se interne en esos aprendizajes iniciáticos, destinados como tantas otras costumbres a desvanecerse igual que el brillo del verano. Y se consuela con el recuerdo musical de unos patios adornados con novios, matas húmedas, guirnaldas y flores en el pelo, donde guarachas y tangos alejaban y acercaban a los enamorados tímidos de aquellos años.
El hombre más viejo del pueblo, Ignacio Quiva, no puede internarse en la historia de San Félix sin unas lágrimas. Los amigos dudan ante las causas de la tristeza que lo gobierna. Unos suponen que su llanto brota cuando rememora su infinita y precaria existencia. Otros infieren que su cuerpo ya no resiste las desventuras que ha vivido el pueblo. Ana, su hija artesana, prefiere acariciarlo con una razón de otra índole: un amor en la memoria no lo deja sucumbir en paz.
Para Quiva no hay como la espesa tranquilidad que cubría a San Félix en su infancia. Y a pesar de las limitaciones evidentes del pasado (cuando no había red de luz eléctrica nacional, el pueblo poseía una planta que encendían a las seis de la tarde y apagaban a las diez; si no se apagaba, era señal de que algo malo había ocurrido), esa franja de memoria resulta insustituible para él. «Todo se ha vuelto más pomposo. Hay carros, la gente no se ve el rostro dentro de esos cascajos de metal. Digno era montar a caballo y visitar a los amigos. También las fiestas se han vuelto más adornadas. En mis tiempos había que recurrir al baile y la palabra. Claro, las novias en aquellos años eran más esquivas que hoy, no se enfrentaban demasiado al combate. Yo tenía varias enamoradas, aunque tampoco era un Juan Tenorio».
No le gusta hablar ante extraños a Quiva, quizá porque una vida alcanza para decir lo que es necesario y él siente que ya comenzó a habitar dos. Pero hay fechas que guarda como gemas. El 9 de agosto de 1952 una tormenta auguraba el apocalipsis. Los vecinos de San Félix oyeron una explosión y de repente la estructura de la iglesia se vino abajo. Solo los santos quedaron en pie. El padre de Ángel Ramón Coronado entró corriendo entre los escombros y el barro y rescató al patrono del pueblo, San Nicolás de Bari. Los pobladores enviaron el siguiente telegrama al Consejo Municipal del Distrito: «Iglesia destruida, santos sin avería». La infeliz venta del pueblo tan solo despierta en su existencia una conclusión: los implicados no saben lo que hacen. Con el brío que aún resopla en su cuerpo, les ofrece escasas posibilidades a los listos comerciantes. Pero le aterra la situación de un país que pareciera estar en venta. «Están regalando las tierras… Los venezolanos tendremos que irnos al país de ninguna parte…».
El tiempo detenido
«Compartamos la brisa», invitan los dueños de casa cuando un vecino se acerca en busca de noticias. Cualquier solar es fresco y luminoso para averiguar las proporciones inusuales de San Félix. Nueve calles abiertas, paralelas y perpendiculares, dibujan el pueblo en las tierras áridas noroccidentales de Falcón. Hay un alcalde, un maestro, un médico, un juez y ni un solo cura. Mucho menos un policía. Estos últimos desaparecieron por inactividad y porque ya no soportaban los zancudos. Y nadie reclama su ausencia: los habitantes del pueblo se sienten orgullosos de dormir con las puertas abiertas. «Si no fuera por esta venta ilegal de propiedades –aclara Iraida de Medina–, aquí sí podríamos decir que vivimos en el cielo». Tampoco añoran la oficina de telégrafos y correos, que desapareció muchos años atrás por falta de presupuesto.
Ana Graciela Ramírez no ha tenido tiempo aún de atesorar las anécdotas que tejen y destejen a San Félix. Recién tiene 26 años. Está encargada de la Casa de la Cultura, que funciona debido a su desinteresada dedicación y al entusiasmo de los pobladores. Pocos libros llueven sobre los estantes de su biblioteca, pero no hay infortunio que desesperance las labores comunales en el pueblo. San Félix le obsequia mayo a la Virgen. La Legión de María le rinde culto, la corona, la viste de blanco, estallan tiros y repican las campanas. Luego esperan que los vientos alisios del noreste y sureste tranquilicen la polvareda que suele resguardar al pueblo de influencias malignas, y el 6 de diciembre festejan a San Nicolás de Bari. La Junta Comunal envía una circular para que todos los vecinos colaboren limpiando las calles y pintando las fachadas con colores vivos.
Todo pueblo en el mundo tiene un loco. El de San Félix se llama Justo, un hombre que perdió la cabeza de tanto donar sangre. Por eso los habitantes perdonan que de vez en cuando robe algunas menudencias de las casas. Parados en la puerta del único billar del pueblo, apoyados en los brazos secos de los cardonales (totocoros), los pobladores desenredan viejos cuentos célebres. Como el de Francisco Piña, el agricultor que se enamoró de la voz de Ana Graciela y le suplicó que el día de su muerte acompañara el féretro con un bello canto. Falleció un 31 de diciembre y Ana cumplió la promesa: caminó junto a los familiares con su potente voz por las calles, entró en la iglesia y luego enfiló hacia el cementerio a la cabeza del funeral sonoro. Otra muerte que no dura demasiado tiempo bajo tierra es la de Anaxágoras. Aunque cerraron sus ojos en Maracaibo, lo enterraron en San Félix, un 12 de octubre húmedo. «Cuando muere una persona buena –susurra Ana, con melancolía en la voz–, hay mucha lluvia». Y ese día llovió como si nunca hubiera caído una gota de agua sobre la tierra.