literatura venezolana

de hoy y de siempre

John Kennedy Toole: Genio de neón

Daniel Centeno Maldonado

¿Puede el remordimiento guiar grandes empresas? De entrada, la pregunta luce una negativa por respuesta. Luego, habría que pensar en algunos casos particulares que colman la galaxia histórica de los hombres. El que sigue, por lo menos, encaja a la perfección: una anciana, Thelma Ducoing Toole, espera sin cuartel en la antesala de la oficina del profesor Walker Perci. No es la primera vez que va para allá. Con una terquedad digna de una mula, la señora se sienta y pide hablar con el académico. Las excusas y negativas caen como hojas de otoño, pero Thelma sigue y sigue. Perci está cansado, pensaba que era un experto en quitarse de encima a gente molesta, pero, como luego escribiría en su prólogo más comentado, la tenacidad de la vieja lo desarma. Es ella quien le entrega una mala copia al carbón de un manuscrito redactado hacía más de 10 años atrás por un autor sin obra. El maestro coge las cientos de páginas y pregunta de quién es: “De mi hijo ya fallecido”, dice la anciana. “¿Y por qué debo leerlo?”, interroga Perci. “Porque es una gran novela”, responde Thelma.

La señora se va, satisfecha, después de una década de tocar puertas en editoriales y universidades sin mayor éxito. Perci se siente derrotado y comienza a repasar las páginas con cierto desdén; también con la seguridad de descartar el libro a los cinco minutos de lectura. Pero pasa otra cosa: el académico no suelta el manuscrito, se embriaga de él, no puede creer la calidad de lo que está leyendo y estalla en carcajadas con cada episodio que le sucede al protagonista principal, Ignatius Reilly. Dicen que en esa época, acercarse a su oficina era como pasar al lado de un manicomio.

Al llegar al punto final, Perci contacta a la señora y le promete ser el mejor defensor de esta novela. Por él se logra la publicación en la editorial de su universidad. Y es el profesor quien escribe el prólogo -quizás su trabajo más comentado- antes de lanzar al mercado un libro que al año siguiente conseguiría el primer Premio Pulitzer póstumo, como también el de la mejor novela en lengua extranjera en Francia, sin contar con el rosario de traducciones y editoriales que lloverían sobre él. Su título: La conjura de los necios. Su autor: John Kennedy Toole.

Thelma va a su casa y piensa en la muerte de su hijo. Se acuerda del contenido de la carta de suicidio, que sólo ella leyó antes de destruir. Cree haber arreglado el entuerto: ya la gente conoce el genio de su niño, todos hablarán de él tal como quería. De repente, el remordimiento baja de intensidad. Ken, como solía llamarlo antes de la tragedia, quizás ya la haya perdonado en la otra vida.

Pocos saben lo que pasó en verdad. Revisar las fotos de John Kennedy Toole es casi un misterio. Las pocas que hay lo muestran como un tipo sin gracia, salido de otro anuario más. Un treintón siempre encorbatado, de frente amplia, algo mofletudo, con cara de soso y ojos achinados. Tres rasgos podrían definirlo: pulcro, rancio, peinado. Y ser definido en esos tres rasgos es bien triste para cualquier mortal.

Algo no menos injusto sería pensar a qué se parece el personaje de las fotos. En este caso, el hombre encaja en la tipología de muchachote que vive con su mamá. No extrañaría imaginar que fue vestido por su madre, peinado por la señora Toole e incluso acompañado por ella adonde el fotógrafo. Es un acto cruel hacer este ejercicio. Sin embargo, todos los estereotipos se ajustan al personaje.

John Kennedy Toole fue el único hijo de un matrimonio mayor sin esperanzas de descendencia. Nacido en New Orleans en 1937, desde que tuvo uso de razón siempre estuvo Thelma detrás de él, controlándolo, midiendo sus pasos, sobreprotegiéndolo, prohibiéndole jugar con otros niños. Su viejo apenas era una sombra en la familia, un mecánico sordo que poco habrá intervenido en los planes que tenía su esposa para con su retoño: la mejor educación, las mejores lecturas, los mejores modales.

Y Ken cumplió con las expectativas. Estudió como pocos, sorprendió con sus notas y redefinió la palabra precocidad. Antes de llegar a los 30 años en su currículum figuraban carreras, especializaciones, becas y trabajos en universidades como Tulane, Columbia, Lafayette y el Colegio Hunter. Para entonces no se le conocía novia. Thelma metía las narices hasta allí, y su hijo vivió reprimido. Quizás un poco sin saber quién era.

Por eso buscó la vida en la literatura. En crear mundos, inventar y practicar la osadía. Con 16 años, en un receso escolar, terminó de escribir una novela faulkneriana que metió en un cajón. En el fondo, el acto de encierro y ocultamiento parecía una metáfora de sí mismo.

A los 24 años conoció algo de mundo de la manera menos esperada. Una llamada del ejército le conminó a acudir a las filas. Era 1961 y su país pensó que John Kennedy Toole podría ser de utilidad en la base Fort Buchanan de Puerto Rico, pero como profesor de inglés de los reclutas hispanoparlantes. Allí estuvo dos años y, en sus ratos libres, se le ocurrió una idea: arrancar una novela mejor que la anterior. Su protagonista sería un gordo de 30 años, culto, egresado de una universidad, que viviera con su madre controladora en Nueva Orleans y que se pasara el día en su cuarto escribiendo en cuadernos baratos todas las invectivas que se le ocurrieran sobre el siglo XX. Cualquier semejanza con la realidad, al parecer, no era pura coincidencia.

El título de su novela vino de un libro de ensayos, epigramas y apotegmas de Jonathan Swift, Thoughts on Various Subjects, Moral and Diverting: “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él”.

De regreso a su casa materna, Ken sabía que tenía entre manos una obra maestra. Asimismo se lo confesó a sus allegados. De seguro pensaba que estaba por alcanzar la gloria, que su manuscrito le daría el éxito y con éste la total independencia.

Pero no fue así.

El escritor tocó una puerta editorial y no se le abrió. Tampoco se amilanó. Volvió a otra oficina y dejó su libro. Nadie lo llamó. Ken, sin entender nada, fue a otro sello. Le dijeron que luego se comunicarían con él. Y así estuvo: recibiendo negativas y respuestas tibias, reformulando capítulos, desechando otros, reescribiendo como un loco. El genio estaba en manos de los necios. Un día, Simon and Schuster mostró interés y el aliento volvió al cuerpo de Kennedy Toole. Pero fue una falsa alarma. A las pocas semanas, el rechazo minó su autoestima. “Los necios no dejan de joder, por eso son necios”, quizás pensó antes de tirar la toalla.

En su casa, su madre controladora lo esperaba. El panorama no era bueno. Ken se volvió un alambique humano. Bebió todo lo que pudo, los floreros, los acuarios con los peces, el fermento de los jugos. Descuidó su trabajo de profesor, empezó a vestirse raro. Un día, hasta vendió tamales en un carrito callejero. La gente pensó que estaba loco. Sus alumnos le perdieron el respeto. Thelma no entendía nada. El genio se comportaba como un zoquete. Pero él lo que ya no tenía era ni un miligramo de esperanza. Y sin esperanzas todo lo que te rodea es un mal chiste, un simulacro, un sainete.

Un 20 de enero de 1969, el niño Ken desapareció de Nueva Orleans, después de la enésima discusión con su mamá. Dio varios portazos, se metió en el carro y se fue hasta Midgeville, Georgia. Allí visitó la tumba de Flannery O?Connor. Se arrodilló y le dijo a la lápida que algún día conocería a sus pavos reales. Volvió al carro y, en una carretera secundaria de Biloxi, Mississippi, frenó. Utilizó el tablero del auto para escribir algo en un papel, lo leyó despacio y lo guardó en la guantera. Después salió y se dirigió al maletero. Lo abrió y sacó la manguera con la que regaba las plantas de la casa de Thelma. La conectó al escape y el otro extremo lo metió en la ventana del conductor, antes de darse el festín de monóxido de carbono que lo llevaría a las sombras. Eso sucedió el 26 de marzo de 1969. Ese fue el día en el que Ken viajó a la otra vida; cuatro meses antes de que el hombre llegara a la luna. Dos trayectos para salir de la Tierra, pero de diferentes recorridos.

¿Y qué pasó después? Thelma destruyó la carta que estaba en la guantera, pero se hizo la promesa de conseguir lo que su hijo no pudo en vida: la publicación de su obra maestra. Lo logró y, después de muerta, en 1984, la gente pudo leer la novela de adolescencia en la que la figura materna tampoco queda muy bien del todo: La biblia de neón.

Ahora todos echan de menos a Ken. Los necios lo celebran como uno de los mejores escritores norteamericanos del siglo XX, e incluso hicieron una estatua de Ignatius Reilly en la calle 800 de Canal Street, Nueva Orleans. La conjura de los necios se vende por millones, se ha montado en teatro y los intentos de llevarla al cine se ven tan entorpecidos como los que tuvo su autor por publicarla: el actor John Belushi murió por sobredosis de drogas un día antes de reunirse con los productores para firmar su contrato en el papel protagonista, a John Candy lo sorprendió un infarto en medio de las negociaciones para meterse en la piel de Ignatius, a Chris Farley también se lo llevó la heroína a escasas semanas de concretar lo que sus otros colegas no pudieron. Cuando la maldición estuvo a punto de superarse, con un elenco encabezado por Will Ferrell, Drew Barrymore, Mos Def y Olympia Dukakis, el huracán Katrina apareció para acabar con Nueva Orleans.

Entre el remordimiento y la justicia divina, parece columpiarse esta historia. Quizás en la otra vida un Ken eterno, de 32 años, lleve una manguera en las manos, mientras busca otro carro. Mientras tanto, como ya lo dijo Swift, en ésta los necios no bajan la guardia.

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