literatura venezolana

de hoy y de siempre

Poemas de Santiago Acosta

Dic 2, 2024

No te arranques de tu curso detenido

Quédate donde el aire se cría delgado

Que el largo tensar la cuerda
bajo las esponjas del día
sea el único paso que lleves en la boca.

***

Siempre que atravieso tus pasillos
me alcanza
un puñado de ventanas nerviosas

Al fondo vigila una lámpara
negra como una garza de tinta
que se eleva entre sillas
y santos

Sentarse ahí es el asma hundida
bajo un techo que finge crecer.

***

Es tuya la navaja quebrada
que brota detrás de mi lengua

(Sus muelles silban sobre lo crudo)

Tú volcaste esa copa de polvo
donde apenas soy
un nudo de barro
un resto sordo entre tus dos espaldas.

***

(Encontré un animal largo
que se deshacía
contra las rejas del suelo

Su olor es la espina
una arena que corre
bajo las cuencas rotas de las hembras
y los crímenes.)

***

Palpamos en círculo
toda la noche buscando una boca
pero no cabemos

(Los pies nos amanecen
en las páginas cerradas)

Apenas despertamos
si nos traga la luz
o se nos ilumina la espalda
como una nube de hormigas
que se quemara en el viento.

***

Dama de los flancos

No nos devuelvas el rumor del caminho
Déjanos
curvados en el quebranto
Ocúltate
en el mismo pan de la férias y la balas
donde los asesinos incautos
se amamantan en silencio
Haz que nuestra noche siga siendo
grave
como encajar una cabeza
dentro de otra hasta nunca despertar

***

Zona

Nunca entraremos al cuarto
Ya nada nos devolverá
nuestras piezas
hundidas en manchas de aceite
Apenas lograremos
morder puertas inundadas
solos y blancos
como dientes sobre la hierba.

***

Poetas (A Venezuelan Psycho)

Tengo treinta y tres años y ya he alcanzado todo lo que quiero. Lo que no he alcanzado nunca lo quise.

Soy emprendedor, soy ambicioso. Nunca dejo pasar una oportunidad.

Me levanto temprano todas las mañanas. Siempre sé exactamente dónde estoy y hacia dónde me dirijo.

Soy útil.

Sé cuánto dinero tengo en el banco, nunca pierdo la cuenta. Llevo un registro de todas las conversaciones electrónicas que he tenido con mis amantes.

Soy talentoso y original. Lo sé porque me invitan a conferencias donde mis intervenciones siempre son polémicas.

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Todas las mujeres que me conocen me han amado. Los animales también.

Me encanta ir a todas partes con mi chaqueta de cuero negra.

Me gusta hacerlas rabiar de deseo

con el olor de mi chaqueta negra.

Limpio mis botas con un cepillo de pelos de jabalí. Es verdad.

Soy tolerante. No soy perezoso.

Jamás me enfermo, tengo una salud de hierro.

Soy encantador, soy un galán. Siempre causo sensación donde voy.

Soy el más duro, nadie puede conmigo.

Me afeito solo una vez a la semana para tener siempre una barba tenue, muy sensual. Los días en que me afeito no salgo de casa para que nadie me vea sin esa sombra de misterio en el rostro.

En general intento no salir a la calle para no perder este aroma de animal encerrado, que dice claramente: “No me interesa el mundo de afuera, yo soy pura profundidad,

un pozo sin fondo”.

Me aburre la gente interesante. No me importan, no los amo.

             Mis amigos, en cambio, son gente de primera. Me invitan a pasar los fines de semana en grandes casas a la orilla del mar, frente a playas aisladas y solitarias, muy al norte de Nueva York.

He pasado veranos enteros en lugares como esos.

En los días más calientes abro las ventanas y dejo que entren las moscas. Me gusta dar espacio a esos seres minúsculos, que le dan vida a la casa

con su forma mugrienta de posarse en los restos del desayuno

o sobre la espuma que se fermenta en el borde de la licuadora.

A veces me encargo de cuidar algún perro, regarle las plantas al vecino

o recibir a inquilinos pasajeros con una sonrisa

y un manojo de llaves en la mano.

Así somos los poetas, los de verdad, los de buen corazón.

En invierno la nieve sucia acumulada en las aceras me recuerda lo difícil que es hablar, lo lejos que están todas las palabras.

Puedo escribir dos libros en seis meses, cinco libros en un año. Pero no puedo decir que me interese la poesía.

La poesía es el género más pobre que existe.

Los poemas que escriba a partir de ahora parecerán bichos celestes,

como las escolopendras de Aimé Césaire,

y serán ruidosos y viriles, como un Mustang de 1968

rugiendo su milagro en el aire vibrátil del infierno.

Quiero conocer al superpoeta del mañana, feroz y célebre

como un virus.

                        Yo he olido la mugre concentrada en las habitaciones de todos los viejos desquiciados que componen nuestro canon.

Fui besado en las manos por la viuda de un poeta que acabó sus días encerrado en un manicomio. Me decía: “Gracias, gracias”, mientras me enterraba en la carne sus anillos dorados, contagiándome del azufre de su perfume.

Una poeta que casi muere por culpa de su psiquiatra me regaló la mitad de su biblioteca. Metía uno por uno en una bolsa los pocos tomos que habían sobrevivido a una reciente inundación. Mientras tanto su perra, hambrienta, me lamía las manos.

                     Estuve sentado en la silla de ruedas de un poeta que murió mudo y deslumbrado. Nunca lo conocí, pero pude dar un par de vueltas en su silla póstuma, manchándome las manos de un polvo negro y denso que aún recuerdo.

Todos los poetas han terminado muy mal, todos han muerto de la misma hambre atroz.

Yo tengo treinta y tres años y ya lo he conseguido todo en la vida,

ya estoy donde quería.

             Tengo treinta y tres años y todos los poetas yacen, congelados,

detrás de una lámina de hierro negro como la sangre.

Paul Celan está muerto.

Gregory Corso está muerto.

Bob Kaufman, Peter Orlovsky y Jack Spicer están muertos.

Bob Dylan, Leonard Cohen, muertos.

Antonio Cisneros está muerto.

Antonio Gamoneda está muerto.

Manuel Vilas está muerto.

Rita Valdivia está muerta.

Emira Rodríguez está muerta.

Igor Barreto está muerto.

Juan Sánchez Peláez, Rafael Cadenas, José Barroeta, todos han muerto.

Tengo treinta y tres años

y todos los poetas tienen muy mala estrella.

Tengo treinta y tres años y todos los poetas

yacen muertos, muertos, muertos, muertos,

al fin y para siempre muertos,

detrás de una lámina de papel tan blanco como la sangre.

***

Nunca entregues tu corazón a una planta nuclear

Los bares están cerrando.

Desde la ventanilla del taxi que me lleva de vuelta a casa veo las luces de la ciudad reflejándose sobre la bahía.

A mi derecha, apartamentos de lujo completamente vacíos.

Ya nadie sueña con vivir cerca del mar.

La tormenta inutilizó casi todas las líneas de transporte subterráneo.

Largas filas de tractores procuran en vano recomponer los túneles derrumbados, pero la sal no deja de hacer su propia excavación en el acero de los refuerzos y los rieles.

Sin embargo, la gente continúa bebiendo, haciendo amigos y enamorándose sin control.

Fumando irresponsablemente en los balcones mientras, bajo la ceniza, colapsan las redes urbanas.

Muchos aseguran que no hay nada que temer, que los acontecimientos han sido exagerados por los noticieros y la ansiedad general.

Son las cuatro de la mañana y ya me deslizo entre ríos de fieles que cargan imágenes de la Virgen, suben y bajan de camiones, y cruzan a pie las autopistas a dos grados bajo cero.

No soy quién para cuestionar los códigos de la desesperanza.

El taxista maneja en sospechoso silencio, como si callara un secreto de estado.

Como si conociera el propósito de las últimas inundaciones.

Siempre hay alguien que se nos acerca para decirnos quédate un poco más, no te vayas, ahora es que se va a poner buena la fiesta.

Pero yo no dejo de pensar en la inmodestia de las casas con vista al mar.

Quienes habitaban las costas de Fukushima durante la Edad Media colocaron por todo el terreno tabletas de piedra con advertencias precisas:

No construir en esta costa | Riesgo de tsunamis.

Hoy las corrientes radiactivas han alcanzado las playas de California, México y Perú.

La gran zona de plástico del Pacífico ya comienza a disolverse por la acción de los isótopos.

A las oficinas del gobierno llegan cientos de familias afectadas por la misma radiación que hace relumbrar las tripas de los peces.

Los televisores de la sala de espera transmiten imágenes de una nueva refinería inaugurada cerca de la frontera.

Las llamas de las antorchas han sido borradas digitalmente, y ahora la refinería se alza inocente contra un cielo perfectamente azul.

Nadie nota cuando la embajadora pasa frente a todos arrastrando un saco de tubérculos cubiertos de alquitrán.

El conductor del taxi acelera dejando aún más negra la larga noche de la crisis.

Subo el volumen de los audífonos para atormentarme con los sintetizadores y el bajo. No quiero escuchar los quejidos de mi vientre intoxicado.

Ya nadie sueña con despertar todos los días frente al mar.

No me importa llevar en las tripas el parásito del desaliento.

Las playas harán combustión para despedirnos.

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