LA ORFEBRESA
Antaño comenzaba su carrera
de niña bachillera,
recitando, subida en una silla,
unos versos de Peza o Julio Flores,
y declaraban los espectadores
que era una maravilla.
No se estilan ahora en los salones
tales recitaciones:
hoy la precoz chiquilla
hace versos o prosas para que se publiquen
en Élite, en Perfiles o en Billiken,
precedidos de un juicio de algún intelectual,
el cual
con el fin de agradar a la familia
augura que la niña «bañará» a Doña Emilia
o a Gabriela Mistral
Basta y sobra con esto:
en la literatura patria ya tiene puesto;
y como quiera que sería
contrario a la galantería
bañar a una muchacha de nuestra sociedad,
la orfebresa
progresa
en vanidad.
Hasta que llegue un día
en que un fresco le pruebe que sus cosas son malas
y ya rotas las alas,
comprendiendo que no es lo que creía,
en un romanticismo depravado
apele al sublimado…
EL BORRACHÍN
Iguales borrachines y borrachos
mas los primeros son los mamarrachos.
Los que se «trancan» con licores buenos
y andan en automóviles y en coches
son alegres y amenos,
y nada saben de las negras noches
del cuasi mendicante borrachín
que su bolívar hasta el alba alarga,
y en el rincón de un sucio «tarantín»
tiene la caña amarga.
El sombrero aceitoso, el traje sucio,
boquiabierto el zapato, el cuello sucio,
hediondo a reverbero y a bazofia,
con la cara de entierro,
bebe el terrible «berro»
que el hígado le atrofia,
y si come, es muy poco, casi nada:
un «pabellón de a siete», una tostada.
Casi siempre es un poco literato,
y si alguno le niega dos pesetas,
echa sobre escritores y poetas
toda la hiel de su alcohol barato.
Y por la madrugada
se ve en San Juan su cara abotagada;
va mascullando en torpes balbuceos,
«bollos», versos y nombres
y el clásico refrán de los «hebreos»:
«¡Porque yo soy amigo de los hombres!»…
Hasta que al fin se apiadará la suerte
de sus horas amargas,
y de la «rasca» pasará a la muerte
en el Hospital Vargas.
LITERATURITIS
El mayor mal que a este país tortura
es la literatura.
Muy raro entre nosotros es el hombre
que, aunque esté en la ignorancia más completa,
no aspire a ser poeta
y escritor de renombre.
Yo sé de muchas gentes
que son para una cosa inteligentes,
que en el comercio o en la ingeniería,
y hasta en un mostrador de pulpería,
hubieran hecho singular carrera;
mas como se les puso en la sesera
hacerse literatos,
hoy son unos sencillos pelagatos.
Cómo estará arraigado aquí el concepto
de que aquel que no escribe es un inepto,
que es cosa muy frecuente
que, para hacer pasar por competente
a un individuo, quien nos lo describe,
después de piropearlo lindamente,
suele añadir: «lo que es es que no escribe…».
Y si el mal que al presente nos azota
se propaga y no hay medio de atajarlo
será dentro de poco, a no dudarlo,
un literato cada compatriota:
y los que ahora somos escritores
si esa época llega
no tendremos lectores
—por lo menos lectores pagadores—
porque cada lector será un colega,
y hay un refrán que dice, si no yerro:
«Perro no come perro».
En prueba de que es cierto lo que digo,
os contaré cómo perdí un amigo:
Es este un hacendado
trabajador y honrado,
conocedor cual pocos de su oficio,
y de muy sano juicio;
por esas cualidades, yo sentía
por él una sincera simpatía;
pero hace algunos días nos topamos,
y después de un gran rato que charlamos,
de pronto el hombre me endilgó un tremendo
y caluroso elogio a mis escritos,
tras de lo cual me dijo sonriendo:
«Si usted supiera… Yo hago mis versitos…».
Y me leyó un acróstico,
para que yo le diera mi diagnóstico.
Y como yo, de modo acaso rudo,
le dije que era malo, sin misterio,
el amigo en cuestión se fue muy serio
y me quitó el saludo.
Pero no me remuerde la conciencia,
pues le hice un bien, que si le doy mi anuencia,
y a los cinco o seis días, quizás menos,
otro, por petardearle una cerveza,
le dice que sus versos son muy buenos,
y al hombre se le mete en la cabeza
que es poeta, la hacienda vendería,
dejaría el trabajo, ciertamente,
y por ahí andaría
bebiendito aguardiente,
escribiendo sandeces o legajos,
sin salud, sin hacienda, sin postín
y pasando, de fijo, más trabajos
que un judío en Berlín.
HISTÉRICAS HISTÓRICAS
I: Eva
Aunque no hay una prueba
fundamental de que la madre Eva
padeciera histerismo,
el bíblico relato por sí mismo
sugiere que sufría de ese mal
que tan de moda está en el tiempo actual.
¿A qué mujer corriente
se le ocurre aceptarle a la serpiente
—reptil tan insidioso como hermético—
el régimen dietético
a base de manzanas
al que se sometió con tantas ganas?
Y si al menos hubiese delinquido
al comer lo que Dios había prohibido
(allí donde sobraban a montones
fruta, hortaliza, cereal, gramínea),
por curarse un ataque a los riñones
o simplemente por «ponerse en línea»,
tuviera explicación el desacato;
pero su crimen fue mucho más grave:
el deseo insensato
de llegar a saber cuanto Dios sabe.
Y aunque muy poco ducho
en médica materia,
me figuro que si esto no es histeria,
se le parece mucho.
Y si ella sola hubiese transgredido
el mandato divino, menos mal,
pero se puso histérica, anormal
y sedujo al simplón de su marido.
Y como en la manzana en referencia
no ha encontrado la ciencia
hasta hoy, la bacteria
que produce la histeria,
y Eva, no obstante, dio de histeria prueba,
habrá que convenir en que fue Eva
—aunque ello perjudique su memoria—
la histérica primera de la historia:
esto, naturalmente,
siempre que no lo fuera la serpiente.
II: Señora de Lot e hijas
Sabido es que en Sodoma y en Gomorra
y en otras tres ciudades
de aquellas antiquísimas edades,
se corrompió la gente: vivían a la gorra,
y hacían todo género de trucos y maldades.
Malas eran las hembras, y en cuanto a los varones…
Pero no nos metamos en tan hondas cuestiones:
el caso fue que al fin
le llevó el chisme a Dios un querubín;
y como la cuestión era tan grave,
lo supo al cabo Aquel, el que todo lo sabe.
Quien dijo, desde luego:
«Perezcan esas villas por el celeste fuego,
y que solo se salven diez justos… y cabales,
si es que allá hay todavía gentes tales,
pues me dicen que todos son unas sabandijas».
De los que se salvaron del siniestro,
fueron Lot, su señora y sus dos hijas,
tres mujeres histéricas, como aquí lo demuestro.
Al salir de Sodoma bien sabía la esposa
que allí solo quedaba gente pecaminosa;
pero a cada momento volvía la cabeza
con evidentes signos de tristeza…
Y al ver que no era una mujer normal,
la convirtió el Eterno en estatua de sal.
En cuanto a las muchachas, la Biblia nos dirá
que ambas se enamoraron de su viejo papá…
Yo ignoro lo que de esta aberración
opinarían Freud y Marañón,
pero supongo que será lo mismo
que yo: puro histerismo.
¿Qué más pasó? La historia no lo cuenta,
pero es la deducción clara y fatal:
si la mamá fue convertida en sal,
las chicas lo serían en pimienta.
CUENTO DE CUARESMA
Ante un pueblo de arcádica aldehuela,
que el mapa no señala en Venezuela,
gente humilde, sin letras ni bambolla,
predicaba un domingo un sacerdote,
cura de misa y olla,
simple, ingenuo, francote,
y bueno hasta la tapa del cogote.
Versaba su sermón
acerca de la vida y la pasión
del Redentor del mundo;
y de modo tan vivo
narraba aquel martirio sin segundo,
que se hizo, sin saberlo, sugestivo
su inelocuente verbo.
Y logró dar una impresión tan fuerte,
que cuando habló de la divina muerte,
vertía su auditorio llanto acerbo.
Hasta que, conmovido, el orador
dijo, consolador:
Hermanos míos, verdaderamente
lo que os he referido es muy doliente,
pero encuentro excesivo vuestro llanto;
cierto es que Jesucristo
padeció un sufrimiento nunca visto,
pero hace de eso tanto tiempo, tanto,
que si vamos a ver,
¡quién sabe… hasta mentira puede ser!…
TELEGRAFISTOFOBIA
Recordarán acaso mis lectores
que ha tiempo describí los sinsabores,
la ruina en que claudica
ante un destino inexorable y ciego,
el pueblo ayer tan rico de San Diego
de Cabrutica.
Su ruina describí de esta manera:
«El monte crece en medio de la plaza,
y tragarse amenaza
la población entera;
y la iglesia que antaño orgullo fuera
y gala del Estado,
hoy tiene medio techo desplomado,
ruda maleza en su interior prospera:
pobre templo derruido,
que para su solaz han elegido
los heréticos burros del poblado».
Pues bien, algo más grave le sucede,
si algo más grave sucederle puede
a la infeliz región de Cabrutica,
según me comunica
en misiva que tengo ante la vista
cierto señor Mujica
que actualmente es allá telegrafista.
Ató este caballero su caballo
al frente del local donde vivía,
y amaneció el rocín al otro día
«tusado» como un gallo,
sin un pelo en la cola ni en las crines,
befa, irrisión de los demás rocines.
Pocos días después de este atentado
fue un poste del telégrafo arrancado,
y aunque del hecho redactóse un acta,
¿para qué se redacta,
cuando está comprobado
que no son travesuras de bromistas,
sino que se odia a los telegrafistas?
Si esto se duda, un hecho lo acredita:
al primer telegráfico operario
que llegó a ese lugar extraordinario,
al paso le salió una señorita
que, revólver en mano,
expulsó al asombrado ciudadano.
Tales hechos denúnciame Mujica,
mas lo que no se explica,
ni yo tampoco a comprenderlo llego,
es por qué les repugna el «ti-ca-ri-ca»
a las gentes que viven en San Diego
de Cabrutica…
LA FIEBRE DE MODA
Mi señora vecina doña Mónica
es dama muy virtuosa y muy simpática
y de una educación aristocrática,
pero es terriblemente filarmónica,
y ha comprado una espléndida Ortofónica,
máquina superfina,
digna de todo encomio,
pero que si no ceja mi vecina,
puede causar mi ingreso al manicomio.
En efecto, a las seis de la mañana,
cuando estoy levantado por chiripa
y escudriño la prensa cotidiana,
revienta, no sé bien si el dulce Schipa
o el poderoso Fleta,
a rogarle a una niña pizpireta
que se asome —¡a esa hora!— a la ventana
y como se repite el «ay, ay, ay»,
no atino a ver lo que en los diarios hay.
Empuño el lápiz luego
y empieza la Recóndita armonía
o el Rondó de Lucía,
y se repite el juego
todo el resto del día,
y a veces este musical derroche
dura sin tregua hasta la medianoche.
¡Caramba, mi excelente doña Mónica,
quién puede trabajar de esa manera!
Si su ardor no modera
me va a arruinar con su ortofónica.
Yo no quiero negar que, por un rato,
me guste su aparato,
¡pero discos y discos todo el día,
eso es ya la «ortofonicomanía»!
Cierto es que cada quien
hace en su casa lo que tiene a bien,
pero no de los otros en perjuicio;
pacte conmigo, pues, un armisticio
para tocar de noche solamente,
porque si no, por más que soy vecino
muy cortés y paciente,
me voy a conseguir un bombardino
y le aseguro a usted que se arrepiente.
VELORIOS
Si nuestra sociedad se decidiera
a dar cima a un progreso muy notorio,
se las arreglaría de manera
de extirparnos un hábito: el velorio.
Un velorio —en Caracas cuando menos—
tiene cierto carácter de jolgorio,
aunque no sea de los más amenos.
En efecto, se muere un ciudadano,
y todo aquel que en vida
le dio una vez la mano,
tiene la obligación reconocida
de asistir a su hogar la triste noche.
¿A qué? Todos sabemos de este asunto:
—excepto la familia del difunto
y algún amigo más— a hacer derroche,
en tan graves momentos
de gracia en referir picantes cuentos.
Y como si algo es cierto
es que la gana de reír no avisa,
muchos no pueden contener la risa
ante el «amo del muerto».
Es esto de los cuentos tan sabido
como los versos de Don Juan Tenorio,
tanto que hasta un refrán han producido:
«Estar más aburrido
que un sordo en un velorio».
Y sin hablar de los «cucarachones»
que no hacen caso de las historietas
pero se dan soberbios atracones
de quesos, chocolates y galletas.
Por eso aquí lo digo
y debo hacerlo público y notorio:
quien quiera continuar siendo mi amigo,
no vaya, cuando muera, a mi velorio.
RECETA PARA PEDIR
Cuántas veces a ti, lector amigo,
como a mí y a cualquiera,
se ha llegado un mendigo
de cara lastimera,
con un papel mugriento en una mano,
asegurando que es una receta
que ha de comprar para su padre anciano
u otro deudo cercano,
y tú le das un real o una peseta
(con lo cual se completa
el valor del remedio recetado)
que Dios —dice él— te pagará con creces.
Pues bien, lector, nos han envenenado,
de cada cien, noventa y nueve veces.
¿Quieres al que así pide darle un chasco
y probarle su treta?
Pues sobreponte al asco
y lee la receta.
Verás que en muchos casos, si no en todos,
la receta es del tiempo de los godos,
y que el enfermo ya se habría muerto
si el caso fuera cierto.
O quizás te suceda como a mí,
que una de esas recetas me leí
—a riesgo de coger una infección—
después de haberme dicho el mendicante
que el récipe en cuestión
era para su abuelo,
y vi con estupor despampanante
que era un remedio contra el mocezuelo…
Así, lector amigo,
si te vuelven a hacer tal jugarreta,
haz como yo, respóndele al mendigo:
—Hermano, ya conozco la receta…
RELATIVIDAD
A mi amigo el profesor Einstein
Al hombre temerario que de día
no retrocede ante el puñal ni el hacha,
en la noche sombría
lo desvela una simple cucaracha.
Al avaro que vive para el oro
y llega a la vejez con un tesoro,
lo coge de su cuenta una cocota
y lo deja en pelota.
El que fue siempre a la honradez adscrito
y lo probó en los días más nefastos,
por el as de carreaux o el as de bastos
se come un «queso frito».
El padre de familia más austero,
que juzga al bebedor un ser innoble,
pasa en un botiquín un aguacero
y sale viendo doble.
Necio será quien crea
que lo absoluto existe: puro cuento;
el más manso jumento,
en un momento dado corcovea.