Salvador Garmendia
Soy de los escritores de artículos de prensa, si los hay, que acostumbran anticipar su trabajo, mojando la pluma en las junturas de los minutos y haciendo anotaciones de memoria, mientras van y vienen por ahí, hacen y dicen tonterías.
Como se trata de tinta simpática, esas líneas se desvanecen con facilidad, pero es posible restaurarlas en buena parte, sólo con soplar un poco sobre ellas. El tan comentado calor humano, les devuelve el latido en segundos. Es una manera de sacarle provecho supernumerario a la marcha indiferente del tiempo; ese volátil patrimonio.
A veces, también, el tema mismo del artículo viene y nos golpea sin aviso en medio de la frente; como ocurrió una vez con este servidor, cuando un muchacho desconocido me sobrepasó durante un cambio de semáforo, mientras le oía gritar: «Okey, brother; tripéalo, cógelo easy». La prisa se llevó las palabras y antes que pudiera decir, ¿qué fue lo que dijo este chamo?, ya yo había pisado la otra acera y el muchacho no estaba. Mi desconcierto de ese instante se vio oscurecido, allá atrás, por un angustioso presentimiento.
El tema de mi artículo estaba allí, todavía inmaduro, pero reclamando atención de inmediato. ¿Qué, clase de híbrido brutal e incomprensible nos estaba esperando? ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?, se había preguntado Rubén Darío en la punta del novecientos.
Consigo esquivar la acometida pestilente de un gigantesco camión de refrescos que cruza por delante de mí, y me respondo, quizás, vamos a empezar por el «spanglish» de los barrios latinos de Norte América y el inglés cruzado de los chicanos y luego…
Pero el asunto se había quedado dentro y se revolvía con vehemencia, semejante a la cola desprendida de una lagartija. Y es que, cuando uno se ve tocado de esta manera, en plena calle, en medio de una multitud que tiene prisa, le resulta difícil poder contener la impaciencia. ¡Cómo no empezar a escribir ahora mismo! Mientras tanto, me veo acodado al mostrador de una cafetería, donde olía a los fritos de ayer. Soplo sobre la tacita y el temblor se aquieta progresivamente. ¿No estaré exagerando? Después de todo, no debería quejarme, reflexiono. Porque tampoco la lengua de que me valgo comúnmente, es el patrón de platino iridiado de Breteuil. De hecho, yo mismo acabo de decir «chamo» y fue como si nada.
¿Qué tal, entonces, si de pronto rompiera a hablar como lo hacía, digamos, la buena gente de Barquisimeto en 1938? Casi no valía la pena hacer la prueba. Estoy seguro de que no iba a hacerme entender por la mayoría de las personas. Porque se trata de un vocabulario muerto y una sintaxis cuya música se ha extinguido y ahora forman parte de los estudios de lexicografía. Antes fue el habla del común y hoy ha pasado a ser material de trabajo para uso de los entendidos.
Siempre ha habido una lengua culta y otra de todos. Y aún más, es posible que no pueda darse una infancia en el mundo, digna de este nombre, que se exprese en lenguaje académico. El infante dispone de sus propios recursos verbales, para relacionar se a su manera con el mundo exterior. Esa construcción idiomática del pequeño, solapada, cautelosa y astuta equivale a un mecanismo de ataque y defensa, que le permite mantener a raya la agresiva supremacía de sus mayores y las arremetidas de una lógica rutinaria y banal. Alguna vez deberá aparecer un diccionario infantil de la lengua, que seguramente llegará a ser la lectura más entretenida, picaresca, maliciosa e imaginativa que pueda imaginarse. Pero, el caso es que el habla antigua de los venezolanos, tomaba sus referencias directamente de la vida rural, en medio de la actividad laboral y comercial y el movimiento natural de la gente.
Todo era campo y aldea en la Venezuela casi deshabitada de comienzos de siglo. Los arreos de burros que recorrían las calles, iban propagando a su paso un aroma franco y desinhibido de potreros y caballerizas. Después de caminar algunas cuadras, la calle se desvanecía a nuestros pies y estábamos ya en pleno campo. Las palabras de que nos valíamos y el acento con que las pronunciábamos, eran los mismos con que habían aprendido a comunicarse nuestros padres; entre arcaísmos, localismos, metáforas y dichos ingeniosos cuyo significado, en su mayor parte, se ha esfumado. Fue un vocabulario criollista, que quedó petrificado en estampas folklóricas y cuadros de costumbres. Es por lo tanto el español que hoy hablamos en nuestras ciudades, aunque infeccionado y maltrecho, el único idioma legítimo que en el presente poseemos.
El peligro, a mi entender, viene de otra parte y se remonta al momento en que el imperio español desapareció de la tierra. A partir de ese momento, libérrimos e independientes como nos creíamos, hasta la impertinencia, las repúblicas americanas quedaron desguarnecidas y vulnerables frente a los nuevos poderes imperiales, que con mayor o menor encono venían por nosotros. Por mil conductos de penetración, sutiles o manifiestos, una nueva lengua imperial y abrasiva, se introdujo en el cuerpo social, por el lado más desprotegido: la capa marginal dominante de nuestras ciudades, que más pronto que tarde llegará a cubrir por completo la totalidad de un país como el nuestro, cuya población cuenta ya con un 80% de pobreza total. Nada podrá impedir que esa mayoría de población indigente y desasistida, cuyos únicos soportes culturales los constituyen la miseria heredada y el desarraigo innato, procure hacerse entender entre sus iguales de la manera más sencilla, simple y natural que encuentre a mano, sin que se sienta en la obligación de respetar y resguardar el legado de un pasado lingüístico que para él carece de existencia y cuyos emblemas y categorías no le conciernen, social ni individualmente. La veneración a la lengua, mantenida como objeto de un culto sagrado, no interviene en los asuntos de conciencia de la mayoría, sino como una superstición sin contenido.
No es difícil imaginar, que a la vuelta de cien años, este nuevo espécimen urbano, habrá abandonado el castellano como lengua. Y con seguridad, serán las formas dialectales más cercanas al idioma inglés, las que influyan directamente en la manera común de expresarse. Pero, subamos al piso superior y descubriremos inmediatamente que esa misma lengua, ha impuesto aceleradamente su dominio en las actividades laborales, técnicas y profesionales de la clase media. El idioma de los hombres de negocios y sus subordinados, el lenguaje de los deportes, la cultura y el entretenimiento, extiende su predominio a todas las manifestaciones del hacer cotidiano. El idioma oficial de la industria petrolera venezolana, eufemismos aparte, no es otro que el inglés. Más adelante, el castellano desaparecerá de la computación y el Internet, cuando su inoperancia la convierta en una carga sin objeto. El cine, la música, la letra impresa divulgan los códigos de una lengua contráctil, constituida en gran parte por vocablos disílabos y fácilmente aliterable, hasta dar lugar a una forma global y expedita de expresar y manifestar los sentimientos con pocas palabras. Mientras tanto, el idioma de las cruzadas volverá a ocupar sus fronteras de antes del imperio.
Se convertirá en una lengua regional, en una buena parte de la península; frondoso, galante y señorial; pero ya muy lejos de esta América nueva, que volando en espacios menos sensibles a la imaginación y la retórica y ya apenas podrá hacerse entender por señas de sus antepasados, feos, católicos y sentimentales. Tal vez sea el brasileiro, ese «español sin huesos» que dijera Unamuno en elogio del portugués, la forma dialectal que continuará respirando a sus anchas en su propio terreno; porque su patria posee las dimensiones de un continente autónomo, el gran vientre de Sur América, que parece pronto a despegar y perderse más allá del mundo; siendo mucho mayor en extensión, riqueza y variedad geográfica que la de sus antiguos fundadores.
Sigo adelante, hasta que me detengo frente al cascarón del Teatro Municipal, después de su última y muy publicitada remodelación. Quedó de fotografía. Pero sigue siendo un cascarón, porque nunca hicimos nacer dentro de él, nada que fuera perdurable y constante. Y aquí se interrumpe esta pesadilla callejera, sin que deje de preguntarme: ¿Qué pasaría si no consigo despertar, porque el mal sueño es ahora la realidad presente? No me atrevo a decirlo.