Ana Teresa Torres
II EN UNA ISLA DEL CARIBE
Abrió de nuevo la maleta. Se le había olvidado meter la bolsa de playa. Se iba una semana a la isla de Margarita, en un nuevo proceso de su vida. El nuevo proceso era muy puntual y Malena temía no estar lista cuando viniera a buscarla, pero al meter la bolsa de playa había recordado que no tenía en la cartera el frasco de analgésicos importados que le traía siempre su amiga Sonia de Nueva York. En este preciso momento no recordaba exactamente en qué cartera se encontraba el frasco. No quisiera ir a Margarita, quisiera ir a Grecia, pensó. O mejor dicho, volver. Había estado una vez, con Alfredo Rivero, hacía ya mucho tiempo, y le quedaba un recuerdo pequeño y deslucido. Un hotelucho de empleados desatentos, una habitación sumamente calurosa porque el aire acondicionado no funcionaba, unas calles sucias, una enorme desilusión al ver el Partenón lleno de turistas saltando por encima de las piedras, las pocas piedras, porque la mayoría estaban en Londres, multitudes sacándose fotos entre las columnas de los templos cuyos nombres no recordaba, esculturas sostenidas por clavos, medio mancas o medio cojas, un restaurante donde las gringas bailaban sirtaki con chulitos de ocasión, unos barcos malolientes que cruzaban las islas atestados de campesinos, de mujeres con pañolones negros, niños, gallinas, bolsas de comida, ganas de vomitar. Malena tenía la habilidad de hacer descripciones destructivas, una habilidad innata. Su descripción de Venecia era muy famosa. La usaba siempre que en alguna reunión la gente empezara con el tópico de los viajes. Últimamente Malena había viajado poco. Su más reciente intento había sido volver a Grecia con su amiga Alicia, pero después de varias horas de elaborar presupuestos, habían llegado a una previsible conclusión: era muy caro. Malena abandonó momentáneamente sus recuerdos para enfatizar la búsqueda del frasco de analgésicos, pero se vio interrumpida por el teléfono.
– Sí, mamá, me voy por fin. Todo listo, sí, todo listo, estoy esperando a que me pase a buscar. Si le da dolor de garganta llama al pediatra. NO trates de curarlo con jarabe de zábila. ¡Oíste! Llama al pediatra, te dejé el número en la cocina, está anotado…. sí, sí, arriba del teléfono. Muchos besos, mami, no me llames más, por favor. No sé si te podré llamar desde allá, si no te llamo es que todo está bien. Besos, mami, besos al nené.
Siempre suena el teléfono cuando estoy pensando algo importante. Cuando estuve en Grecia tuve la impresión sacrílega de que Grecia se parecía mucho a Venezuela. ¿Por qué? Razones impresionistas: aceras sucias, luz similar, colores parecidos, niños hambrientos, hombres en bares sin mujeres, descuido general, dificultades burocráticas. Totalmente superficial la comparación. Por eso quisiera volver, para encontrar la grandeza pasada, el siglo de Pericles, el Discóbolo, qué sé yo, la cuna de la cultura.
A Malena le parecía haber vivido alguna vez en Grecia, en tiempos de Pericles, pero no se lo había dicho a nadie. Una vez se lo insinuó a su mejor amiga, Alicia, y ella le dijo, “Male, tú estás loca”. Nadie se lo hubiera creído pero ella a veces tenía la clara impresión de que había estado en Atenas, mucho antes del viaje que hizo con Alfredo Rivero. Muchísimo antes. Prefería no comentarlo, era un placer muy personal.
Otra vez el teléfono, ahora sí debía ser el nuevo proceso. Pero no. Era Alicia.
– Male, ¿te vas por fin a la isla?
– No tengo tiempo para nada. Cero encargos, por favor.
– Male, anota veloz en un papelito, la nº 2 de Estée Lauder. ¿Lo anotaste? No se te vaya a olvidar, por fa, (Alicia siempre hablaba en apócope), es de vida o muerte. Te lo pago luego. ¿Te importa que no te lo pague ahora?
Malena anotó cuidadosamente, la nº 2 de Estée Lauder–. Y ¿qué más?
– Más nada, bueno, si te alcanza el dinero, si te alcanza, el First de Arpels.
– Definitivamente no me alcanza.
– Bueno, no importa, pero la nº 2, por fa, sí.
– Chao, Alicia, no tengo tiempo de seguir conversando.
Había escuchado el taxi en el que llegaba el nuevo proceso y bajó corriendo las escaleras porque vivía en un primer piso.
Martín la abrazó mientras Malena lograba sentarse en el taxi y acomodaba una maleta, un maletín de mano y un morral, regalo de su amiga Sonia. Un backpack de cuero, como los que usan las ejecutivas en Nueva York.
– ¿No olvidas nada? –preguntó Martín.
A Malena le molestaba mucho ese tipo de preguntas porque siempre olvidaba algo. Olvidar algo era parte de su rutina, pero, al fin y al cabo, era una ejecutiva de una empresa de seguros.
– ¿Nada como qué?
– No sé, algo importante, como la cédula de identidad o los anticonceptivos.
– La cédula la tengo aquí –señaló el morral–, y el anticonceptivo aquí –señaló la vagina–. Martín, tratemos de pasar una semana feliz. ¿Será posible?
El taxi se enfundó en la oscuridad y sólo se veían los reflejos de las luces de los automóviles. Había dejado de llover pero el tráfico seguía lento. Martín miró el reloj varias veces.
– No me gustan los vuelos especiales, generalmente tienen retraso.
– Nadie nos está esperando –dijo Malena y lo besó.
– o –
El vuelo especial, a pesar de serlo, salió a tiempo, y media hora después, Martín y Malena aterrizaron en la isla de Margarita. Habían escogido una fecha fuera de la alta temporada, después de descartar otros posibles itinerarios a varias islas del Caribe, a Estados Unidos o a Europa. A Martín no le gustaba viajar fuera del país, si era por pocos días, y desgraciadamente el momento en que su nuevo proceso se había iniciado coincidía con una ampliación de las empresas que dirigía, por lo que de ninguna manera la escapada podía alargarse más de una semana. Malena recordó un refrán de su madre: lo bueno, si breve, dos veces bueno.
A Malena le gustaba recordar a su madre cuando estaba lejos de ella. Lo que le horrorizaba era su presencia. Era la única hija y eso se paga. Después de una infancia consentida en la que había sido la alegría de la casa y la ternura de una familia que ya contaba con tres varones, su padre había muerto precozmente, inexplicablemente, y Malena había pasado a ser la hija de una viuda acostumbrada a que alguien siempre resolviera todo aquello que estaba en relación con el mundo exterior, es decir, todo lo que sobrepasara los límites de su casa de trescientos veintitrés metros en una urbanización de decorosa clase media-media de los años 50.
Después de la muerte de su padre, sus hermanos habían pasado a cumplir todas aquellas funciones exteriores que anteriormente éste desempeñaba, y Malena observó que éstas se resumían en: pagar la hipoteca de la casa mensualmente, pagar el seguro del automóvil anualmente, cobrar el cheque del depósito a plazo fijo semestralmente, y discutir con el vecino un legendario problema de filtración de la pared medianera, de vez en cuando. De resto, todos los otros acontecimientos transcurrían dentro de los trescientos veintitrés metros interiores, en los cuales su padre sostenía la básica función de escuchar a su madre, y Malena añadió a la muerte de su padre, ser la radioescucha de su madre.
Descubrió, a la edad de dieciséis años, que su madre hablaba constantemente, y que si no lo había percibido antes, era porque su padre siempre estuvo allí, sentado en el salón-comedor, intentando hacer algo que nunca logró hacer en silencio. Descubrió también que si no quería pasar de clase media-media a media-baja, o quizá baja-alta, era necesario que se avispara, por lo que desistió de un vago proyecto de ser profesora de historia para estudiar administración comercial, lo que le permitió entrar a trabajar en la firma en donde su padre habría prestado servicios durante toda la vida, y donde ella había logrado, para sorpresa de sus hermanos que la consideraban una niña mimada, escalar posiciones con sorprendente rapidez.
Su madre había calculado que, al paso que llevaba, cuando tuviera aproximadamente cuarenta y cinco años, se trasladaría de clase media-media a media-alta, pero las circunstancias económicas del país no acompañaron estos pronósticos, y Malena se sintió muy contenta de seguir siendo clase media-media, y de que entre los cuatro hermanos lograran que su madre permaneciera en el mismo escalón en que había vivido siempre. Su breve matrimonio había sido con un personaje también de clase media-media, con ligera inclinación a alta, y estaba muy satisfecha de que su vida no hubiera mudado de nivel, especialmente ahora cuando el discurso de su madre se centraba en leerle los precios que daban en la oficina de protección al consumidor y los precios reales que ella enfrentaba en el diario consumo. Malena tenía que escuchar esto semanalmente, pero no podía negarse porque su madre, para aliviarle las dificultades de ejecutiva divorciada con un hijo de cinco años, le hacía todas las compras y ésa era una de las cosas que a Malena le gustaba recordar de su mamá.
– ¿En qué piensas? –le preguntó Martín mientras esperaban la entrega de las maletas en el aeropuerto.
– Pensaba en mi mamá.
– ¿Tiene algún problema?
Martín era un hombre muy solidario, y ésa era una de las virtudes que Malena más apreciaba de su nuevo proceso.
– No, no, ninguno, la eché de menos.
Martín era hijo de italianos y entendía perfectamente la nostalgia de una madre a la que se había dejado de ver por lo menos veinticuatro horas.
– Podemos llamarla al llegar a la cabaña, tiene teléfono. Y fax –añadió orgulloso.
– No quiero llamarla, sólo la eché de menos por un instante –dijo Malena y, acto seguido, empezó a forcejear para sacar su maleta de la cinta rodante, en contra de una señora que pretendía ser la dueña.
A Martín, que era de clase alta-alta, proveniente de clase baja-baja, no le gustaban esas escenas de clase media-media, y se dirigió a la salida para buscar un taxi, pero no pudo evitar oír que la señora le gritaba a Malena, “no, mija, esta maleta es la mía”. A pesar de lo cual, Malena salió triunfante con su maleta, su maletín y su morral, para subir en el taxi que Martín había logrado tomar, ofreciendo el doble de la tarifa habitual. Malena pensó en confrontarlo por este acto de corrupción, pero vio el reloj, eran casi las doce de la noche, habían llegado dos vuelos especiales seguidos, y quedaban únicamente tres taxis disponibles.
Martín era un hombre con fe en el poder del dinero. Mientras un problema pudiera ser resuelto mediante una negociación, se sentía seguro de que el sol amanecería todos los días. Había derivado esta creencia de lo más inmediato de su experiencia. Cuando era niño su familia era muy pobre, sus padres trabajaban mucho y no lograban nada. Su padre era casi analfabeto, había nacido en Sicilia, y el único gusto que se dio fue ver en la televisión los partidos del fútbol italiano los domingos por la mañana. La madre de Martín también había nacido en Sicilia, era completamente analfabeta, y el único gusto que se dio fue, cuando Martín comenzó a ser rico, viajar a su pueblo y quedarse allí para siempre sin su marido. Por esta razón, Martín, que era hijo único, había tenido que ingresar a su padre en un asilo de ancianos. El asilo era un problema económico de fácil arreglo, la mirada perdida de su padre, cuando lo visitaba semanalmente, era un problema sin solución.
Una vez que el taxi los depositó frente al lujoso condominio donde Martín había alquilado la cabaña, Malena pensó que no era tan grave el no haber ido a Grecia. El conjunto de casas, alrededor de una inmensa piscina, y a pocos metros del mar, con decoración de vivienda rústica encarecida y palmeras alrededor, parecía sacado de cualquier postal del paraíso; entre el follaje tropical le pareció divisar a Adán y Eva a punto de comerse la manzana. No era una mujer interesada en el dinero de los hombres, pero tampoco despreciaba el lujo y el bienestar y se sintió muy contenta. Pensó que Martín era un buen amante, al menos así se había comportado hasta ahora, y que aquella era una semana feliz, tan feliz como si hubiera ido a Grecia en busca de la cuna de la cultura y el erotismo. Malena era más culta que Martín y eso la incomodaba pero no demasiado. Su proceso con el culturoso Fredy la había curado para siempre.
Se dirigieron a lo que parecía la oficina en busca de la llave, Martín llevaba en la mano la autorización de la inmobiliaria. Estaba apagado, no se veía a nadie. Un vigilante armado se acercó y les preguntó en un tono a medias amable, a medias Terminator, qué deseaban.
– La llave –dijo Martín en su tono de director de empresas–, la llave de la cabaña 34 –y mostró su carta.
El vigilante volvió a su tono amable-vernáculo y contestó que la oficina sólo funcionaba en horas de oficina, es decir, de ocho a doce y de dos a cinco.
– Pero esto es insólito –rugió Martín en su tono de despedir a un empleado–, pregunté varias veces en la compañía por la llave y me aseguraron que la oficina tenía un servicio de veinticuatro horas.
El vigilante se amparó en su tono silencioso-vernáculo, a la hora de no saber quién tenía la culpa porque ya era la cuarta vez en un mes que sucedía lo mismo.
– Tiene que preguntar en la oficina –volvió a la carga.
– ¿Cómo quiere que pregunte en la oficina si está cerrada?
– Por la mañana –musitó el vigilante.
– ¿Aquí no hay un conserje? –preguntó Malena.
– Sí hay pero no duerme aquí.
– ¿Y dónde vive? –escupió Malena–. Yo lo voy a despertar.
Martín era muy sensible a la idea de molestar a un conserje, porque ése era el oficio que su madre había desempeñado durante veintitrés años, y le molestó el tono arrogantico de Malena.
– No creo que ésa sea la manera…
– La manera será entonces dormir en las sillas de la piscina.
Abrumado por el peso de la realidad, Martín le pasó un billete al vigilante.
– Hágame el favor y despierte al conserje para que nos entregue la llave.
– Yo no puedo moverme de aquí. Usted puede ir si quiere. Sale a la derecha del condominio y camina como un kilómetro. Allí se mete por un caminito a la izquierda y donde usted vea una bodega que dice Víveres La Famosa, pregunta por Fidel.
Dejaron las maletas junto al bar de la piscina y discutieron un largo rato acerca de si iban los dos o sólo Martín. Venció esta última proposición porque Martín consideró menor el riesgo del vigilante que el de una mujer caminando a altas horas de la noche por un descampado, y Malena se sentó a esperarlo al borde de la piscina.
Al quedarse sola reconoció un viejo aburrimiento. Tuvo la sensación de que Martín era un recuerdo de su infancia, cuando su mamá le decía, “cómete las zanahorias que son buenas para la vista”. Es el encuentro con Alfredo Rivero, consideró. Alfredo Rivero nació para estropearme la vida. Pero al mismo tiempo pensó que la vida venía siempre un poco estropeada. “La vida es una novela mal escrita”, había dicho Alfredo Rivero alguna vez.
– ¿El señor no ha regresado todavía? –irrumpió el vigilante en sus retrospectivas.
– No.
– No se quede mucho rato ahí porque hay bastante plaga.
Súbitamente Malena sintió que los mosquitos le devoraban los tobillos. Me gustaría que el que escribe mi vida eliminara este tipo de incidentes, deseó, pero en eso vio que había aparecido Martín. Venía con las llaves en el bolsillo y en su tono de me-voy-de-este-país.
– Hemos debido ir a Aruba. Este país es una mierda.
Malena no era una nacionalista pasional pero siempre que un hijo de emigrantes decía, “este país es una mierda”, le pegaba.
– En casi todas partes las oficinas tienen horario de oficina. La culpa es de la inmobiliaria.
– Sí, coño, pero es la falta de previsión, entiendes, ponen a este tarado de vigilante que no sabe nada.
– ¿Y en Santa Caterina las vainas funcionan de pinga?
Santa Caterina era el pueblo donde habían nacido los padres de Martín.
– En Santa Caterina hay el mejor hospital de Italia para problemas reumáticos.
– ¿Hoy en día?
– Hoy en día.
Malena comprendió lo absurdo de mantener esta discusión y le dijo a Martín que ya que tenían la llave de la cabaña, entraran, siempre que fuera la llave de la 34 y no otra, por supuesto.
– Me prometieron atención Vip. Vino blanco frío en la nevera, fax y sábanas importadas.
– El vino frío será cuando la nevera funcione. De momento no hay luz –constató Malena después de probar varias veces a encenderla
– Busca los interruptores, seguro están pasados.
Pero no era así. La luz la ponía el gerente de la oficina.
– Mañana –susurró el vigilante en su tono de yo-me-voy, cuando Martín salió en su búsqueda para espaturrarlo.
– No quiero vino de todas maneras –dijo Malena cuando Martín regresó– y para lo que tengo ganas no hace falta luz.
Buscaron a tientas la cama, que afortunadamente tenía las sábanas importadas puestas, y fueron felices por un buen rato.
– o –
Amaneció un día brillante, desde la cama podían ver hasta muy lejos el mar y se distinguía con nitidez el perfil de los islotes de Los Frailes. Malena descolgó el teléfono, y para su sorpresa, en pocos minutos se presentó un empleado de la oficina que conectó la electricidad y preguntó si deseaban desayunar en la cabaña o en la piscina. Optaron por lo primero, y después del desayuno, continuaron en la cama.
Malena se iba sintiendo cada vez más feliz y Martín desistió de perder la mañana en un inútil reclamo en la oficina por el asunto de la llave. Transcurrió el día jugando entre las sábanas importadas y bebiendo el vino blanco, que ahora sí se había enfriado en la nevera, y cuando el sol comenzó a bajar, Martín propuso dar una vuelta por el condominio.
Salieron agarrados de la mano y Malena recordó a su primer amor, Gustavo Graterol, compañero de colegio con quien se había agarrado de manos muchas tardes en el cine. No lo había vuelto a ver desde que terminaron el bachillerato y se lo imaginó barrigón, medio calvo, casado con una mujer horrible y llena de niños.
– ¿Cuál fue tu primer amor? –le preguntó a Martín.
– Tú.
A Malena le hizo gracia la respuesta porque Martín le había confesado en su primer encuentro, un coctél de la compañía, que él nunca se había enamorado. Se había casado con Julia porque le pareció que tenía edad de casarse, porque formaba parte de su imagen de empresario cada vez mejor relacionado, porque no le gustaba vivir solo. Malena no le había creído nada de eso. Algunos hombres pensaban que lo más atractivo para una mujer era ser el primer amor. Le había dado ternura su ingenuidad y había hecho como si lo creyera.
Le iba a decir algo cuando se escuchó una voz llamándolo.
– ¡Qué vaina! –dijo Martín –. Tengo que irlos a saludar.
Se acercaron al grupo. Eran tres parejas rodeadas de vodka, hielo y aguakina, que hablaban en voz muy alta y que corrieron hacia Martín para abrazarlo. El trató de abreviar el encuentro lo más posible, inventando con velocidad que debía ir a recoger el automóvil que había alquilado, y presentó a Malena secamente.
– ¿Te pareció que no estaba a la altura de tus amigos? –dijo ella después.
– En lo más mínimo, simplemente vine aquí para estar contigo y no con ellos. No quería darle cuerda a la conversación.
– Pero dijeron que nos invitaban a almorzar mañana.
– Mañana será otro día.
– Pero aceptaste.
– No me quedaba otro remedio, es gente que veo mucho en Caracas. Hubiera sido difícil decir que no. Si digo que mañana no podemos, hubieran dicho pasado mañana. Es mejor salir de eso. Después de todo no son desagradables. Quizá te guste conocerlos.
– No lo creo –Malena era muy rápida en sus juicios.
Por la noche decidieron ir a cenar a un restaurante en Porlamar. El gerente de la oficina, informado de los inconvenientes de la noche anterior, quería evitar a toda costa una mala imagen y les había enviado una botella de champaña a la habitación. Martín llamó para agradecerle el detalle y el gerente insistió en hacerle una recomendación. Un restaurante a la altura de cualquier resort de lujo del Caribe. No tenían automóvil pero ése era el menor de los problemas, el gerente les prestaba el suyo hasta que Martín consiguiera uno en la Hertz, a donde había llamado infructuosamente media docena de veces.
– Pensé que era baja temporada.
– Precisamente, tenemos menos unidades disponibles. Cuando hay más es en alta temporada.
A Malena le pareció buena idea salir del condominio. Tenía la sospecha de que en algún momento sonaría el teléfono y serían los amigos de Martín, por lo que decidieron aceptar la proposición del gerente y se dirigieron al famoso restaurante.
El lugar les agradó a los dos. Había poca gente y el servicio era bueno, la comida bastante aceptable y la decoración atractiva. Cuando iban por el café, Martín acarició la mano de Malena, al tiempo que se volteaba para pedir algo. En ese momento entraba un grupo de personas, manifiestamente habían bebido mucho y su presencia era notoria. Martín desistió de pedir lo que iba a pedir y trató de encogerse, como queriendo pasar desapercibido.
– ¿Pasa algo? –Malena era bastante perceptiva.
Martín negó.
– Pasa algo.
Martín confesó que en el grupo de personas que acababa de entrar estaba Susana, la mejor amiga de Julia.
– Menos mal que estamos en baja temporada –dijo Malena.
Martín pidió la cuenta pero ya era tarde. Susana, como un tigre hambriento, lo había divisado y no estaba dispuesta a perder su presa.
La separación de Martín y Julia había sido muy mal recibida por sus amistades. Todos pensaban que Martín había caído en manos de una secretaria desvergonzada, con los ojos puestos en su dinero. Las explicaciones de Martín no habían sido satisfactorias y todos los amigos de Julia le habían insistido en que no diera el divorcio hasta que no se aclararan las cosas. Entre ellas, la separación de la comunidad conyugal. Los dos hijos de Martín estudiaban en Estados Unidos y eran mayores de edad. No era posible reclamar pensión de alimentos, fuera de que la fortuna de Martín daba para reclamar caviar Malossol todos los días. Todos habían coincidido en el mismo consejo: ni un paso adelante, ni una firma hasta que no se aclarara la separación de bienes. Y Julia había amado su papel de desahuciada, de pobre mujer recluida en una mísera covacha, o quizás en un asilo de indigentes, obligada a pedir limosna a sus hijos.
Martín ofreció un arreglo sencillo: la mitad de todo. Pero de nuevo los amigos habían intervenido. “¿La mitad de qué? Esos italianos no son de fiar. Seguro que tiene la mayor parte en Suiza y no te lo ha dicho. Ni una firma hasta que se aclare todo.” Y Julia amaba su papel de mujer a la defensiva, tratando de impedir que aquel mafioso, –antes decía, “mi marido es de origen europeo”–, la dejara en la calle, pero, sobre todo, amaba impedir que Martín fuera libre. Impedir que, por un instante, tuviera la sensación de verse librado de ella. Porque de dos cosas estaba segura Julia: ni Martín era capaz de quitarle un céntimo de lo que le correspondía, ni Martín la había amado por un segundo de su vida. Tampoco ella lo había amado, pero él lo iba a pagar bien caro. Para que las cosas estuvieran claras, como decían sus amigos, Martín iba a tener que esperar mucho. Hasta que fuera un viejo rico, al que ninguna jovencita amaría más que por su dinero. Esa era la venganza de Julia.
– ¿La venganza de qué? –le había preguntado Malena.
– La venganza de no haber sido feliz conmigo, de no haberme amado. No lo puedes entender.
Susana se acercó a ellos y Martín se levantó a saludarla, haciéndose el que no la había visto y con aire de no-está-pasando-nada. Estaba muy borracha, o quizá lo fingía para decir lo que le viniera en gana. Saludó a Martín efusivamente y emprendió una ininteligible conversación cuyo único fin era ignorar a Malena. Hacerla sentir ausente, despreciable, inexistente. Malena comprendió la jugada y decidió aceptarla en silencio. Además, su carácter era violento, siempre su madre lo había tratado de atemperar sin éxito, y sabía que una palabra la llevaría a otra hasta que no tuviera remedio. Susana comprendió que Malena había comprendido y que el asunto no se resolvía por la vía del olvido sutil. Era necesario un golpe bajo y efectivo.
– No te quito más tiempo, Martín –dijo enfatizando falsamente el tono de borracha –, las señoras y las putas no se deben mezclar.
Malena se levantó y Martín por un momento pensó que se iba a retirar, dando señal de un tacto que le desconocía.
Intentó detenerla pero fue tarde. Malena había vaciado un vaso de menta frappé en la cara de Susana y Martín salió corriendo detrás, y detrás de él, el mesonero, porque no había pagado la cuenta. Martín dejó una propina exorbitante pero algo en la mirada del hombre le dijo que ése era uno de los problemas que no tenía solución económica.