Guillermo Meneses
El relato de José Martínez
SE QUE DEBO ESCRIBIR ESTO PRONTO
Sé que debo escribir esto pronto. De lo contrario, no podré terminarlo
No se crea que es la muerte el límite que presiento cercano, el que, supongo, me obliga a realizar esto con rapidez, si es que quiero realizar la tarea. Es todo el desorden que enreda mis actos, y me hace difícil entender y con mayor dificultad expresar, lo que deseo dejar dicho.
Acaso comienzo a mirarme — por vez primera en mi vida— con cierto cariño. Durante muchos años de existencia me consideré como repugnante motivo de comentarios menospreciativos. Ahora hay una suave niebla de ternera entre mis amos y el juicio que sobre ellos hago.
Le razón de este cambio es, tal vez, el deseo de contradecir a mis conciudadanos.
Gocé de respeto y estimación hasta que, hace unos cuantos meses, fui colocado en la difícil actitud del acusado, del culpable.
Quiero contar mi vida, relatar lo que ha sucedido, explicarme ahora mismo el sentido de mi existencia.
Sería necesario comenzar las explicaciones diciendo por qué deseo escribir, por qué deseo contar mi vida Pero, si lograra este razonamiento en pocas líneas, desaparecería todo el interés de la historia No podría retratarme completamente. Y siento que es necesario hacerlo, sobre todo para justificar el absurdo, imprevisto, sorpresivo desenlace, el accidente que ha trastornado lo que antes fue apariencia de orden.
Para quienes me observaron, a lo largo de más de treinta años, serenamente exacto en el cumplimiento de mis obligaciones, tiene que resultar divertido (por lo menos divertido, aunque la cosa tiene también muy degradante dramatismo) todo lo qua he venido haciendo durante los últimos meses.
Yo sé que el presente es el resultado cabal de lo anterior. Sé que mi pasado guardaba le almendra exacta de lo que es hoy mi vida. Pero bien cierto es que mi experiencia personal no ha podido ser conocida por quienes sólo tenían de mí la imagen exterior, el aspecto superficial Lo mejor sería ir explicando conforme vaya relatando las peripecia de mi existencia.
Nací en una familia a la cual, por diversas razones, desprecio. La madre no existió nunca o se murió pronto. El padre, los hermanos… Ni siquiera distingo unas de otras esas sombras estúpidas y perversas, cobardes y egoístas. Todos ellos son responsables de mi caída.
De todas maneras, odio a mi familia. Mi hermano mayor —Francisco— ha sido, junto con mi padre, el ejemplo perfecto del enemigo imbécil. Así es: imbécil, frío, sereno, severo. No cambiaría yo el más angustioso momento de mi vida por la continua tranquilidad de todos los segundos cuidadosos que forman su existencia.
Escribo con ansiedad —ya lo he dicho— porque temo que pronto no podré escribir. Nunca he sido escritor, pero ahora, cundo quiero contar lo que he hecho sobre la tierra, quisiera poder comprenderme y poner en claro la relación, natural y evidente entre algunos de los primeros accidentes y le última caída aparatosa que me ha llevado hasta esta ridícula actitud. De le contrario todo parecería desprovisto de significado. Y tal vez, no lo tenga.
(A nadie le importará que una vida cualquiera sea significativa o no lo sea, pero yo creo intuir el secreto de la mía, cierto mínimo resorte capaz de mover sorprendentes efectos. Y tengo ganas de explicarlo, de hacer así la rectificación a cualquier posible nota necrológica.)
Una serie de problemas se me presentan al comenzar este relato. Entre otros, el del momento quo debo escoger para su iniciación. Cualquiera puede señalar que las bases de una vida están siempre colocadas entre las nieblas de la infancia y es de primera importancia señalar las relaciones familiares. El padre, los herramos —ya lo he dicho— son para mí absolutamente repugnantes y despreciables. A una hermana recuerdo como semejante a una langosta verde, a un saltamontes patojo. La madre… no sé qué decir de ella. Se murió pronto y no había existido. La hermana era también de las personas que no llegan a existir de verdad nunca.
Puede pensar quien así lo desee que frases como las que acabo de escribir no son otra cosa que fácil cinismo, gestos semejantes a los que te hacen para lograr el asombro de los tontos. No es así. Lo único que quisiera rendir dentro de mí es la árida incapacidad de querer. Cuando reviso mis pasos sobre la tierra me miro siempre solitario y sonriente, cosco si no tuviera necesidad de nadie, como si nadie pudiera hacerme falta. Antes, esa sensación podía confundirse con la más sabrosa seguridad; ahora, por el contrario, se parece al miedo.
Muchas veces alargo una compañía, me enredo en una conversación, me empeño en decir tonterías junto a un camarada ocasional —hombre o mujer, gente de palabra o de silencio — porque sé que el único remedio para dominar la angustia es evitar la soledad.
Complicado todo esto. Escribir no es lo mismo gire hablar. Me esfuerzo en colocar frases sobre el papel, pero la dificultad está en que las palabras significan exactamente determinada cosa cuando están hecha de letras negras y no tienen voz. En cambio, cuando salen de entre los labios, se las puede marcar de tristeza, de alegría, de odio, de amor. Se puede escupir un nombre como si fuera el resumen del asco y de la rabia, decirlo con irónico desdén, acariciarlo dulcemente, proyectarlo hacia el misterio, mantenerlo en la duda, reír de las silabas que lo componen, repetirlo y jugar con él como una bola de color, usarlo hasta convertirlo en una materia hecha de hastío y de sucio humano. Cuando se escribe, por el contrario, la palabra queda justa, más importante que quien la fabrica, más fuerte que quien la dibuja con el pico de la pluma o la tecla de la máquina.
Si yo hubiera tenido vida diferente a la que he hecho, tal vez sería escritor. Entonces no tendría esta dificultad con las palabras y, probablemente, sería capaz de convertir mi angustia en obra de arte, en un poema encendido de sangre, en un relato fino, sencillo y vigoroso como el canto de un caminante que mira el cielo de la tarde.
Cuando escribo frases como la anterior pienso que todavía me queda alguna esperanza sobre la tierra y que, tal vez, pueda llevar a buen fin la tarea que me he propuesto.
Decía que era necesario pescar en la infancia las razones donde toman apoyo ciertas actividades de la madurez y hablaba de mi desprecio por el padre, los hermanos y de mi seca relación con la madre. También habría que decir algo de mi esposa — porque llegué a casarme. Y de los hijos.
Después de los recientes sucesos, después de que mi mujer y mis hijos (muchachos flacos y, al parecer, inteligentes) están apartados de mí, extraños a mi vida, se me hace muy peligroso dedicarme a considerar mi propia relación con la familia donde nací.
Ya el padre y la madre pertenecen al oscuro mundo de los antepasados. Ya están mezclados con los fantasmas y con la tierra. Apenas si los distingo de otras formas, de otros gestos que me vienen de los pasados siglos.
Desde temprano se me enseñó que mi familia es ilustre. Relumbres dorados de báculos y sillones, plata de los espadines, reflejo amarillento de los papeles y pergaminos de los antiguos documentos. Lamentablemente, los aspectos que conocí directamente me parecieron menos dignos: la enfermedad, el vicio, la estupidez.
Me desagrada la idea de que, para mis hijos, yo también formaré parte de esa absurda zona de sombra en la cual te mezclan asqueantes gestos y algunos resplandores momentáneos. Es posible que el lote que me corresponda en el peso de la podre no sea excesivo, pero tampoco deseo aceptar el relumbrón a cuyos dorados nunca contribuí. No he sido ni héroe, ni ilustre personaje, ni pequeño monstruo; si cometí faltas graves o actos de intención perversa, no llegué a ellos por malicia demoniaca. Tal vez por error angélico, El accidente es prueba de que apenas soy sonso alocado.
Quiero explicarme: aborrezco la carga que el pasado me ha legado porque pienso que de ella me viene la imposibilidad de amar y comprender. Creo que la bondad es sana tendencia humana; muchas teces la he encontrado en seres extraños a mi parentela. La demostración contraria en los cercanos parientes me ha desequilibrado. Y deseo justificar mi vida, demostrar que ha sido una empresa generosa a pesar de los elementos egoístas, violentos y desordenados que hicieron de mí un imbécil incapaz de ternura, inhábil para el acto de la ternura.
Escribo estas líneas lejos de la juventud y me miro en el territorio de la mocedad, empeñado en la búsqueda de la felicidad, de la amistad, del amor. Lo cierto es que, desde entonces hasta hoy, una sola fiel compañía marca la identidad entre el hombre joven y el que comienza a envejecer: el temblor de mis dedos que sostienen un vaso repleto de licor.
Mi padre se acompañó también de la difícil amistad de la embriaguez. Mi hermano Francisco oculta esa su desbordada ansiedad, pero en está viva como un aguijón la búsqueda de las nieblas alcohólicas.
Se dirá que esto basta para explicar los errores y accidentes de mi existencia. Puede ser cierto. No escribo para presentar excusas. Pero también es cierto que muchas dudas, complicaciones y angustias tengo por dentro y multitud de movimientos me agitan y son la causa —aunque parezcan el resultado— de mi afición reiterada, persistente, continua, a la embriaguez.
Durante muchos años creí haber dominado mis borracheras; creí tener para mí el goce del alcohol como se tiene un animal doméstico a quien se hace cariños cuando estamos solos, cuando ningún interés mayor nos llama. Ahora sé que, con frecuencia, la embriaguez es una fiera que me desgarra, que habita dentro de mí y es parte de mí mismo.
Ridículo el quejarse de los aguardientes o llorar sobre mi condición o pretender pescar la culpa ajena en la desgracia propia. Lo que deseo es contar el cuento de mi vida; decir cómo he perdido las cualidades de seriedad, corrección y honestidad que tan convenientes son para quienes desean ser tenidos por caballeros.
De todo ello me burlo y esa burla me hiere sólo a mí. He admitido tal burlona posibilidad a costa de sacrificios, pero muy dolorosos, pero, sin duda alguna, incómodos.
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El relato de José Martínez
HACE ALGUNAS NOCHES
Hace pocas noches estaba yo en un bar cercano a mi casa. El propietario había apagado ya casi todas las luces y servía a sus últimos clientes con desgana. Lavaba el hombre platos, vasos y tazas en el fregadero y miraba a ratos lo que hacíamos las tres persona que ocupábamos sitio en su negocio. Dos estudiantes discutían de música y depones y bebían muy despacio sus cervezas. Esperaban a un compañero (“Antonio, que no llega”).
Yo miraba, tras el cristal de la ventana, la calle desierta. Había pasado ya la media noche. Los que habían ido al cine estaban de regreso en sus casas. Puertas y ventanas estaban cerradas. Sin embargo, no podía decirse que fuera totalmente la noche plana. Algún cuadrado de luz indicaba el trabajo o la simple vigilia de un ciudadano cualquiera.
Conozco este barrio donde vivo con exactitud; podría anunciar por anticipado cuando se va a apagar la luz de aquel piso lejano, como sé que el bar donde estoy no ha cerrado todavía porque hay concierto en el Teatro Municipal y puede darte el caso de que alguien (por ejemplo ese Antonio de quien hablan los estudiantes) venga a tomar un refresco y a saborear el recuerdo de la música antes de dormir. Por eso, el propietario hace lentamente su tarea y el bar está a medias iluminado y a medias abiertas sus puertas.
Los estudiantes esperan a alguien (”Antonio, que no llega») perfectamente definido y contrato. Yo —de esto hace algunos días— esperaba algo condicionado por los sueños, la fantasía y la curiosidad. Tal vez llegaría —otras noches ha sucedido— mi amigo «Cara de Piedra», una de las pocas personas que aceptan mi compañía ilimitadamente, hasta que se le cierran los párpados y ronca. También es posible que se aparezca el negro Justo, el policía, a quien le asignan frecuentemente la ronda de estas calles vecinas; Justo habla despacio, con exacta pronunciación en las palabras que considera cultas. Aunque parezca extraño se ha hecho policía por estar en contacto con los ambientes del vicio. Hay cosas…
Podría aparecer también esa rubia absurda que cuenta historias de la guerra y de las persecuciones contra los judíos. La rubia que muestra la cifra azul que le marcaron los nazis en el brazo. Se llama Irena esta mujer. Tiene miedo y me habla. Conozco sus cuentos; los pasos de los centinelas, la nieve, el frío. Se me hace duro y arisco el corazón cuando la escucho repetir sus tristes historias, pero me siento obligado a dar un poco de paz a su corazón angustiado. Se parece a mí. Dolorosa mujer, Irena, angustia. Habla Irena el español con frecuentes caídas en cualquiera de los muchos idiomas que conoce. Ha vivido en Polonia, en Rusia, en Alemania, en Francia. Su desazón es también tina mezcla de fantasmas europeos, batidos por la vida de esta ciudad mía que para ella es extraña y hostil. A veces, en un momento de nostalgia, habla de hombres que la quisieron, que la besaron, que cantaron junto a ella. Luego se va — nuevamente angustiada— hacia su soledad.