Oscar Gueller
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A medida que se acercaba en su automóvil al Centro Penitenciario de la Región Los Andes en Mérida y atisbaba por enésima vez en su vida las inmensas rejas, las tenebrosas concertinas de seguridad con sus afiladas cuchillas y los imponentes muros blancos que lo rodeaban, volvió a experimentar de nuevo aquel cosquilleo desagradable en el estómago que sin lugar a dudas era la más primitiva y elemental de las emociones: el miedo. Sin embargo, ni aún durante la época más terrible de aquel penal, la cual era conocida por todos como “la guerra”, se sintió tan al borde del pánico como en ese momento. Y es que en ese instante no solo conducía hacia aquel edificio tan familiar, sino que además intuía que estaba conduciendo hacia su destino.
Al llegar a la garita de vigilancia bajó la ventanilla y se anunció con el guardia de turno, entregándole su credencial. Automáticamente, el hombre uniformado de verde la tomó, realizó una anotación en un cuaderno, se la devolvió e hizo subir la barrera para que pasara el vehículo, de manera que siguió manejando hacia el estacionamiento, que se encontraba prácticamente vacío. Aparcó en un sitio cercano a la entrada, apagó el motor y se bajó del mismo.
Mecánicamente se despojó de su pistola automática, su reloj de pulsera, su anillo de boda, su billetera –de la cual sacó su documento de identificación para colocarlo en un bolsillo–, su teléfono celular, que de igual manera tendría bloqueada la señal dentro del recinto penitenciario y arrojó todo dentro del
auto. Aunque gran parte de ese ritual fuese innecesario en ese momento, era una costumbre del anterior período del penal de la cual no había logrado deshacerse.
Se acercó caminando al puesto de vigilancia de la entrada y se percató que estaba comandado por el sargento Romero, un viejo conocido.
—Criminólogo, ¿cómo le ha ido? – lo saludó este de la forma habitual–. Tenía tiempo sin verlo por aquí.
A aquellos que insistían en llamarlo por su título, él se encargaba de aclarárselo muy bien. Durante todo el ejercicio de su profesión había recibido las más diversas denominaciones: doctor, licenciado, comisario, inspector… hasta detective en alguna oportunidad. Y a pesar de que prefería que lo trataran por su nombre de pila, cuando se convertía en una misión imposible con algunas personas, entonces les explicaba cuál era exactamente la carrera que había estudiado y se aseguraba de que no lo olvidaran nunca más.
—Sargento, todo bajo control –le respondió con la misma cortesía–. He estado algo ocupado. ¿Qué tal se encuentra usted?
—Muy bien, gracias a Dios. Pase adelante –le indicó abriendo la reja.
Al percatarse de que uno de sus subalternos se disponía a atenderlo, el sargento se le adelantó y lo apartó en señal de que él se hacía cargo. Le recibió el documento de identificación, se lo entregó al mismo soldado que había apartado y a continuación acompañó al visitante hasta el cuarto de revisión.
Una vez dentro de la habitación, Romero, con su fusil colgado en el hombro derecho, levantó la mano izquierda y sacudió la cabeza en señal de que no había necesidad de revisarlo.
—No se preocupe –le dijo–, usted es de la casa.
—Gracias –le contestó, dio media vuelta y continuó su camino hacia el interior del penal.
Al salir de la habitación de revisión, tras una orden del sargento Romero, otro guardia le abrió una serie de rejas y le hizo pasar a la recepción. Ahí, detrás de un mostrador, lo estaba esperando su colega y amigo de muchos años, Leonardo Márquez, quien trabajaba como jefe de los custodios en el centro penitenciario, quien al verlo se puso de pie y salió a recibirlo con un abrazo.
—Hermano –le dijo Leonardo estrechándolo brevemente entre sus brazos–, ¡qué gusto me da verte de nuevo activo! ¿Todo bajo control?
—Así es hermano –le respondió–, todo bajo control.
—Me alegro de verdad. Ya está lista la sala de entrevistas y el privado de libertad en espera de que lo busque.
—Excelente. Muy agradecido…
—Ni lo menciones. Sabes que solo tienes que llamar.
Una vez más fue conducido a la sala donde había grabado decenas de entrevistas, llenado infinidad de manuscritos y ayudado a solucionar una de las situaciones más complicadas de rehenes carcelarios en la historia del penal y del país. Tomó asiento en una silla colocada tras una mesa de metal, sacó del bolsillo su libreta de anotaciones, un lápiz de grafito, una pequeña grabadora digital, las colocó sobre la mesa y se dispuso a esperar. A pesar de que por primera vez en mucho tiempo se sentía nervioso y con ansiedad, su actitud demostraba la mayor de las tranquilidades. Parecía de roca.
Un par de minutos más tarde entró a la sala el privado de libertad custodiado por Leonardo. Era un simple muchacho, vestido con la braga color anaranjado de los sentenciados y con la cabeza rapada, que caminaba arrastrando los pies. El custodio le señaló una silla frente a la mesa de metal que fue ocupada por este y se retiró de la habitación.
El criminólogo sentía que el corazón se le iba a salir por la garganta, no obstante seguía controlándose. Decidió esperar un poco en silencio, mientras el muchacho se encontraba mirando al piso y él se dedicaba a analizarlo. Era moreno, de contextura atlética, alto, sin ninguna señal, marca o defecto que llamara la atención; a pesar de su altura, fácilmente pasaba desapercibido. Hasta que levantó la mirada… entonces el corazón le dio un vuelco.
Aunque tan solo contaba con dieciocho años de edad, sus ojos le transmitieron más de setenta años de historia, de guerra, de sufrimiento, de violencia, que gritaban desde la profundidad de sus oscuras pupilas. Por un instante, toda la experiencia y toda la teoría parecieron perderse en el vacío de esa mirada.
Sin embargo, hizo un acopio de fuerzas y se recompuso.
—¿Qué tal? –se escuchó a sí mismo saludando al muchacho–. ¿Te importa si grabo nuestra conversación?
—Qué más da –le respondió este encogiéndose de hombros.
—Vale –dijo mientras encendía la grabadora–. ¿Cuál es tu nombre?
—Josué.
—¿Por qué estás privado de libertad, Josué?
—Porque justamente apareció la policía.
—¿Y qué estabas haciendo?
—Robando.
—¿Solamente?
—También golpeé a alguien.
—¿Te gusta?
—¿Qué cosa?
—Robar y golpear a las personas.
—No.
—¿Y por qué lo hiciste?
—No lo sé.
—¿Es la primera vez que te atrapan?
—Aquí en Mérida, sí…
—Entonces, hubo otros robos y otras personas golpeadas.
—Puede ser.
—¿Te dijeron que todo lo que digas en esta y cualquier otra entrevista conmigo está resguardado por el secreto profesional? Como si estuvieras hablando con tu abogado. Además, estas sesiones cuentan para reducir tu pena.
—Sí, todo eso me lo dijeron.
—Entonces, ¿hubo otros robos?
—Sí.
—Y otras personas golpeadas, ¿verdad? –el muchacho asintió con la cabeza.
—¿Has asesinado a alguien? –le soltó repentinamente.
—No, nunca –respondió sin dudar, mirándolo fijamente a los ojos.
En ese instante, el criminólogo había dejado atrás el miedo, los nervios y la ansiedad. Una vez dueño del hilo de la conversación, empezó a sentir de nuevo como se metía dentro del cerebro y las entrañas de su entrevistado. Empatía, lo llamaban algunos, pero en su caso era algo más cercano a una posesión.
—Vale –prosiguió–. ¿Qué te gusta hacer?
—No lo sé.
—¿Te agrada dormir?
—Un poco.
—¿Te gustan las mujeres?
—No todas.
—¿Y los hombres?
—Me atraen las mujeres, ¿ok?
—¿Te agrada tener relaciones sexuales?
—A veces.
—¿Te gusta comer?
—Algunas cosas.
—Por ejemplo…
—La pizza.
—Vale. ¿Qué otra cosa?
—Papas fritas.
—Muy buenas. ¿Cuál es la comida que más te gusta?
—La pasta que me preparaba mi papá cuando yo era un niño.
La entrevista había llegado justo a donde él quería conducirla. En ese momento estaba seguro de que el muchacho estaba listo para abrirse. Así que le realizó una pregunta directa al corazón.
—Y, aparte de la comida, ¿qué otras cosas te gustan de esa época?
—Tornear –respondió con una sonrisa y un leve brillo en los ojos.
—Tornear –repitió el criminólogo–. ¿Qué es tornear?
—Moldear cosas con el barro para luego hornearlas y decorarlas.
—Vale. ¿Por qué te gusta tornear?
—Porque cuando me siento a tornear me olvido del mundo. Me meto en el barro, en darle la forma que yo quiero. Me pongo creativo y me siento lleno. Como cuando uno tiene hambre, ¿ve? Uno come y se llena. Así me siento torneando. Como que mato el hambre. Pero el hambre de vivir no de comer. Yo no podría hacer otra cosa en la vida, no podría ser taxista o panadero. Siempre he querido es tornear.
—¿Y por qué no te dedicas a eso?
—Porque no tengo cómo. No tengo el torno, ni el horno, ni nada. Por eso es que robo, porque no puedo tornear.
Había llegado el momento de darle la segunda estocada al muchacho, de ponerlo a pensar ya no en el pasado, ni en el presente, sino en el futuro.
—Vale, Josué. ¿Sabes por qué estoy aquí?
—No.
—¿Ni te lo imaginas?
—No.
—Porque te voy a ayudar a que salgas y te dediques a tornear.