literatura venezolana

de hoy y de siempre

La guerra de Zingg (fragmentos)

Abr 6, 2025

Norberto José Olívar

1941, Diciembre 01

Paladeó un enorme buche de whisky y sintió un ardor riquísimo. Luego aspiró para refrescarse la tráquea y tragó la saliva que le quedaba repasando el sabor del alcohol.

—¿Señor Hans Larsen?—lo interrumpió un mesonero que le notó una mueca de disgusto.

—¿Sì?

—Lo busca el señor Werner Pruchtow —dijo y esperó a que le ordenara qué hacer.

—Dígale que pase. También estoy esperando a otras personas. Apenas lleguen no me venga a preguntar nada, hágalas pasar y ya, ¿entendió? —dijo molesto por el calor.

Se paró de la barra y se fue a una de las mesas. Decidió quitarse el saco de dril blanco y acomodarse los tirantes. Se soplaba con el sombrero. Recordó que ese día cumplía diecisiete años de haber llegado a la ciudad. El viaje había sido largo y latoso. De Alemania a Italia, luego a España donde compró un billete de la línea Ybarra para abordar el Cabo de Hornos y navegar directo a La Guaira. Allí descansó un par de días y se embarcó en el Carabobo, de la Línea «D» Roja de Vapores, hasta el puerto de Maracaibo. Cuando apenas desembarcaba, sintió cómo se lo tragaba el bullicio, el solazo y el calorón del malecón: vendedores de café, cacao, papelón, conservas, tabaco, cuerdas, plátanos, carnes de ganado y un montón de cosas que no pudo reconocer, se le atravesaban y le ofrecían sus productos al verlo catirito, larguirucho y con buena pinta. El típico extranjero al que había que sacarle algún provecho, pensarían. Tan pronto logró salir del malecón, empezó a preguntar por el negocio de su compatriota Gustavo Zingg, ¿una curtiduría?, ¿una tenería?, algo así. Tiene que ver con pieles, cueros, cosas de esas, zapatos, ¿me entiende?, hasta que alguien le dijo que era en la avenida Libertador.

Fue la primera vez que habló con Zingg. Éste se había mostrado amable, hasta feliz de ver a un coterráneo recién llegado. Le preguntó por el camarada Werner Pruchtow y Zingg le explicó la dirección. En esa ocasión, Larsen sopado aceptarle la invitación a cenar, pero le prometió que pronto regresaría.

— ¿A quiénes pudo confirmar para la reunión, camarada Wemer? —habló impaciente. Cruzó las piernas sin dejar de soplarse con el sombrero.

—Viene el cónsul Hartwig von Jess, Heidenreich, Bruno Kaselom, Van Dissel Rhode, Hans Zittelosen, Gustavo Zingg, Hartmann, Pfeiffer, Kurt Schanz, Walter Behling y Karl Vot, todos los que me dijo, camarada Larsen.

El sombrero era insuficiente pum espantar el calor y el sopor que lo fustigaban. Se levantó de la mesa tipo Viena y se detuvo frente a la ventana. Tenía la sensación de que los ventiladores del techo sólo estaban revolviendo el fuego que flotaba en el bar. Pruchtow lo miraba en silencio desde la barra, saboreando una limonada. Larsen cerró los ojos y se le vino a la cabeza la imagen de Rita, su perfume, y hasta creyó estarla acariciando. Pero tenía que esconder sus sentimientos, no era conveniente que Rita llamara la atención más de la cuenta, por eso se le ocurrió decir que era su hermana. De todas maneras, ella permanecería recluida, si así podía decirse, en la Casa Gustloff, concentrada en su misión, hasta que tuviera que irse a la Colonia Tovar y finalmente de vuelta a Berlín. Y cuando Larsen pensaba que ese día estaba cada vez más cerca, lo invadía un maldito escozor que lo ponía de malas. Mascullaba que Rita apenas había llegado y que era demasiado pronto para marcharse. Recordó la carta donde ella le anunciaba que llegaría a Maracaibo el 31 de julio de 1941. Y aún lo desencajaba la emoción que a duras penas logró disimular ese día frente a Pruchtow:

—Acaba de llegar un vapor, camarada Larsen. Está atracando en el muelle.

—¿Cuál?

El Progreso.

—Ese es. La doctora Rita Hausschild descendió del Progreso y caminó, sonriendo, directamente hasta Larsen, dejó las maletas sobre las tablas del muelle y lo abrazó con fuerza. Notó a Pruchtow y supuso que acompañaba a Larsen: «¡ Heil Hitler!, ¿camarada…?».

—Werner Pruchtow, Doctora, para servirle. Permítame llevarle su equipaje.

La Doctora agarró a Larsen por el brazo y se dejó llevar hasta el Packard de 12 cilindros que les había prestado Da Costa Gómez para la ocasión.

— ¿Me conseguiste las muestras y los equipos que te pedí, Hans? —dijo la Doctora sosteniéndose el sombrero con la mano—. ¡Maneje más despacio, camarada Pruchtow, que me voy a quedar sin sombrero! —gritó sin molestarse.

—Claro Rita, tú sabes que sí. No fue nada fácil. Esta es una ciudad pequeña y casi todo el mundo se conoce, así que imagínate lo dificultoso del asunto.

—Nunca es fácil, Hans, por grande o pequeño que sea el lugar. Aún en Dachau y en Auschwitz ha sido un dolor de cabeza, la gente siempre desconfía, pero las órdenes hay que cumplirlas.

—¿Quieres comer algo, Rita? —le preguntó Larsen.

—No, gracias. Vamos a ver los expedientes de esas muestras, por favor. Luego nos vamos a tu casa, ¿estás de acuerdo?

—Como tú quieras, Rita. Vamos a la Casa Gustloff, camarada Werner, con las previsiones de siempre —le ordenó Larsen tomando de la mano a la Doctora y sonriendo satisfecho—. Nos deja en el sitio y se puede retirar. No olvide devolverle el carro al señor Da Costa Gómez y le da las gracias en mi nombre.

Larsen salió de la Tenería de Zingg rumbo a la casa de Pruchtow en la calle Ciencias. El peso de la maleta, y la candela que le calentaban las suelas de los zapatos iban a matarlo. Estuvo tentado a comprar un vasito de hielo rallado, mutado con extraños líquidos de colores, pero prefirió esperar a llegar a la casa de Pruchtow y que éste le diera más bien un poco de agua fresca, y así conversar lo que quedaba del día y la noche entera, si era preciso, hasta ponerlo al tanto de la delicada misión que les hablan asignado:

—Órdenes directas del Partido, camarada Pruchtow, pero no debemos revelar esto a nadie. Poco a poco lo iremos haciendo a saber a cada uno de los compatriotas que gane… No debemos precipitamos. No importa cuántos años nos tome, pero con paso firme, ¿entiende, camarada? —le mostró sus credenciales y Wemer apenas se lo creía. Pensó que eran fanfarronadas patrióticas y nada más, pero ahora lo veía distinto, la cosa parecía seria y hasta peligrosa.

Tiempo después comenzaron a visitar, de a uno, a todos los alemanes de la ciudad. Al cabo de un año los había conocido a todos, y hasta pudo ir a comer en casa de algunos varias veces y entrar como Gerente General en la Cervecería de Maracaibo, gracias a la ayuda de su compatriota Otto Gerstt. Era la mejor manera de ganarse la vida mientras llegaba la hora anhelada. Pero esas visitas, esas conversaciones un tanto ambiguas, le permitieron hacerse una idea más o menos clara, de quiénes podían ser ganados para la tarea que el Partido le había encomendado. Eligió sólo a once. Iría trabajándolos sin prisa, y en el momento adecuado los invitaría a una reunión de amigos, quizás, en el Club Alemán de Maracaibo, un lugar muy agradable, recuerda que dijo al conocerlo.

Unos minutos después de la llegada de Pruchtow, aparecieron juntos, Hartwig von Jess, Pfciffer y Gustavo Zingg. Y cuando al fin estuvieron todos, Larsen miró a los once hombres, sin contarse él ni Pruchtow, y fue directo al grano en un perfecto y nostálgico alemán: «Quiero agradecerles la molestia que se han tomado en venir a esta reunión, camaradas. A todos los conozco desde hace bastante, y sé que les preocupa lo que está sucediendo en Alemania, hemos hablado muchas veces de ello. También sé que cada uno hace lo que puede, a su modo, por ayudar a nuestros hermanos en las penurias que ya sabemos provoca la guerra. Sin embargo, camaradas, he recibido, desde hace un par de semanas, una tarea muy especial por encargo de nuestro glorioso Partido: he sido nombrado Landeskeisleiter para este país. Por ello me he reunido con el Gauleiter Margiere, en Caracas, y estamos coordinando el trabajo para ejecutar con éxito las órdenes que ha girado el Tercer Reich para Venezuela, y concretamente para Maracaibo —Larsen hizo silencio un instante y tomó un sorbo de whisky antes de continuar—. Pero todo esto no será posible sin la participación de ustedes. Estoy consciente de la disyuntiva que tendrán que afrontar, pero es hora de que pongamos nuestro amor por la patria, por Alemania, por encima de todo y de todos…».

Hartwig von Jess levantó la mano:

«Me parece que todos los presentes somos alemanes, sin duda alguna; a pesar de la distancia, camarada Larsen —dijo Hartwig también en alemán—. Sin embargo, no veo, o no entiendo cómo podemos nosotros, desde aquí, colaborar con el Tercer Reich. Enviamos alimentos, medicinas y hasta dinero, es lo único que podemos hacer por nuestros compatriotas. Porque a pesar de que este país es neutral, hay muchas trabas para la correspondencia, ¿me explico, camarada Lamen?».

«¡Por supuesto, camaradas! No se impacienten, por favor. Ya vamos al punto. Escúchenme: llevamos dos años y cuatro meses en guerra y sus dádivas demuestran, no lo voy a negar, sus buenos sentimientos, pero no es suficiente para Alemania. Ni se trata de eso…».

Hartwig von Jess apuró un sorbo de café, pero tuvo que soplarlo antes. Descansó la taza sobre el platico, sin soltarla, y cruzó las piernas mirando al techo de la glorieta del jardín. Trataba de recordar el orden del discurso de Larsen para exponerle a Zingg su opinión, quien apenas terminó la reunión, discretamente, lo invitó a cenar en su Quinta El Palmar para intercambiar impresiones.

—Estamos en una posición muy difícil, Gustavo —dijo resignado—. Yo no sé qué hacer. Y en mi caso creo que es peor por ser el cónsul. Me parece que llegó la hora de decidir si somos alemanes o no, aunque te suene melodramático, ¿tú qué piensas?

—No lo sé, Hartwig, pero de verdad tengo mis dudas.

—Es lógico.

—Pero no son dudas en ese sentido.

—No te entiendo.

—¿De verdad nos convienen los planes de Larsen?, ¿o del Tercer Reich? —dijo deteniendo la taza de café frente a su boca, sin quitarle los ojos de encima al cónsul—. Mira. Hartwig, tenemos que ser prácticos y evaluar nuestras verdaderas posibilidades. Piensa en esto: ¿de qué nos sirve ser alemanes entre alemanes? En cambio, ser alemanes en esta ciudad es, de por sí, una ventaja. ¿Me entiendes?

Hartwig lo miró sin decir nada. Tomó otro sorbo de café. Estaba nervioso, dubitativo. Hasta consternado se diría. Se paró y caminó hasta el borde de la glorieta. Se volteó y lo observó, ahora sin ninguna expresión en el rostro y le dijo:

—Jamás pensé que fueras así, Gustavo. Te estoy hablando de nuestro país, de nuestra patria, y tú me sales con semejante retahíla.

—No te pongas sentimental. ¿O es que te vas a tragar toda la porquería que nos dijo Larsen hoy? ¿No te das cuenta de lo que pasa? Lo de la patria son puras patrañas. La patria, Hartwig, somos nosotros, nuestras familias, nuestras empresas. Lo demás es una mentira bonita, amigo, ¿entiendes? Si el Tercer Reich se apodera de esta ciudad de qué nos serviría. Seríamos uno más del montón. Yo prefiero ser alemán entre esta gente, que alemán entre alemanes. A lo primero le hemos sacado bastante provecho, lo otro nos perjudicaría terriblemente. Además, Hartwig, ¿no has pensado en nuestras familias? ¿Cómo crees que nos tomarían cuando vieran a nuestras esposas? ¿Qué oportunidades crees que puedan tener nuestros hijos? Sé que lo que estoy diciendo es duro, pero no te creas que no lo he meditado. Desde que empezó la guerra, no pienso en otra cosa. ¿Sabes que la supuesta hermana de Larsen, la doctora Rita Hausschild, la envió el Instituto de Biología Racial a estudiar la bastardización de los alemanes que vivimos en este país. Creo que ya lo hizo en la Colonia Tovar, ahora nos toca a nosotros. ¿Entiendes lo que eso significa, amigo? Yo sé que tú ignoras esto, porque te atienes a la información oficial del consulado, pero yo tengo mis propios informantes. Y te puedo asegurar, Hartwig, que la cosa está muy mal, más de lo que te puedes imaginar. Nuestro futuro no es nada halagüeño, pero ya he pensado algunas alternativas, y si me haces caso, si confías en mí, te puedo ayudar con mucho gusto.

Hartwig se dejó caer en la silla agobiado. Se sintió incómodo por lo que le había dicho a Gustavo hacía rato, pero pareció convencerse ante la seguridad con la que le hablaba.

—Te escucho —dijo Hartwig terminándose el café—, sólo espero que tengas razón.

—No podemos irnos a Alemania —dijo Gustavo mirándolo a los ojos. Cogió aire, cruzó las piernas y tomó el último sorbo de café—. Nuestras familias serían mal vistas. Esa maldita campaña de la pureza racial nos condena de entrada. Tampoco podemos irnos a ningún país de Europa, Hartwig, porque la situación es la misma o peor. Sólo nos queda América. Sin embargo, Estados Unidos entra en la guerra en cualquier momento, así que los alemanes serán hostigados allí también. En total, sólo nos quedan los países del sur, y te puedo asegurar que irnos a cualquiera de ellos es como quedarnos aquí. No vale la pena huir porque en verdad no tenemos escapatoria. Visto así, amigo, el problema a resolver no es el lugar, sino la estrategia que podamos adoptar ¿Me sigues?… Bien, tenemos que ayudar a Larsen, discretamente, hacerle creer que estamos convencidos de su proyecto, por si acaso ese asunto llegara a prosperar, pero al mismo tiempo debemos colaborar con las autoridades venezolanas y hasta con las naciones aliadas.

—¿No es un plan demasiado peligroso, Gustavo? —interrumpió Hartwig preocupado.

—Claro que sí, pero no tenemos alternativa. El asunto es que no podemos confiar en mucha gente. Aun así, el siguiente paso es traspasar nuestras empresas a un amigo de extrema confianza y, por supuesto, que sea venezolano. Me parece que no sería tan enredado si se quiere, y bueno, vender aquellas donde sea muy complicado el asunto…

—¿Tienes idea de lo que estás diciendo? ¿Acaso crees que sería tan tonto para hacer algo semejante?

—Hartwig, Hartwig, escúchame, por favor —lo interrumpió Gustavo tratando de calmarlo—. Yo sé que en el pasado hemos tenido diferencias, y estás en tu derecho al desconfiar de mí, yo lo sé, pero esta coyuntura es otra cosa, ambos estamos en la misma posición. Debemos dejar todo a un lado y ayudarnos. Tenemos que confiar uno en el otro, Hartwig, sólo así nos salvaremos de toda esta locura. Tienes que creerme… sólo podemos quedarnos con lo indispensable para sobrevivir.

—¿Ahora vas a pedirme que renuncie al Consulado y al Partido?

—No tienes opción. ¿Cómo piensas evadir el acoso si te ven como Cónsul y Jefe del Partido Nazi en Occidente? Serías el primer condenado.

—¿Sabes lo que significa para mí? Es un sacrificio muy grande, Gustavo.

—Lo sé, Hartwig, pero de eso se trata.

—¿Y tú qué harás?

—Acabo de vender mis acciones de la Cervecería Zulia. Son otros tiempos, Hartwig. Si no lo entendemos lo vamos a perder todo —Gustavo calló unos segundos y Hartwig empezaba a ceder—. Hablé, también, con el ministro Úslar Pietri, tú sabes que somos amigos, y él se ha comprometido a brindamos toda la protección que le sea posible. No suena muy convincente, pero yo sé que lo hará.

—La cena está lista —interrumpió Teresa con su elegancia natural—. Continúan su plática con el postre —dijo mientras los escoltaba al comedor principal, pero justo antes de sentarse a la mesa, apareció el joven chofer de la oficina del consulado para informarle a Hartwig que lo llamarían en media hora de la embajada alemana en Caracas.

—Disculpen esta inoportuna situación, pero tendremos que compartir la cena en otro momento, de todas maneras les estoy muy agradecido por sus atenciones. Perdóneme usted, señora Teresa, por este desprecio involuntario, pero le corresponderé debidamente, se lo prometo. Gustavo —dijo con la certeza de que aún faltaba mucho por hablar—, volveré tan pronto pueda para que concretemos lo que me has explicado —Gustavo y Teresa lo acompañaron hasta la puerta donde lo aguardaba el carro del consulado listo para partir.

Hartwig se arrellanó en el puesto de atrás del vehículo. Pensó si sería cierto que Zingg se había desprendido de la cervecería. Eso era fácil averiguarlo, pero recomendarle que renunciara al Consulado y a la jefatura del Partido era una locura.

Recostó la cabeza al vidrio de la puerta. Apoyado en el pasamano, se sostuvo la barbilla y recordó la Asamblea General de la Cervecería de Maracaibo celebrada trece años atrás:

—No tenemos otra opción, señor París —dijo Hans Larsen con un gesto de vergüenza—. La Cervecería Zulia se ha apoderado prácticamente de todo el mercado. Su factoría es de primera, la nuestra es muy obsoleta y lamentablemente no tenemos el capital necesario para instalar una nueva y poder competir. Ellos sólo necesitan nuestro nombre y lo que queda de nuestro prestigio. Cuando salgamos del mercado la Zulia se posesionará fácilmente, así que lo más inteligente que podemos hacer es fusionamos y salvar nuestros capitales. No veo otro camino más seguro.

—El señor Da Costa Gómez, Franz Budel, Régulo March y yo votamos a favor de la fusión —dijo Hartwig resigando.

—No es tan sencillo —interrumpió Pablo Andemos. Nuestro capital está suscrito en catorce millones y el señor Zingg sólo nos reconoce seis. Insiste en que nuestros activos están extremadamente depreciados.

—Sí, pero su capital es de apenas cuatro millones y medio y está preciando sus activos en siete millones para ser él el accionista mayoritario —dijo Hartwig indignado.

—Si no aceptamos nos llevará a la ruina, señores —insistió Larsen fastidiado—. Entiendan, y suena denigrante decirlo, pero es casi una dádiva del señor Zingg.

—¡Una humillación! —agregó con amargura Hartwig antes de levantarse y dejar la reunión votada.

—Señor… —dijo por segunda vez el joven chofer del consulado, pero Hartwig no lo escuchó—. Señor cónsul —insistió por tercera vez—. Llegamos, señor.

Hartwig entró al consulado y esperó inquieto la llamada, sea como sea le desagradó dejar plantado a los Zingg cuando se disponían a cenar.

—¿Sí…? —dijo con el auricular en posición cuando sonó el teléfono—. ¡Ah, gusto en saludarlo, camarada Margiere! ¿A qué debo el honor de su llamada?

Hartwig no podía creer lo que estaba escuchando. No sólo se le descompuso el rostro, el teléfono le temblaba en la mano. Colgó y apenas se pudo sentar. Pensó en silencio casi media hora, entonces se puso en pie y le ordenó al chofer que lo llevara de vuelta a la casa de Gustavo Zingg.

—Voy a renunciar al consulado y al partido, Gustavo —dijo Hartwig alterado en el umbral de El Palmar. —¿Qué ha pasado?

—Me ha llamado el Gauleiter, Margiere, para algo insólito —dijo llevándose una mano a la cabeza.

—Vamos, Hartwig —lo interrumpió Gustavo tratando de controlarlo—. ¿Qué puede ser tan terrible que no hayamos pensado ya? —añadió para tratar de soslayar el asunto.

—No, Gustavo —dijo ahora apesadumbrado—. A pesar de todo lo que hablamos yo no terminaba de creerte, guardaba la esperanza de que te equivocaras, pero por desgracia no es así.

—¿Por qué?

—El Gauleiter, Margerie, me ha ordenado colaborar con la doctora Rita Hausschild. Debemos realizarle «pruebas médicas» a todos los alemanes residentes en la ciudad y a sus familiares. Quienes se nieguen pueden perder hasta la nacionalidad alemana, así sea por nacimiento, ¿puedes creerlo?

—¡Lo que te dije! —exclamó Gustavo de tal forma, que Hartwig no sabía si se alegraba por haber acertado en sus maquinaciones, o era producto de los mismos nervios.

—Pero siéntate, Hartwig —dijo ahora pensativo—. Creo que las cosas van a cambiar drásticamente en cuestión ele horas, y debemos prepararnos.

—Para mí cambiaron ya, Gustavo, ¿qué más quieres?

—Falta lo peor. Esto apenas comienza —dijo vehemente.

—¿Qué puede seguir ahora?

—La persecución del gobierno, por ejemplo. Pero somos amigos. Muchos de esos políticos están allí por nuestra ayuda.

—Eso no servirá de nada cuando los norteamericanos comiencen a presionarlos. En ese momento nuestros enemigos aprovecharán la oportunidad para desplazarnos de los negocios que les interesan.

—Pero tú dijiste que el ministro Uslar Pietri…

—Él nos ayudará, cumplirá su promesa hasta donde le sea posible, Hartwig; pero no pudra comprometerse mas allá de lo prudente.

—¿Y entonces?

—Entonces procedemos de acuerdo a la que hemos hablado, Hartwig. No hay alternativa, ni tiempo que perder…

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