Eduardo Liendo
EN EL ROSTRO de Ricardo Azolar se notaba el hastío, pero no parecía un hombre atemorizado cuando miró a la multitud que ocupaba la calle cercana al tribunal. Tenía una barba de pocos días y usaba anteojos de gruesa montura de carey.
Los curiosos trataban de descubrir bajo aquella figura apacible la presencia de “El buitre”, como había mencionado innumerables veces en los medios de comunicación. Sus manos estaban esposadas hacia adelante y a su lado se encontraban dos policías de civil, rodeados por un grupo de guardias uniformados que portaban peinillas desenfundadas.
Al descender la escalera hacia la calle, comenzaron los gritos de la multitud:
– ¡Asesino! ¡Impostor!
Ricardo Azolar se atrevió a verlos y reconoció entre ellos al crítico literario Gregorio Palma (burlado autor del ensayo En el dédalo mágico de Ricardo Azolar). El crítico le gritó enfurecido la palabra «rata». Un individuo desconocido, quizás exhibicionista, se abalanzó para agredirlo: !Tartufo! !Tartufo!, vociferaba, mientras uno de los guardias lo apartaba a un lado amenazándolo con la peinilla.
Tampoco los periodistas pudieron acercarse para interrogarlo, debiendo permanecer a distancia, con los pequeños grabadores portátiles en el aire como cabezas de serpientes a punto de morder, pero impotentes para registrar algún testimonio directo del homicida. Sin embargo, estallaban los flashes, y las cámaras de televisión apuntaban en dirección al hombre desgarbado.
En esa situación, acosado por los gritos insultantes, Ricardo Azolar tuvo el desparpajo de realizar un inesperado gesto teatral. Levantó sobre su cabeza las manos esposadas y puso sus dedos en «V», como una doble señal de victoria. Este descaro encolerizó todavía más a la gente que se encimó tratando de cerrarle el paso al grupo de custodia. Los guardias los obligaron a dispersarse arremetiendo con las peinillas, y el inspector Rojas hizo un disparo al aire.
Cuando lo empujaban hacia la camioneta blindada, Azolar miró a Lisbeth, la única persona que, para él, le daba a esa escena de violencia su dimensión real. Desvió la mirada avergonzado y lamentó el ademán provocador. Nunca lo hubiese hecho sabiéndola presente. ¿Para qué había ido?
El inspector Rojas lo derribó sobre el asiento posterior del vehículo y luego se sentó a su lado. Los exaltados continuaban gritando y escuchó repetirse el nombre de Tartufo. Trató de establecer su semejanza con el abyecto personaje de Moliére.
—La maldita literatura —pensó— me persigue hasta el fin. Tartufo… ¿Por qué no Caín?
Durante el trayecto de regreso a la prisión trató de encontrar el verdadero punto de partida, porque en su imaginación la realidad adquiría, por momentos, contornos ficticios. La última visión de Lisbeth se hizo lacerante: vestida de negro, silenciosa en el tumulto, con el pelo recogido hacia atrás, mirándolo con una intención impenetrable donde ni siquiera había odio. Se notaba envejecida y fue penoso reconocer en ella la atractiva mujer que había conocido pocos años antes.
Ricardo Azolar se sabía destruido y sin desde ninguna vitalidad para continuar soportando una existencia negada para la alegría; pero desde su entrada a la prisión tuvo el propósito de escribir un testimonio revelador. Sería el definitivo enfrentamiento con la palabra, esa gran culpa que lo condujo a la ignominia, al mismo centro del abismo. El ulular de la sirena interrumpía sus cavilaciones y desorganizaba su pensamiento. Atrás los seguía otro vehículo con el grupo de custodia. La sirena reclamaba imperiosamente el paso aun con los semáforos en rojo. Los pasantes miraban curiosos hacia la camioneta y seguramente algún lector de diarios lo reconocía. La sirena era el grito irracional que alertaba a la ciudadanía. La intromisión del miedo en la vida cotidiana. Un hombre reducido, aniquilado para sí mismo, era llevado de modo vertiginoso hasta el lugar donde debía padecer una larga condena.
Se cumplía así la predicción del extraño quiromántico de Zurich: «Tendrás un día luminoso y un repentino eclipse». Los diarios vespertinos registrarían la noticia en primera plana: Condenado «El buitre» a la pena máxima. No faltarían los pronunciamientos exigiendo una legislación más severa que dictaminara la sentencia de muerte para esos casos de extrema perversidad criminal. Durante la noche, los noticieros de televisión reproducirían los sucesos ocurridos frente al tribunal y el insólito momento en que levantó sus manos esposadas y mostró en cada una de ellas la señal de la victoria. En la pequeña pantalla se vería su gravedad satánica desafiando hasta la misma cólera de Dios. Y junto a él la inevitable del otro. Daniel valencia, el ala del canto asesinada.
Tampoco olvidarían la imagen de Lisbeth: vestida de negro, silenciosa en el tumulto, con el pelo recogido hacia aíras. Una figura frágil donde los espectadores podrían apostar indistintamente a santa o a puta. Para Ricardo Azotar había llegado el día de la antigloria.
La historia estaba fatalmente malograda por la realidad. Debla ser narrada —pensó— de manera sobria, directa, como un reportaje, evitando los acentos patéticos que deforman la naturalidad. Porque, a pesar de todo, el crimen sigue siendo humano. Quizás Lisbeth podría encontrar en ese relato la explicación que tanto necesitaba para reconstruir su existencia.
Como falsa paradoja, la literatura se negaba a abandonarlo cuando todo estaba perdido; cuando nada, ni la obra maestra, podría redimirlo. Sería, no obstante, la máxima contradicción del autor, que la misma impotencia se convierta en fuente creativa; como si alguien que mata por dinero heredara inesperadamente una cuantiosa fortuna hasta entonces desconocida.
Daniel Valencia lo hubiese comprendido. Sabía muy bien el valor potencial de la desesperación en la creación literaria. De las dos «V» de la victoria, la verdadera era aquélla que simbolizaba la transformación de Valencia, del autor sobresaliente, en mito.
La reflexión se escapó de su mente. La sirena apagó su rabia estruendosa en la puerta de la prisión, y Ricardo Azolar no tuvo la flaqueza de compadecerse.