literatura venezolana

de hoy y de siempre

Los cielos de Curumo (fragmentos)

Nov 29, 2024

Juan Carlos Chirinos

I LOS MÉDANOS VORACES

1

—Huele a avellana —dijo Osiris.

El coronel, que conducía la Hummer negra, no te hizo caso, o quizá no te oyó por el ruido del motor o por el calor que luchaba por inutilizar el aire acondicionado. Era tu primera vez en Venezuela pero no tu primera vez con el calor, así que no tuviste vergüenza al preguntar:

—¿Podemos bajar las ventanillas?

El coronel te miró con una media sonrisa que no te dejó saber si se burlaba o le habías caído en gracia. La camioneta corcoveó y de inmediato siguió su veloz carrera por la carretera plana y solitaria, solo rodeada por ásperos cujíes y arena, brillante arena que amenazaba todo el tiempo con devorar el asfalto. El sol se alzó en lo alto avisando que, acabado el mediodía, se preparaba para iniciar su loco descenso hacia la noche. También te hubiera gustado pedirle al coronel que fuera más despacio para contemplar con lentitud las cosas que pasaban frente a ti. Esa sensación siempre te había gustado, desde la época de las vacaciones familiares allá en Curitiba: cuando vas en un carro, las cosas más alejadas (los árboles, las montañas, los animales que pacen sin percatarse de que engordan peligrosamente) van más despacio que las cercanas (los arbustos, las rayas blancas de la carretera, los vendedores de mandioca). ¿Por qué ocurría esto? Los mayores te explicaban que cuando el mundo está más cerca se acaba más rápido; por eso debías aprovecharlo al máximo. Te hubiera gustado, por eso, pedirle al coronel que disminuyera la velocidad para no perder detalle de lo cercano, pero su media sonrisa, de burla o de cariño, te puso en guardia.

—Claro, ¿por qué no? —respondió, afable; y presionando un botón bajó tu ventanilla y la suya.

El aire caliente de la península de Paraguaná entró en la Hummer con todo su escándalo y tu delicado rostro acusó de inmediato el efecto secante del viento y los golpes, sin embargo dulces, de la arena ardiente. Te dieron ganas de que pararan. Los dos hombres que iban detrás, gordos como si estuvieran preparándose para una gran hambruna, no parecían contentos de que el efecto relajante del aire acondicionado hubiera sido anulado por tus caprichos de turista. Eran los guardaespaldas del coronel. «¿Pero a quién se le ocurre abrir las ventanillas en una carretera así, con este enorme calor?», pensarían los gordos, «con lo sabroso que es dejarse arrullar por el friíto artificial de esta camionetota, para eso la habíamos comprado, para no pasar calor como unos chivos, no joda». No te gustaron sus caras, Osiris, pero más que sus caras, te repugnaron sus gestos grasosos, sus miradas insolentes. ¿No tenía ella derecho a un capricho? Al fin y al cabo, la necesitaban con desesperación y el precio, le parecía, no era tan alto. Y no sabes si porque la fisiología de tu cuerpo es así de caprichosa o porque tuviste ganas de darles una lección a esos dos gordos, te entraron unas repentinas ganas de orinar, urgentes como casi todo en ti.

—¿Falta mucho, coronel?

—Un buen trecho para llegar a Santa Ana. ¿Ves ese cerro puntiagudo y azul a lo lejos? Allá es a donde vamos.

—¿Y no hay nada hasta allá donde podamos parar un momento? ¿Una gasolinera, un pueblito, algo? —preguntaste exagerando el tono de angustia.

—Que sepamos, nada de nada —intervino uno de los gordos, casi feliz de dar la mala noticia—. Puro médano y carretera. Calor hasta que lleguemos, mi amor.

Te rascaste la breve protuberancia con que el pezón remataba la teta izquierda; según tu madre y tus hermanas, ese era el gesto que precedía a tus ataques de cólera.

—¿Y no había una manera menos incómoda de llevarme a Santa Ana? ¿Un helicóptero de la Fuerza Aérea, por ejemplo? A su presidente no le va a gustar la manera como me están tratando. Y al mío tampoco.

La mención de los presidentes inquietó a los tres hombres, pero sobre todo a los gordos que desde hacía rato sudaban por efecto del aire caliente y el polvo que los confundía.

—Esas son las órdenes, señorita, el más bajo perfil —se defendió el coronel, distante ahora aunque no había perdido la sonrisa afable—. No debemos bajar la guardia porque todavía hay muchos enemigos del proceso que no quieren esta reunión.

—Entiendo —lo tranquilizaste—. Entonces párese un momento, por favor. —Tu voz siempre endulzaba el ambiente porque sabías que eras una campanita de alegría.

—Pero nos están esperando en Santa Ana desde hace horas, es mejor que…

—¡Que se pare, coño! —Y tu cambio de tono llenó a los tres hombres de estupor.

Sin rechistar, la Hummer se detuvo.

2

A las cinco y media de la mañana ya era de día en Cúa; tú te habías levantado muy temprano, Manrique, porque tu jornada comenzaba antes de que hubiera luz; así que, ese día, Paula —Pau, como la llamábamos todos, incluso yo— aprovechó la cama vacía, como solía hacer, para dormir un par de horas más: era el único momento en que de verdad estaba con ella misma, cuando por fin te levantabas y dejabas desocupado tu lado de la cama, «el celoso lecho del esposo», como lo llamaba burlonamente Pau. Ella había escogido a propósito un colchón duro y a la vez suave pensando en esos minutos de diaria soledad de que disfrutaba mientras tú, Manrique, te ibas a escribir y a darle de comer a la única gallina ponedora del corral:

—Cocorita, Cocorita…

Como en un rito que invocara a la mañana, esas eran tus palabras cada vez que te acercabas a echarle pienso. Luego solías sacar dos o tres huevos que, más tarde, formarían parte del desayuno. Entonces te asomabas al patio: el sonido de los animales era un concierto indeterminado; el cielo azul dudoso y era evidente que la cálida humedad pronto empezaría a adherirse a tu cuerpo y haría inútiles las duchas rápidas porque iba a ser otro día de extenuante calor. Nada fuera de lo común, por otra parte. Sin embargo, aún una brisa fresca te confirmaba que la decisión de mudarse a la pequeña población de Cúa, abandonando la superpoblada Caracas, había sido la correcta: respirabas aire puro y no había canícula que no valiera la pena por eso. Cuando el sol se asomaba tus ojos presenciaban un prodigio: entre las ramas y los frutos podridos creías vislumbrar un lenguaje cuyos signos eran un león tumbado, una caña florida, una boca solitaria; pero casi siempre solo veías indescifrable monte.

Tu ritmo de vida, Pau, aparentaba acoplarse al de Manrique. Podría parecer que se trataba de la habitual situación en la que el hombre decide sin tomar en consideración las ilusiones y planes de su compañera, pero lo cierto es que entre ustedes ha habido siempre una especie de contrato en el que la acción está en sus manos y la reflexión en las tuyas. Para un testigo externo se trataría de la continua relación de los caprichos de Manrique: ecologista, arquitecto, informático y granjero a la vez. El que no conociera la estrategia de dominación que desde hace tiempo te has inventado podría creer eso, cierto; lo pensaría sin duda el que no sepa del truco que descubriste cuando tenías nueve años: el «envenenamiento mental».

Antes de saber descifrar palabras y frases, palpabas los libros como objetos de otro universo, cofres llenos de señales difíciles de concebir. Vivías dentro de las hojas escritas como un ciego en un ramo de rosas. Muchos años después, leyendo a Jung, comprendiste lo que te había ocurrido en la infancia: supiste por qué hasta entonces el mundo te había parecido plano, sin volumen, como si una especie nueva de estrabismo se hubiera apoderado de tus pensamientos, evolucionados como para crearse su propia profundidad, su propio campo posterior, útiles para las tareas cotidianas, pero inservibles para las operaciones complicadas del espíritu, como volar o entrar en la cabeza de los demás:

No era tan solo un lugar en el mapa, sino el mundo de Dios, ordenado y lleno de misterioso sentido. Esto parecía que los hombres lo ignoraban y ya los animales habían perdido en cierto modo este sentido. Esto se veía en la mirada de las vacas, triste y perdida en la lejanía, en los resignados ojos de los caballos, en la sumisión del perro que se apegaba al hombre y en el mismo comportamiento del gato que había convertido la casa y el granero en su vivienda y lugar de caza. Del mismo modo que los animales, los hombres me parecían inconscientes; miraban al suelo o hacia los árboles para ver en qué se podían utilizar; como los animales, formaban grupos, se emparejaban y se combatían sin ver que habitaban en el cosmos, en el mundo de Dios, en la eternidad, donde todo nace y todo ya está muerto.

La bidimensionalidad de lo que te rodeaba y su sustitución por el mundo del sueño te esperaban muchos años después en las tremebundas palabras del médico suizo. Pero en la infancia apenas pudiste valerte de un burdo sucedáneo para no enloquecer de aburrimiento: para constatar que existías, te pellizcabas los brazos para que la realidad te transmitiera alguna sensación; y como los pellizcos fueran insuficientes, te dejabas caer contra el suelo, te dabas intencionados porrazos en la cabeza, restregabas la espalda contra las paredes: querías saber que estabas allí, que tu cuerpo te lo dijera. Allí y en ningún otro lugar. A partir de la adolescencia fueron las hormonas las que se encargaron de distraerte, pero de ninguna manera disiparon tu angustia ante la simplicidad del cosmos.

¿Por qué es plano el mundo sin la intermediación de los sueños?

Eso quisiera saber yo.

El universo era un lugar imposible de asir sin ejercer la dominación plena. Por suerte, te topaste con un libro verde cuyo título te turbó: Envenenamiento mental, de H. Spencer Lewis, Gran Maestro Rosacruz. Desde ese día no tuviste otra preocupación: quisiste aprender a adulterar la voluntad de la gente. La tarde en que lo encontraste, pensaste que si lo leías podrías morir, que tu cerebro se pondría verde de ponzoña y reventaría como en los dibujos animados. No obstante, cada vez que regresabas a la biblioteca para buscar un libro nuevo —Marianela, Ana Isabel, una niña decente, Caballito loco, Las aventuras de tío Tigre y tío Conejo— dabas vueltas alrededor del libro verde y lo escrutabas por si pudieras detectar el polvillo mortal que destruía el cerebro.

Entonces te preguntabas: si tu padre tenía el antídoto para semejante peligro, ¿por qué no lo había repartido a la familia antes de que ocurriera una desgracia? Buscaste entre las medicinas a ver si allí se escondían las pastillas contra el envenenamiento mental y, como no las encontraste, te propusiste exigirlas, porque la curiosidad te palpitaba en las venas, ansiosa por saber qué decía ese libro verde. Con un palo giraste con dificultad el ejemplar venenoso y, en un acto de temeridad, leíste de lejos la contraportada que, como suponías, no decía nada sobre el grado de peligrosidad de sus páginas; tuviste que usar unas pinzas de la cocina para colocar el maligno libro en un rincón que solo tú conocías: la familia estaba a salvo. Cuando tu papá regresó, te faltó tiempo para abalanzarte sobre él, pedir la bendición y exigir una respuesta inmediata; una sola frase habría sido suficiente para que te tranquilizaras.

—¿Es venenoso el libro, papá, es venenoso?

—No te entiendo, ¿qué quieres decir?

—Ahora se le metió en la cabeza la idea de que tienes en la biblioteca un libro que mata a la gente con solo leerlo —le explicó tu mamá.

Él pidió que le mostraras ese libro y sonrió: aseguró que te iba a enseñar cómo se puede salvar a la gente que lee libros emponzoñados. Enfurecida, fuiste hasta el rincón donde lo tenías escondido y sin mirarlo mucho lo arrojaste sobre el escritorio.

—Este.

Esperabas una explicación; pero tu padre, en cambio, te alzó y te besó muchas veces prometiéndote que, si te comías ese caramelo que te ofrecía, podrías hurgar el resto de su biblioteca sin volver a sentir temor a que un libro te destruyera. Y diciendo esto, te dejó en el suelo —consternada.

Ya sola, volviste sobre el libro. Lo acariciaste, pidiéndole perdón por haber pensado que se trataba de un enemigo. ¿Qué podía hacer una niña de nueve años contra un libro tan poderoso? ¿Dar una patada o rogar clemencia? Notaste que ahora el libro no parecía tan amenazador. Sería tal vez por efecto del caramelo que te inmunizaba contra su poder. Calmada, dijiste en voz alta «Envenenamiento mental, por H. Spencer Lewis», y leíste con ansia la contraportada:

A diario transitan por los caminos de la vida almas torturadas, seres humanos que han perdido la fe en sí mismos y cuyos pensamientos han sido contaminados por miasmas invisibles: las supersticiones y los prejuicios adquiridos. ¿Pueden la envidia, el odio y los celos proyectarse a través del espacio y ser transmitidos de una persona a otra? ¿Pueden los pensamientos malévolos atravesar el éter como rayos de muerte misteriosos para herir a una víctima inocente? ¿Pueden los malos deseos y las maldiciones formuladas en un momento de exaltación formar una tromba arrolladora para arrasar con seres indefensos? ¿Puede la humanidad estar a merced de los pensamientos viles que surjan en seres degenerados y viciosos? ¿Qué harán los búhos reales cuando se acaben los conejos? Cada año, millones de individuos son víctimas de todas estas malas influencias. ¿Está usted a salvo de esta calamidad? Este libro expone este interesante problema psicológico, constituyendo una revelación sensacional. Léalo y se dará cuenta de ello.

Precio: 14 $

Esa misma tarde hiciste la primera lectura. H. Spencer Lewis explicaba algo que consideraste asombroso y era tan fácil que tuviste dudas de que fuera un truco de los que se hacen en el circo:

El cerebro de la gente se puede contaminar con palabras.

Un cosmos sin usar se abrió ante ti. Un universo con las sinuosidades que da la profundidad. Gracias a un truco que los egipcios conocían desde hacía cinco mil años. A partir de ese día, tu familia notó que te volvías más tranquila, más serena, algo más delicada. Tu mamá supuso que estaba cerca el momento de tu primera menstruación y sintió una honda pena que desahogó en los hombros de su marido; este la consoló diciendo que era natural, la niña se hacía mayor, la menarquia era signo de que tenían una hija sana, que seguía un ritmo normal de vida, que no tenía por qué preocuparse; a tu madre, en sus boberías, le parecía que esos constituían los primeros signos de su envejecimiento; entonces le quedaban muy pocas reglas de vida, sollozaba.

En cierta manera tenía razón; pero también se equivocaba. La tranquilidad de tu cuerpo solo era un subterfugio para que nadie notara el fantástico descubrimiento; tu serenidad escondía a una niña eufórica, meditando sobre las posibilidades de envenenar el cerebro de la gente. Procuraste tener el libro a la vista, pero sin darle demasiada importancia, por si acaso. Te pareció graciosa la preocupación del principio: un malentendido casi te había alejado de este deslumbramiento. Cuando memorizaste cada página del libro, tu madre fue la primera persona a quien decidiste envenenar con palabras, al fin y al cabo con ella mantenías la conexión más íntima. Durante varias semanas meditaste en la elección de la frase que utilizarías para contaminar su cabeza; y estudiando con dificultad diccionarios y enciclopedias, llegaste a la conclusión de cuál sería la frase más apropiada para atontarla:

—¡El que crea, pierde, mamá!

Desarrollaste un sistema de manipulación a partir de un método que aún no había demostrado su eficacia pero que estabas segura de perfeccionar. «El que crea, pierde» era la primera frase de una larga serie para hacer que ella confiara solo en ti, no en la maestra que vendría con quejas injustas, o en la vecina enfadada por alguna travesura, o en la voz estridente de alguna amiguita llorona. Nunca se sabía cuándo ibas a necesitar mentir; era bueno que tu madre conservara enterrada en el lugar más recóndito de su cabeza la venenosa sentencia que la obligaría a tomar por falsas las quejas de los demás. Aprendiste a sacar de los libros frases que utilizabas cada vez con mayor destreza, como la gimnasta olímpica que se sube a las barras paralelas con la confianza que dan los años de entrenamiento. Envenenamiento mental te abrió las puertas a una libertad de la que muchos carecieron en la infancia. No había nada que no resolvieras con la intuición. Cuando a esta cultura libresca y al maquiavélico procedimiento de manipulación se le combinaron los efluvios de las hormonas, te transformaste en una mujer callada, alejada del mundo fácil de dominar; por tu apariencia se hubiera podido decir que no había nadie tan tímido como tú. No era cierto. Poseías la serenidad que da el vasto territorio de la soberbia.

Lo que te atrajo de Manrique fue la inocencia con que se entregó a tu verbo atractivo y venenoso. Recalaron en Cúa, un pueblecito alejado de la contaminación y el ruido pero cerca de Caracas para poder visitarla con frecuencia. Y tú, Manrique, envenenado, estabas entusiasmado con la idea de dejar Caracas y lanzarte a la aventura campesina. Además, otros amigos tuyos, ecologistas y hartos de los gobiernos que pervierten la ciudad, habían tomado la misma decisión dejando el bullicio de la capital para mudarse a El Paují, entre la selva amazónica y la Gran Sabana, allí donde no llega gobierno alguno como no sea la asamblea de muchachos que empiezan a conquistar un nuevo edén. Tú, Manrique, querías un lugar más cercano a Caracas. Por eso escogiste Cúa. O Pau te hizo creer que habías sido tú el que se había decidido por ese pueblo. A mí me encantaba, porque de la casita emanaba un tufillo a putrefacto que drogaba mis sentidos.

3

—Ya vengo. Voy a mear —dijiste, Osiris, y te fuiste sin esperar respuesta.

Cuando te alejabas, uno de los gordos te gritó:

—¡Cuidado con las culebras venenosas!

Te giraste hacia ellos llena de odio y viste que los gordos sonreían y levantaban sus casi inexistentes cuellos a ver si podían verte el culo desnudo mientras regabas la tierra con los líquidos de tu cuerpo. El coronel, en cambio, de inmediato se puso a hablar por teléfono. Seguramente avisaba a sus jefes del retraso. Caminaste entre los cujíes y descubriste que también había espinosos cactus. Y arena, mucha arena. Y ni una serpiente.

Cuando estuviste segura de que no había la más mínima posibilidad de que los gordos se solazaran con la forma de tus nalgas, te pusiste a la sombra de un cují y, bajándote los bluyines rojos, te agachaste y dejaste que saliera generoso el chorro amarillo que habías venido aguantando desde que despegaras de la base aérea de Río de Janeiro. Fue un chorro grueso, espumoso como cerveza y con el olor que te perseguía desde que llegaras a Venezuela: avellana. Para entretenerte, miraste al suelo y descubriste una fila de hormigas que ya se dirigía, con serio alborozo, hacia el laguito que tu orín había formado: en el desierto no hay que despreciar ningún líquido, aunque huela a avellana putrefacta y parezca cerveza. Hoy un hormiguero tendría una razón más para celebrar los dones de la vida.

Al terminar, todavía te quedaste unos instantes alelada con la infalible organización de los animalitos. «Así de ordenados deberíamos ser nosotros», pensaste. Y también: «¿Qué anuncio se esconde detrás de estos meados y detrás de estas hormigas? ¿Qué puedo vender aquí?». Una sombra te sacó de esas cavilaciones y miraste al cielo: un buitre, un zopilote, un curumo daba vueltas sobre ti, comprobando si ya te habías muerto.

—Maldito zamuro —murmuraste, usando el nombre que aprendiste apenas llegaste al cabo San Román. Un marino pelirrojo e inmune a la sal te había señalado al bicho que reposaba, cosa rara, en lo alto del faro, y te había dicho: «Tenga cuidado con los zamuros, señorita. A esos pájaros les gusta comer carne extranjera». Así que, Osiris, levantaste un puñito amenazador hacia el ave que te rondaba y gritaste sin voz:

—¡A mí no me vas a comer, desgraciado zamuro, yo sigo viva, hijo de puta!

Antes de levantarte barriste con la mirada el terreno y no detectaste ningún movimiento. Tan solo te pareció ver la silueta de un chivo reverberando a lo lejos. Si había serpientes, ni se habían asomado ni les habías llamado la atención. Una ráfaga de aire caliente pasó por debajo de tus nalgas y sentiste el frescor en tu vulva húmeda por el orín. Apretaste el esfínter a ver si salía alguna gota más, pero como no ocurrió nada te levantaste y te ajustaste el bluyín rojo. Cerca de la Hummer, los gordos esperaban sentados, derretidos, y el coronel seguía hablando por teléfono, fuera, apoyando un pie en una de las ruedas.

—El canciller también lleva rato esperándonos en Santa Ana —dijo el coronel, y agregó con un tono semejante a la súplica—: Tenemos que llegar cuanto antes.

Volviste a tu asiento, Osiris, y sin que nadie te lo pidiera subiste tu ventanilla, una manera de aprobar el regreso al salvador aire acondicionado. Los gordos te lo agradecieron cambiando el gesto lúbrico por el filial.

—El canciller quiere saber si ha traído una propuesta concreta.

—¿De la campaña?

—No; de lo otro.

Eras joven, Osiris, y quizá por eso el coronel había intentado esa jugada. Eras joven, es cierto; uno que no hubiera puesto suficiente atención te habría calculado veintidós o veintitrés años, y no habría estado muy lejos de la verdad. Pero los años tienen muchas otras maneras de medirse. Y en esas otras maneras, Osiris, la tuya era una edad inconmensurable, la edad de un buda que hubiera meditado desde el inicio de los tiempos. Así que, si el coronel creía que te iba a sacar información con su sonrisa afable y, lo reconoces, seductora, estaba equivocado.

—Eso solo es para conversarlo con el canciller o con el presidente. No es asunto suyo.

Transcurrieron varias decenas de kilómetros antes de que esta humillación se hubiera disipado en el semblante del coronel. El cerro Santa Ana había aumentado su tamaño y no era ya azul. El viento de la península de Paraguaná no amainaba pero al contacto con la montaña se hacía más fresco. Cuando la Hummer se detuvo detrás de la humilde casa, no pudiste evitar darle el puyazo final al coronel.

—Quizá ellos dejen que usted esté presente cuando se hable de lo otro.

El coronel sonrió, y tú te bajaste porque uno de los gordos, quién iba a imaginarlo, con solícita velocidad se había apresurado a abrirte la puerta, mientras el segundo gordo bajaba tu equipaje. Quizá la presencia de los jefes los hacía más ágiles, más atléticos, más serviles. Los guardaespaldas perfectos. Como esos perros de caza que solo se mueven si el amo lo ordena.

Sentado en el porche los esperaban el canciller y su comitiva.

Santa Ana era fría y ventosa, Osiris. Era hermosa. Pero también allí olía a avellana. Y en lo alto había zamuros dando vueltas. Te buscaban.

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