Juan Carlos Méndez Guédez
Capítulo 1: Gazpacho hervido
NO volveré, pensó Henry y contempló el resplandor ambarino de la calle. Se puso de pie, avanzó hasta el baño, vomitó tres veces utilizando esa técnica silenciosa que había desarrollado para no molestar a sus vecinos y, luego, se cepilló los dientes. No volveré, repitió con voz segura. Encendió el ordenador. Apretó sus manos, miró hacia el techo como buscando una iluminación súbita y tecleó:
Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento…
Respiró hondo, contempló la frase con tierno orgullo y se dispuso a seguir escribiendo. Sintió un peso en las pupilas. Para espabilarse se empujó dos dedos de vodka y devoró un chocolate con almendras que sacó del minibar. Bostezó. El cansancio de noches y noches en vela retumbó en sus sienes. Estiró los brazos, bebió otro sorbo de vodka; pensó que si entrecerraba los párpados descansaría lo suficiente como para continuar trabajando antes de que Silvio, Morella y Parménides comenzaran a llamarlo por teléfono.
Pensó con tristeza en la noche anterior. Silvio los había invitado a un bonito restaurante por la calle Segovia. Él se puso una chaqueta verde olivo y una corbata que compró en la calle Serrano. Estuvo media hora intentando hacerle el nudo; al final pagó cincuenta euros a un botones del hotel para que lo ayudase. Luego llegó al lugar, vio a Morella y Parménides ojeando la carta. Silvio murmuró que había leído en un blog que allí se preparaba un famoso gazpacho. A Henry el nombre le recordó una película de Almodóvar. Suspiró. Quería comportarse con normalidad absoluta para que sus compañeros no sospechasen que había decidido abandonarlos.
Durante media hora los cuatro se dedicaron a hablar pestes de Saúl Junco, un novelista a quien todos odiaban y que ahora sobrevivía cantando en el metro. Henry se entretuvo imitando una rugosa voz de barítono. Luego pidió más vino para acompañar la comida. Apenas había tomado cinco o seis botellas, pero cuando trajeron como primer plato un caldo rojizo y gélido no pudo evitar golpear la mesa con furia. Silvio lo miró con complicidad. Henry se puso de pie y rugió que ya eran suficientes humillaciones, que quinientos años después una raza oprimida exigía respeto, no había justificación ninguna para que a unos sudamericanos les sirviesen sopa helada como si fuesen animales. Morella le dio la razón, los camareros ofrecieron explicaciones vacilantes pero él exigió que les calentasen el gazpacho de inmediato o pediría el libro de reclamaciones.
Se los sirvieron en humeantes tazones de color verde. Cuando Henry sintió que se le quemaba la boca con cada cucharada le llamó la atención que los cocineros y los otros comensales grabasen la escena con sus móviles y que un par de señoras se colocasen a su lado para realizarse fotografías.
Ahora, en su habitación, quiso olvidar ese momento. LO TUYO ES LA ESCRITURA, HENRY, QUE SE JODAN, QUE SE JODAN, QUE SE JODAN CON SUS RARAS COSTUMBRES. Exhausto, recostó su cabeza en el teclado. Se hundió la punta de un bolígrafo en el abdomen para mantenerse despierto.
Se levantó del ordenador. Bebió cuatro vodkas seguidos; después, se mojó el rostro en el lavamanos y se propuso permanecer media hora en el ordenador hasta que le doliesen los dedos de tanto escribir. VAMOS, HENRY, LA NOVELA, LA GRAN NOVELA, TU GRAN NOVELA.
Soltó muchas frases sin descanso, sin pausa, y cada tanto hacía gárgaras con el vodka helado que tenía al alcance de la mano. Quería quitarse el sabor a tomate que ardía dentro de su boca.
El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
Tecleó con gesto exasperado. Miró el reloj y suspiró con tristeza. Leyó todo lo escrito. Asintió. Escupió en la alfombra y después borró por entero el archivo. Se asomó a la ventana. Los edificios le parecieron de un lujo inaudito. Todos, especialmente el edificio que se encontraba frente a su hotel. Todos, excepto un edificio color ocre que se encontraba a su derecha y que semejaba la piel de un moribundo.
Henry abrió los brazos como para absorber la brisa entera de Madrid y disipar la pesadilla, el ridículo vivido la noche anterior cuando antes de acostarse comprobó en Internet que aquel asqueroso gazpacho debía beberse frío.
Un aire espeso vibró dentro de sus pulmones. De nuevo se le revolvió el estómago y sintió un gato saltando en sus costillas. Se asomó al balcón, volvió a vomitar pero con un estilo tan grácil que Henry supuso que si alguien pudiese mirarlo supondría que padecía un ataque de tos.
En el edificio de enfrente, Alejandro acariciaba la pared de su ático; contemplaba su Barceló, su Tàpies, pensaba en la rotundidad de ese Ferrari que ocupaba su plaza de aparcamiento, palpaba la escultura de Brancusi que había adquirido en una subasta, y poco a poco se iba llenando de una felicidad infinita hasta que descubrió a un hombre vomitando en la planta sexta del hotel. Se echó hacia atrás, como si a pesar de la distancia temiese salpicarse. Arrugó el entrecejo y maldijo apretando las mandíbulas.
La imagen de ese hombre mestizo, barrigón, arrojando litros de un líquido viscoso, le amargó sin remedio el principio del día. Imaginó que su mano era una pistola y fingió disparar dos veces sobre el rostro del impresentable.
Alejandro tenía ocasionales fantasías homicidas. Unas cinco, seis veces a la semana. Con olvidadizos clientes, con conductores lentos, con nacionalistas canarios, con incumplidos textileros, incluso con ese alcalde idiota que cada tanto lo amenazaba por el minúsculo asunto de unos terrenos que él se negaba a devolver.
Suspiró y se colocó una corbata oscura con un murcielaguito muy pequeño dibujado en uno de sus bordes.
Volvió a suspirar.
El caso de su esposa Candelaria era totalmente distinto. Tan solo alcanzaba a imaginar que ella sufría una llamada religiosa y que después de realizar un voto de pobreza se retiraba a un lejano convento, rodeada de infranqueables montañas, ríos, cascadas tumultuosas. Así, él se transformaba finalmente en un hombre pleno, libre. Pero cada amanecer Candelaria abría los ojos y repetía esa frase que Alejandro odiaba con todas sus fuerzas:
—Buenos días te dé la Virgen, mi niño. ¿Quieres que desayunemos gofio con leche?
Y esa mañana, después de escuchar una vez más la voz de su esposa, de comprobar que nunca se marcharía a un retiro religioso, Alejandro respiró hondo y volvió a tropezar con la imagen de ese tripudo que vomitaba sobre la calle.
Con el puño aplastó una hormiga que caminaba por su terraza. Tengo que hacer algo, tengo que inventar algo para alejar a esta mujer, pensó.
La luz de la mañana saltó sobre la habitación. Simao se frotó los ojos. Contempló la ciudad: sintió que desde sus contornos volaba un aire triste, seco, vidrioso. En uno de los edificios que se veían desde su ventana contempló a un hombre que daba un puñetazo en el balcón.
Miró la hora. Las ocho. Se le había hecho un poco tarde. Miró a Yasleitzi y le dio un beso. Lástima no poder desnudarla en ese preciso instante porque en el colchón de al lado dormían su hermano Eugenio y su cuñada y un poco más allá roncaban su padre, su mamá y hasta el envejecido Tarzán, que cada tanto movía su cola como si espantase una mosca.
Simao caminó hasta el baño y se cepilló los dientes mientras silbaba el Concierto para viola de Bartók. Lo hizo con prisa; su trabajo se iniciaba en pocos segundos. Llegó al minúsculo salón. Tomó el bate de béisbol; se concentró y después de contar hasta diez, comenzó a darle feroces golpes al suelo. Uno, dos, tres, cuatro. Descansó, luego otros cinco golpes. Volvió a descansar. Otros seis golpes. Abajo escuchó los alaridos y maldiciones de la señora Mary Carmen. Golpeó con más fuerza. El sudor le cayó por la frente. La mujer continuó gritando y soltó un llanto histérico y furioso.
Simao regresó a la ventana. Distinguió a un hombre que vomitaba en uno de los balcones del hotel de enfrente. Parecía llevar un buen rato en ello a juzgar por el rastro que iba dejando en la acera: una isla color ocre que crecía hacia el asfalto.
Buena idea, no se me había ocurrido, sonrió jubiloso. Se asomó lo más que pudo en su propia ventana y apuntó a las macetas de la señora Mary Carmen. Hundió su dedo en la garganta pero aunque experimentó un par de arcadas no pudo vomitar. Anoche no había cenado.
Escupió un par de veces y acertó en los girasoles de la vecina. Algo es algo, pensó.