literatura venezolana

de hoy y de siempre

Deshabitados (fragmentos)

Nov 11, 2024

Arnaldo Jiménez

Primer libro. Ataduras de carnaval. I

Con sus cantos iban limpiando el eco humo del aire; bramando iban, regando un llanto fingido que los siglos han sedimentado sobre las calles: «¡ya se murió!, ¡ya se murió!» El cuerpo empalado bailaba al son de su muerte. En cada extremo del barrio una máscara plena de poderío, un gesto trazado con el óleo de las sombras. En las casas los rincones estaban adornados con cruces de palmas y en las puertas de la calle, por dentro, colgaban maracas bendecidas y enlazadas con cintas tricolores. ¡Hay que enterrarlo!, ¡hay que enterrarlo! Los santos se han bebido todas las llamas de los altares. La lluvia menuda empezaba a acostarse sobre sus acostumbrados recorridos. La noche era la masa de gente que se movía como coágulos de penas en el corazón. La luna cruzó vidriosa las pieles, se hundió argéntea en las pupilas y siguió menguando en el sudor. Hay que mecerlo en su hamaca de resucitar. Entrechocaban los palos y el tambor chozpaba sobre su propio enojo. Las manos convulsionadas caían sobre el cuero, el aliento de los cuerpos se abría y los pulmones asumían sus condenas. «¡Ya se murió!» ¡Vete, alma, resquebrájate el tiempo! La hamaca descansaba en el suelo y el cuerpo se quemaba en el hueco de trapo: estremecía su volver y mostraba la membrana deshecha de los celos. Las negras lloraban y emitían largos gritos de lamento antes de que el embiste del tambor llamara a la alegría.

Si se hubiese tratado de una procesión del Santo Cristo, seguramente Gildo Ramírez hubiese pedido unas piernas, la culminación de su parálisis, hubiese pedido otra rótula sin deformaciones, llena de sobresaltos y apuestas, pero era el martes de carnaval, cuando todos los nombres se borran, los espejos se desenvuelven y los rostros se desfiguran. Crecido y amado en silla de ruedas, Gildo Ramírez contemplaba, pasivo, el mover de las personas que le atropellaban. Algunas mujeres le acariciaban el cabello lacio, opacado por el salitre, sacudían sus nalgas de carne ritual y afanaban frente a él sus senos alucinados. Dany Sanveniste reía a su lado y tamborileaba aquella espalda casi encorvada y embozada en una franelilla roja. Mientras Dany empujaba la silla, Gildo intentaba en vano enderezar hacia la izquierda la torcedura de cuello, que contrastaba con el rictus de la boca con la que entonaba un gorgoreo incomprensible y mostraba su curva halada en sentido contrario y elevada hasta casi alcanzar la sien. «Ya se murió, ya se murió», balbuceaba. Esquivaban brocales y traspasaban pequeños montículos de basuras. En un costado de la silla la botella de ron reducía su marea y la desplazaba por las venas de Gildo Ramírez y Dany Sanveniste. Sus risas eran torpes disfraces que pulularon en el aire hasta desvanecerse en la humedad traída por la llovizna.

En una esquina cualquiera del barrio San Millán, Nolasco Ruiz, después de haber regresado de un ataque de epilepsia, fijó su mirada en el destello metálico de la silla que ya estaba estacionada y rodeada por un sórdido apelotonamiento de seres hediondos a salitre oscuro y a hervidero de tambor, que retumbaba la gravedad de sus colores. Entonces ocultó sus ojos con unos lentes negros que había encontrado en el piso, se acuclilló para divisar a través del enredijo de piernas veloces y precisas las escenas de ascuas que la ventana de la realidad le ofrecía. Estiró su cabello hacia atrás, fumó el cigarro que le habían obsequiado y fue asaltado por el corrillo de los negros: «¡Ya se murió, ya se murió!» Usurpó ese canto y sus ojos zigzaguearon por entre las figuras que dibujaban los danzantes. Casi agachado desplazó su perspectiva de modo que pudiera observar sin ser detectado. Irguió su lamento, el peso enorme de las costras que llevaba en el alma. Ya su canto era un río afónico, una emanación de cristales rotos. Sus pupilas quedaron aseguradas con arandelas de curiosidad en el ritmo de la nuca de Dany Sanveniste y seguía los trazos de sus movimientos: la nuca bailaba sus cambiantes signos, «¡Hay que enterrarlo, hay que enterrarlo!», giraba sobre su propio eje de tun, tun, compases desesperados, amurcos firmes en las fibras del aire, tan, tan; «¡Hay que enterrarlo!», y Dany Sanveniste empinaba vocablos de alegría como llevando su corriente hacia la vasija de los recuerdos; bajaba hasta el rostro de Gildo y continuaba: «¡Ya se murió!»; revelaba sus risas: «¡Ya se murió!», murmuraba complicidades, ciertas promesas de una vida mejor para él y para su madre. Nolasco miraba su propia ofuscación, una elección desgarrada, el ropaje de sus manos allí desasido y pisoteado como el vendaje de un rechazo. La rabia sonaba fuerte al salir por sus aurículas y él chasqueaba una deuda,masticaba una maldición.

Dany Sanveniste penetró el corro de negros que bailaban tambor y movían sus alegrías, sus misterios. Giraba buscando el silencio dinámico de las caderas, de pronto sintió que el agua arrojada por los vecinos desde las puertas y ventanas, corría por su cara en chorros que espesaban más el tono de su piel; la camisa pegada al pecho fue arrancada de un tajo. El negro humo fabuló el rostro de Dany Sanveniste: estaba dejando de ser, se perdían sus gestos, los cauces de su mirada… Gildo Ramírez movió las ruedas de la silla con sus manos. La corriente de personas lo violentó hacia otra aventura y el escenario de sus piernas estáticas naufragó sin querer por una calle que pareció surgir en ese instante para que él recorriera con sus ojos los puntos cardinales de la incertidumbre. El metal de su silla sonó seco como una trampa en la oscuridad. La hamaca volvía a remecerse en el aire, «¡Ya se murió, ya se murió, hay que enterrarlo!» La sangre de las nubes nimbaba a los bailadores: dos negros peleaban por el amor de una mujer, danzaban, daban vueltas, chocaban sus veras con violencia, atrasaban y adelantaban, brillantes, confusos. Entre las jaurías de sombras el plateado de la silla proseguía su rumbo sin control. El corazón de Gildo golpeaba el cuero del pecho, entrechocaba los palitos de sus costillares y los ojos buscaban desesperados dónde asirse, buscaban con ansiedad la revelación de un rostro. Dany casi purificado por el aguardiente, sentía que se soltaba de su ayer, que accedía a su sangre por un costado desconocido y yacía en el suelo con cien manos tatuándolo, mezclándolo al siempre del barrio, con cien labios que redimían los hechizos, con cien senos que le abatían sus hambres y construían las telarañas del rehén.

El cadáver rondaba su soledad en la semejanza de la Colonia, cuando el polvo de las imposibles huidas intentaba blanquear el cuerpo de los negros. «¡Hay que enterrarlo!» Vuélvete reloj adherido a los pies purulentos: reloj blanco, reloj negro; vuélvete cuerpo de martirio, exilio de esclavos. Gildo daba tumbos de silla: lo sacudían, lo atormentaban; Gildo giraba sus vértigos aguazados. Nolasco como un emisario sombrío asedió su carro de miedo y con un aliento invencible lo alejó aún más de la multitud y lo arrojó contra una pared pintada de desolación. Gildo vociferaba su asombro, adivinaba el rostro, quería descubrir la voz. Los resortes de la mudez se desarticularon y Nolasco Ruiz los cubrió con la grasa de la muerte. A lo lejos se escuchaba el canto a la piel mitológica. Como dos gallos rellenos de fuego los negros intercambiaban sus lugares en la batalla; los golpes de las varas sonaron el anverso y el reverso y marcaron sus disputas.

Nolasco tumbó a Gildo, quien con su cuello torcido y sus brazos de raíces nudosas, logró verse en la superficie de los lentes oscuros y de alguna manera comprendió que se estaba hundiendo en el charco de la noche. Gildo abrió los brazos para que lo levantara y no tuvo tiempo de sonreír: sobre él cayó un bloque enardecido y la maquinaria de sus horas se detuvo en la clavija del adiós. La sangre derramó su lumbre que fue vencida por las aguas que el carnaval del cielo dejaba caer sobre el barrio San Millán. En el suelo, su rostro de no volver; encima, el carruaje con su malaventuranza, aliado a sus torceduras. Nolasco comprendió que su amor había errado el porvenir. Bajó el torso hasta el pavimento y probó la sangre que manaba la cabeza; en su lengua los sueños de Gildo desvanecieron sus últimas claridades. Nolasco cargó consigo el bloque del final: cada vez que veía un pozo de agua, restregaba el bloque y el cemento desprendía sus huellas fragmentadas en las piedritas. La lluvia continuó su complicidad y entró por la herida de la víctima y una vez dentro, al igual que en las nubes, le dejó en el corazón la promesa del cielo.

Nolasco apenas podía con el peso de su culpa: corría con la boca abierta y continuos hilos de saliva brotaban con las arcadas y caían sobre el pecho con sus lastimaduras, caían dentro de los huecos de cemento del bloque que, como fosas diminutas, también albergaban sus quejas, los tajos amargos de su garganta. Zarandeaba, tosía. Desmoronó el arma homicida hasta en sus más íntimas partículas de pesadilla y casi desangró las palmas de sus manos queriendo borrar el último pálpito de las sienes de Gildo. Un oleaje de bascas se agolpaba en su boca, el ácido raspaba el tubo de la tráquea y llegaba a las ventanas nasales; desde allí, él las espetaba con fuerza hacia el piso donde la lluvia repiqueteaba sus picos de plata, su bautismo violento. «¡Ya se murió!», escuchaba a lo lejos, «¡Hay que enterrarlo!», pero no lo hizo. Quizás hubiese sido mejor empapar el cadáver con la temperatura de lo profundo. Gildo recibía la bondad de la lluvia, miraba lo oscuro con sus ojos en vuelo y respiraba la nada con su nariz apegada a
las emanaciones del asfalto.

A diferencia de Gildo, el muerto que zangoloteaba en la hamaca resucitará el próximo martes de carnaval. El betún de petróleo y el licor del placer habían maniatado a Dany Sanveniste, quien bajo los efectos adormecedores del alcohol y la lluvia, regresó por su aliento anterior. La imagen súbita de Gildo le asaltó los latidos y le elevó los ojos hasta las premoniciones del miedo. Corrió en sentido contrario a la corriente bailarina de personas, cuyos rostros de albayalde y gestos de humo intentaban alcanzar al caballo del tambor, indetenible, ataviado de prodigios. El cuerpo flaquísimo de Dany dibujaba un zigzag cosido por el hilo del presentimiento. La mirada iba adelante, expulsaba su propia intemperie. Así llegó a la esquina que curvaba hacia el más allá. Miró en todas las direcciones y caminó pleno de apremios, con pasos que interrogaban al aire: «Gildo, ¿qué te has hecho? ¿Por qué te dejé solo?, ¿por qué?». Y caminó como en una pesadilla, recorría un laberinto de agua, predestinando tristezas. Vociferó rompientes de llamados, grito en cuello, voz en lamento. Al fin inhaló la bruma de un umbral: casi contra la pared, sin la silla de ruedas y enmarañado en su adiós, yacía Gildo Ramírez, con su piel de auténtica ternura deshaciéndose de su ser. La mirada ya solo lucía el aire de desierto que los rostros soplan en las miserables despedidas.

Sobre el autor

Deja una respuesta