literatura venezolana

de hoy y de siempre

La galera de Tiberio

Enrique Bernardo Núñez

Primera parte (I)

Era en febrero de 1930, durante las maniobras de invierno de la flota americana en la zona del canal. Terribles desastres en la Bolsa de Nueva York amenazaban dar en tierra con las más sólidas previsiones. Se trataba de rechazar el ataque de una escuadra y probar la eficiencia de las fortificaciones de tierra. En los diarios numerosos Warning, para indicar las zonas de peligro. Desfilaban los furgones arrastrados por mulas relucientes. De vez en cuando un centinela. Buques-tanques procedentes del Lago de Maracaibo y de Cartagena de Indias. U.S.A. Dragas, remolcadores, fraguas. El ruido de los aviones mostraba un cielo abandonado de cuervos. Se les veía en largas filas por el camino del Fuerte Amador que bordea un campo de golf. La costa cubierta de nubes artificiales. Los judíos de Panamá esperaban ansiosos el fin de las maniobras, pues entonces los marinos irían a tierra con raciones de dos semanas y la sangre enardecida por el sol y la continencia. Un ejército de prostitutas penetraba en la ciudad. La policía arrestaba diariamente a unas cuantas. Se permitió trabajar los domingos.La flota era uno de los recursos del comercio panameño. Si la flota desapareciese o las maniobras llegaren a prolongarse, el comercio se declararía en bancarrota; no podría pagar los impuestos. Los diarios dedicaban a este problema sus editoriales —sin duda el Almirantazgo debía tomarlo en cuenta— y los antimperialistas no hallaban manera de conciliar sus tendencias con los intereses del comercio y del fisco.

Una de aquellas tardes llena de vaticinios —precisamente el mismo día en que la flota negra destruyó teóricamente las defensas del canal— tuvo el encuentro singular del cual se deriva parte de este relato, o mejor dicho, uno de los encuentros, pues ellos coinciden de tal modo que es imposible dejar de señalarlo, ya que los hechos y las imágenes exteriores se conciertan a veces de un modo extraño y corresponden a nuestros pensamientos. Hacía tiempo lo observaba. Caminaba delante de mí por el mismo sendero de árboles, un grasiento overall azul, hundido hasta las cejas un viejo fieltro de soldado. Las facciones de dios marino, orgulloso y joven. De pronto se detuvo y me enseño su pipa con gesto desolado. Le ofrecí tabaco y él lo tomó con avidez. Sus palabras salieron lentas y llenas de humo:

—Es la galera…

Y, tras un momento de silencio, añadió en voz baja para recompensarme, sin duda, con su confidencia: La galera de Tiberio.

Le miré con desconfianza y vi un relámpago brillar en sus ojos. Al mismo tiempo divisé una especie de portaviones que se deslizaba fuera del canal. Al parecer nada tenía de común con las famosas naves ponderadas de los antiguos, movidas por varias órdenes de ramos y algunas tan grandes como la que llevó de Egipto el gran obelisco, hundida, según refiere Suetonio, al construirse el dique de Ostia en tiempos de Claudio. Pero la idea de una de esas naves doradas y magníficas atravesando el canal, orgullo del siglo XX, me dejó absorto. Sabía que estaba en una de esas épocas en que el mundo cambia y las palabras del obrero me ponían ante el drama universal, intacto.

Ocurría esto en las alturas de Balboa, el Quarry Heights, la colina silenciosa de recodos agrestes y jardines rodeados de palmeras, donde están las oficinas del Estado Mayor. Para el hombre del norte, el trópico es un animal rebelde al cual es preciso enseñar hábitos disciplinados. Desde el extremo de la colina se abarca el panorama divulgado a todos los vientos y adquirido en las estaciones por los turistas de todo el mundo: las esclusas de Miraflores y Pedro Miguel, más allá de los valles cubiertos de bungalows —de un verde litográfico— ; de las armaduras de acero y las chimeneas prodigadas por las cuales se escapa y flota en vapores caliginosos el pensamiento de hombres y máquinas.

El sol iba a desaparecer tras las montañas. Diríase que el sol, en Panamá, tiene dos caras a manera de alguna divinidad asiria. Por la mañana es un chino asomado al naciente —la posición de la ciudad hace que el sol parezca nacer por la espalda2. El Pacifico tiene los ojos oblicuos. El Atlántico —al contrario— es rubio o moreno, pero su sol es completamente blanco. Por la mañana, macerado, amarillento, parece salir de uno de esos conventos budistas de las montañas asiáticas y por la tarde es un hombre blanco y saludable que juega tennis todos los días. Por eso la puesta del sol es mucho más tranquilizadora, pero a toda hora parece decir:

— ¡Qué vía magnífica digna de César!

Animándose gradualmente, el coro de plata de la cigarras surgía de los senderos escalonados; del silencio de los valles. Pronto la noche sofocante iba a surgir de las cuestas y la bahía presentaría entonces su aspecto habitual, llena de luces y orquestas. En el cerro de Sosa la estación de señales indicaba el paso de un buque. Se oyó una campana. Y una visión distante se abre paso a través de los talleres y por encima de los lagos que el poniente volvía a un color escarlata como en otro tiempo enrojecía las velas de los buques piratas: los campos natales empurpurados de ciruelas. Atajos que bajan hasta el río y el canto de las cigarras era como ahora vivo y profundo.

Ya los Reading Rooms estaban alumbrados y las esclusas brillaban también entre la bruma. Ni un avión en el cielo. A su vez el desconocido proseguía sus observaciones. Primero, al oír una campana, sus cejas se enarcaron. Después su mirada se ensombreció.

—El canal está cerrado hace una hora, pero a éste le han dado paso. Hay mucha niebla —añadió con aire sarcástico— y los faros resultan a veces insuficientes. Los navíos parten de Cristóbal cada media hora aproximadamente y así hasta las once de la noche…

En efecto, allá abajo en Miraflores, había funcionado todo el mecanismo, tan fácil que un niño puede manejarlo. Las puertas blindadas giran lentamente. La cadena, cada uno de cuyos eslabones pesa cien libras, se tiende de una parte a otra mientras por las compuertas escapan con estrépito las aguas del Chagres. El buque así protegido, encerrado en la esclusa, se eleva o desciende, encuentra su nivel y pasa.

Tras la isla de Flamencos las luces de los acorazados brillaban en un azul intenso. El buque misterioso iba, pues, a pasar junto a la flota. Se oyó el ruido de un avión. Después otro y otro. Un reflector surgió de pronto en los confines blancos de naves. Luego se entrecruzaron varios dirigidos al cielo y al mar. El desconocido movió la cabeza e hizo un signo vago. Sus facciones se borraban en la sombra. Permanecía inmóvil siguiendo con los ojos aquella cauda de los aviones, la cual se movía de un lado a otro. Era preciso caminar largo rato para llegar hasta los barrios de los Restaurantes y Club-houses. Balboa y Ancón. La policía observa cuidadosamente a los transeúntes. Cada hombre a pie es sospechoso de llevar cuando menos un contrabando de licores o de billetes de lotería. Abajo, entre los árboles, se distinguían las salas del hospital Gorgas. Las cigarras continuaban su himno de la primanoche.

A la mañana siguiente los diarios anunciaban la caída de un avión a doce millas de Balboa. No había sido posible rescatar el cuerpo del piloto, el teniente de aviación Charles Evans.

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