literatura venezolana

de hoy y de siempre

Vidas oscuras

José Rafael Pocaterra

Capítulo I

—¡No, no es Chamizas!

Y don Crisóstomo se quitó de sobre las cejas la mano que le servía de pantalla. En cambio Juan García porfiaba:

—Fíjese bien; aguáitele la cobija que carga lo colorao pa juera, ¿no está viendo el caballo zaino barrigón?

Por el camino, en lo alto de la cuesta que remataba la casa del hato, aparecía y desaparecía, atravesando los chaparrales el peón Chamizas.

—Hombre, es raro —observaba don Criso—; no tiene tiempo de haber ido y vuelto a San Diego.

Ya cerca a pocas cuadras del paradero, le gritó:

—¡Tú vienes del pueblooo…!

Chamizas, empinado en los estribos, decía a gritos algo que el viento fuerte de la sabana le arrebataba de los labios. Por fin tramando la bestia se acercó; apeóse de un salto y sacó de la faItriquera un pañuelo de Madrás, dentro del cual, cuidadosamente doblada, traía una carta. El papel tembló un poco en la mano insegura del viejo; fue releído y visto varias veces: …éste tiene por objeto después de saludarlo en unión su familia de participarle que le interesa mucho venir al pueblo cuanto antes mejor. Memoria a la familia, su seguro servidor y amigo que le desea salud. Estranón González.

Casi deletreando terminó de leer aquella carta. Era extraño; precisamente esa misma semana tuviera un altercado con el general Estranón, quien desde su nombramiento de Jefe Civil no hizo más que hostilizarlo; ya por el degüello de ganado vacuno, ya encubriendo feos abigeatos, bien atendido a chismes de colindantes que acusaban al viejo Criso de parar rodeos en sabanas ajenas. Y ahora le escribía de aquel modo…

—¡Mire, comadre!

La vieja Dolores respondió desde la cocina; con su paso afanado atravesó el corredor para ir a ver… También a ella le extrañaba el papel. Juan García interrogaba a Chamizas.

—Pero, bueno, ¿no fuiste al pueblo?

—Gua sí, pero hoy el general Estranón me despachó con una carta diciéndome que era cosa de apuro.

Sí, seguramente era cosa de apuro. Don Criso mandó a ensillar la mula y resolvió que le acompañara Juan García con el güinche. En aquellas disposiciones para atender al llamado amistoso de una autoridad civil, surgía la profunda desconfianza de las clases trabajadoras. Ya para montar le advirtió a la vieja:

—Esas muchachas que se le pasan ahora en la sabana!

—Fueron a la laguna a bañarse.

—Es que ya tienen más tiempo del necesario. Mándelas a buscar.

Fue su despedida. Al pasitrote, seguido del mayordomo que llevaba atravesado un winchester en el arzón delantero, cogieron el camino del pueblo. El viejo pensaba muy preocupado en aquella llamada. ¿Sería un lazo para arrancarle algo? Le tenían seco: no sólo era el gasto de la casa cada vez mayor, a pesar de haber reducido la familia al hato, alquilando el viejo caserón de los Gárate, el más grande de San Diego; no
sólo era su hermano Juan Antonio que le debía ya como siete mil pesos de préstamos para sostenerse en Caracas, para ir a hablar con Crespo, para llevar la señora a Macuto; también el tal Estranón, antiguo peón sabanero de los Gárate, se le tiraba encima; también, el hijo de peones, el vástago de muchos siervos que encontraron pan y abrigo y protección en la tierra sus mayores, caía ávidamente sobre él, cumpliendo así una sorda e inexplicable revancha de una clase híbrida y ladronesca hacia otra que defiende la propia fortuna, atrincherada en la docena de vagas ideas conservadoras.

Pero cualesquiera que fueran las intenciones de Estranón, él estaba resuelto a no dejarse fregar más… ¡No, imposible, estaba resuelto!

Del hato al pueblo era asunto de legua y media largas. Se atravesaba un banco de sabana taraceado de palmas y chapa, luego el monte del río serpeado por un camino abierto a hacha y machete. Pasando el Guara, a cuatro o seis cuadras, sobre una ladera de tierra rojiza, trepaba el caserío. Chozas cobijadas con palma y una que otra casona destartalada; la la de una sola nave; las pulperías donde se expende queso, cápsulas de revólver, zaraza y mantequilla; la Jefatura CiviI con su mesa coja, un escaparate viejo en cuyas hojas se juntan recortes con el retrato de la secuestrada de Poitiers y el general Crespo; dos cubanos echados a perder en un rincón y el Secretario que eternamente, desde que San Diego fue creado Municipio «en virtud de su notable adelanto, etc…», rasguña sobre el mismo papel florete, al pie de los EE. UU. sírvase pasar en el término de la distancia etc.

Bajo el sol tórrido, al mediodía, el suelo calcinado, los techos pajizos, los árboles de verdor metálico, las aguas perezosas del río, casi estancadas, dan de sí una modorra tan intensa que el ánimo desfallece en quietudes absurdas; la vida parece que se exprime en lo alto del fastidio como un trapo puesto a secar.

Pero don Criso y su mayordomo, preocupados por otro género de ideas, marchaban al pasitrote sin cuidarse de aquella atmósfera de fuego que resquebrajaba los guijarros en los senderos. Y ya entrando a San Diego se vinieron a dar cuenta del camino recorrido.

Muy sorprendidos, subiendo la cuesta por el atajo del Cementerio, vieron un grupo que parecía señalarlos gritando: ¡Ahí viene! ¡Ahí está!

Y de súbito el maestro Anselmo con su violín, Pedrito con el requinto y el negro Cleofe rasgando un cuatro, atacaron el Himno Nacional. Tres cohetes de a cuartillo reventaron en el aire espantando las bestias que paraban la oreja al Gloria al bravo pueblo…. Y Estranón, adelantándose gritó de voz en cuello:

—Viva el doctor Juan Antonio Gárate! ¡Viva el Gran Partido Liberal! ¡Viva el Presidente de la República!

—¡Vivaaal

Y dos cohetes más reventaron opacamente.

—Qué nueva varilla será ésta —murmuraba el viejo malhumorado por aquello del gran partido.

Entonces Estranón se adelantó para saludarlo. Los hizo apear con suma amabilidad:

—Coja esas bestias —le ordenó al policía de la Jefatura —, báñelas y acomódelas en el pesebre de la botica, de orden superior.

—Nosotros nos vamos ya —se excusó don Criso—, tenemos qué hacer en el hato; estamos herrando…

—No, señor, ¡cómo van a irse!, ¡ya tengo un sancocho de Gallina especial!

—Es que.. -y el viejo se rascó maliciosamente detrás de la oreja.

—Nada: es para usté el obsequio; no puede despreciarnos. Allá le daremos la noticia!

¿Una noticia? y ¿cuál podría ser? Necesito doscientas vacas paridas, o bien el gobierno cuenta con seis arrobas de queso. ¡Así eran todas las buenas noticias que de cuatro años a esa parte le venían dando! Sin embargo, había tal halago en el Jefe Civil, veíale tan respetuosamente el Secretario, le miraban sonreídos de tal modo los demás, que temiendo una broma pesada el viejo se vio, no fuera a estar desabotonado y le dijo al mayordomo en voz baja:

—¡Mírame la espalda, no vayan estos carrizos a haberme puesto un muñeco!

Y la desconfianza del viejo comenzó a ceder, cuando instalados a la mesa, frente a un almuerzo groseramente abundante hallacas y perniles de marrano y un costillar ensartado en un palo iba de comensal a comensal para que cortaran su costilla, se le colocó en puesto de cabecera y oyó el discurso que le dirigió el Secretario a nombre del Municipio San Diego de Guara, «este heroico Municipio que dio más de un héroe a nuestra Magna Lucha».

Andrade había nombrado nuevo Ministerio; en el Fomento aparecía el ciudadano doctor Juan Antonio Gárate. Una reminiscencia de la infancia lejana, el recuerdo de los Gárate, don Juan Antonio, seco, avellanado, duro de modales y de palabras, generoso en acciones de valor cuando a las órdenes de Facundo Carnero alanceaba destacamentos federales; doña Margarita, ya avejentada, pero tan llena de bondades, con una severidad que desbordaba en afecto y buenos consejos… Todavía anciana, él se acordaba de las manos lindísimas de su madre.

Don Criso recordaba también a su hermano, siempre en los estudios, el brillo de la casa, el porvenir de la familia, porque él apenas podía preciarse orgullosamente en las discusiones políticas, sustentando alguna opinión «eso dice mi hermano Juan Antonio, porque yo no soy más que buen peón».

Y cuando las exigencias del hermano brillante preocupaban su economía, sacando sus cuentas rudimentarias de lo suplido al hato por Sanoja & González, y las cuenta-ventas de ganado y el producto de la quesera, caía siempre de entre aquellos papeles el recorte que él conservaba de un periódico Auras del Guara, donde Juan Antonio a los catorce años asombró al pueblo con un escrito en el cual interrogaba a Dios sobre la existencia de los curas y llamaba a Nuestro Señor Jesucristo dulce bohemio de Galilea. Aquello dividió la opinión. En la botica hubo discusiones violentísimas; el domingo siguiente el cura no abrió la iglesia; los hombres se indignaron; las vecinas se decían compadecidas: ¡La pobre misia Margarita, cómo sería para ella esto si estuviera viva, manto! ¡salirle un hijo masón…! A pesar de ir contra sus ideas más queridas, don Criso, ante aquellos recuerdos, terminaba por exclamar: «No trabaje, ¡ese muchacho tenía talento desde chiquito!»

Fue un talento alimentado con lo mejor de la herencia paterna. Crisóstomo poseía el carácter rudo y tenaz de su padre; desdobló el coraje del viejo Juan Antonio en pequeñas y valerosas energías trabajadoras. El otro hermano, mimado por doña Margarita, heredó junto con su aire afable un genio vivo, un gusto muy fuera del ambiente familiar, una especie de anhelo por librar su vida de aquel vivir de la madre, tan ajeno a su temperamento, consumiendo años de delicadeza y de inteligencia en un medio reducido, brutal, castigado de sol y de fiebre. Murió, una noche, sola en la fundación. Su marido y el hijo mayor andaban en la guerra, huyendo. Sola con Juan Antonio, que apenas tenía dieciocho meses, agonizó estrechándolo contra sí, comunicándole en aquella despedida muda la angustia del llano y de la soledad…

Convencido por los telegramas que le presentaron, algunos dirigidos a él mismo, y más aún por las afabilidades del cura que en aquel momento entró, entre grandes exclamaciones, el viejo Criso sintió que sus ojos se humedecían y que como retoño nuevo después de las candelas veraniegas, surgía en su corazón ese cariño protector del hermano que nace primero.

—¡Vaya, pues me alegro! —y sonrió por primera vez.

—El general Andrade no ha hecho sino justicia —decía el padre Fuentes Pereira, arrancando a diente limpio un filamento de carne—; verá usté cómo el Señor le ayuda en sus necesidades. Yo lo he recordado mucho en el Santo Sacrificio de la la Misa… —escupió un hueso y agregó— porque el doctor merece eso y mucho más…

La ebriedad vaga comenzaba a apoderarse de Estranón; comprendió que debía decir algo afectuoso, algo político, y prorrumpió dando un golpe en la mesa, quitándole la palabra al Cura:

—No venga con eso, ¡ése es un palo de hombre; por eso estamos nosotros que lo acompañamos hasta donde sea lo, hasta donde mono no carga su hijo!

Deo volente— observó el Cura—; eso no será preciso, caramba ¡yo estoy alegre, créalo usted, yo estoy alegre! —Y vació un vaso de cerveza, sin secarse la espuma que le manchaba el rostro ya barbudo; añadió todavía: —Ahora sí le hacemos el frontis a la iglesia y su nicho para San Isidro, que usted sabe, don Crisóstomo, que es el santo que le tiene más cariño a los Gárate. Cuando el general Gárate vino aquí mal herido, después de Coplé… Comenzó una larga historia donde San Isidro salvaba de la muerte, de la ruina, de las culebras y de los malos panas a muchas generaciones de Gárates.

***

Al regreso, en un pedazo del camino, le acompañaron el Jefe Civil, el Cura, el Maestro de escuela Bachiller Martínez Martínez, don Agapito Brizuela, Agente de Papel Sellado, y varios más… Hubo empeños porque se trajera la familia del hato; ya las muchachas estaban grandes, aquélla no era vida para ellas en aquel monte; hubo ofertas de toda índole.

Al pisar el plan de la Quebrada del Muerto se despidieron todos. Eran una mancha a los lejos cuando el viejo volviéndose en la silla exclamó señalándoselos al mayordomo:

—¿Tú ves toda esa gente?, esos son los amarillos… ¡Siempre nos cargan con la soga a rastras!

***

Entraban al patio de la casa, recibidos con el eterno regocijo de los perros, cuando sobre la laguna espaldera se ponía el sol; un poniente muy rojo, como sangre fresca que salpicaba las hojas, tendía por la sabana líneas violáceas, estiraba cintas de grana sobre el paisaje oscuro reflejado en las aguas; y ascendiendo en matices, o rompíase en una claridad amarillenta o se retiraba a zonas luminosas tras pedazos de un azul ultramar que evoca los crepúsculos de largas navegaciones…

A esa hora, en los hatos, el regreso de peones y de animales adquiere una lentitud de llegada que contrasta con el movimiento interior: ya no es la calma pesada de la canícula que achaparra el panorama y retuesta los cueros estacados en el patio, ni los movimientos vagos de las gentes que trajinan descolgando chinchorros y trayendo bestias a ensillar en la penumbra de la madrugada; ahora chisporrotea el fuego de los fogones, zumba sordamente el pilón y hay sogas que arrastran, animales que se encabritan, razones absurdas de reses halladas no sé dónde, y un cantar y un silbido monótono de golpes bailados en pasadas parrandas, y a veces un grito aislado, y en otras el silencio de la sabana queda como esperando nuevos ruidos.

En la mesa les refirió cuanto había sucedido, no sin olvidar una reprimenda por aquel continuo estarse en la sabana.

—Y se los he dicho; ¡ahora que hay tamo zorro con peste…!

A la mesa rústica la vieja Dolores, con sus eternas hojas de naranja en las sienes; los dos lindos semblantes de las muchachas cuyos labios manchaba la espuma de la leche recién ordeñada, ocultando la risa tras las escudillas de loza. Pero la reprimenda continuaba. No eran como la madre, «que ella sí hacía oficio… o estaban dando brincos como chivos, o dando carreras en los burros del trabajo, o montándose en los palos para coger matajeyes».

La mayor, María de Jesús, se excusaba al fin refunfuñando: «quién es la que hace todo cuando usté no está aquí»; que saliera a caminar porque no hallaba qué hacer, eso no tenía nada de malo, la que se encaramaba en las matas era Cándida Rosa y ella la que la convidaba a ir a la laguna.

Y como la regañara, ésta se vino hacia él, le echó los brazos por el cuello y lo fue contentando con razones improvisadas:

—Sí fuimos a bañarnos, pero Chucha me metió miedo porque y que salían babas, que ella las había visto; por fin ella fue la que se bañó. Nos dilatamos por eso, viejito bravo, nos dilatamos por eso… —Y le tiraba de una guía del cano bigote, y le abotonaba la blusa y por último se le sentó en las piernas. Pero el viejo haciéndose todavía el amostazado, le plantó en el suelo:

—¡Siga así y no coja juicio; que yo le voy a hacer perder los brincos…!

Poniéndose colorada le sirvió el café, muy seria. Tan seria que por fin el padre la cogió de una oreja jugando. La vieja Dolores le hizo cargos:

—Ya ve, compadre, que usté tiene la culpa para que mañana no me la eche a mí; si sus muchachas le salen como le salen es porque usté las consiente. Ahí estuvieron; dos veces mandé a Chamizas para que les gritara que se vinieran después que ustedes se fueron, y ahorita, un poquito antes de usté llegar, fue que me hicieron caso.

Iba él a disculparlas, pero las dos protestaron vivamente; empezaron a regañar con la vieja. Por cambiar de conversación, les dijo que se prepararan para irse, que se las llevaba para el pueblo…

Animadamente, con la viveza de un deseo muchas veces manifestado, acogieron la idea. Sobre todo Chucha, quien declaró que ellas se iban a morir metidas en aquel monte, que ella no se iba a ocupar más de peones ni de nada porque hasta cuándo iban a estar enterradas allí. Hablaba con esa autoridad que adquieren los primogénitos a costa de las pequeñas y cariñosas claudicaciones de la familia. Tras las facciones juveniles, se acentuaban los rasgos graves de su padre, y la mirada los ojos pardos, grandes, muy ovalados, a veces tenía la fijeza imperativa de los ojillos grises del viejo.

***

Días después se trasladaron al pueblo. Una madrugada fría; el ciclo se aclaraba en un reflejo amarillo, leve; los bueyes de la carreta rozaban con el hocico bajo las hierbas, y de la costa del río, las chenchenas daban un canto que crujía como madera seca… De tiempo en tiempo, por entre dos matas lejanas, un venado huía a todo correr.

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