Denzil Romero
1
A la hora en punto prevista de aquel sábado, 30 de agosto de 1828, día de Santa Rosa de Lima, patrona de América, y de los santos Pelayo, Arsenio y Silvano, mártires, como bien recordara el muy Reverendo Arzobispo de Bogotá doctor Fernando Caicedo al inicio de la reunión, declaróse abierta la sesión instalatoria del Consejo de Estado que, en lo adelante, supliría al Congreso Nacional, por obra del Decreto Orgánico que S. E. Simón Bolívar, Libertador Presidente de la República de Colombia, etcétera, etcétera, etcétera, promulgó tres días antes para llenar el vacío de poder congresal producido; en uso de sus facultades legales conferídales por la Magistratura Suprema que habíale otorgado el pueblo «a causa de los derechos esenciales que siempre se reserva para libertarse de los estragos de la anarquía, y proveer de modo posible a su conservación y futura prosperidad, &., &., &.», y a fin de que él, el héroe, el padre, el colombiano más capacitado y de mayor poder, &., &., &., «consolidara la unidad del Estado, restableciera la paz interior e hiciera las reformas que considerara necesarias», &.,&., &.
Un rayo de luz vesperal lluvioso se filtra por la ventana del salón e ilumina la escuálida y terrible figura de quien tiene en sus manos la máxima autoridad de la República. ¡Aquí estoy!, parecía decir mudamente al tiempo que disparaba los fusilazos de su personalidad hipnótica sobre el resto de los consejeros presentes en la capital y con los cuales habría de celebrarse la ceremonia instalatoria: José M.ª del Castillo y Rada, Presidente del Consejo de Ministros y, por tal, también nombrado Presidente del de Estado; José Manuel Restrepo, Secretario del Interior; General Rafael Urdaneta, Secretario de Guerra; Estanislao Vergara, Secretario de Relaciones Exteriores; Nicolás M. Tanco, Secretario Interino de Hacienda; amén del ya nombrado Arzobispo de Bogotá y de José Rafael Revenga, Francisco Cuevas, Joaquín Mosquera, Jerónimo Torres, Félix Valdivieso y Martín Santiago Icaza.
Los presentes no pueden eludir el estremecimiento que provoca aquel rostro demacrado cuyos ojos, no obstante, conservan un fulgor insolente. Cierto era que el poder de su personalidad se proyectaba sobre el grupo como chispas que, fulmíneas, saltan en una fuslina.
A la cabeza del gran mesón de caoba, con columnas torneadas sobre dos trípodes de patas de curva cabriolés, inicia el discurso de instalación. Mide el efecto de sus palabras como si dirigiérase a una multitud congregada más allá de las paredes del gran salón tapizadas con colgaduras de seda amarilla que llegan hasta el techo, más allá de los listones de terciopelo azul pálido que festonean los cuatro lados de la pieza, más allá de las ventanas recubiertas de cortinas color paja o del riquísimo enmaderado repleto de doradas molduras y bajorrelieves de personajes griegos. Sí, por el tono encendido de la voz y la copiosidad de sus gestos desmesurados, dirigíase a una muchedumbre imaginaria y no sólo a los honorables consejeros, sus adláteres allí congregados.
—¡Colombianos! —dijo como quien inicia una proclama—. Las voluntades políticas se habían expresado enérgicamente por las reformas institucionales de la Nación: el Cuerpo Legislativo cedió a vuestros mandatos ordenando convocar la Gran Convención, para que los representantes del pueblo cumplieran con sus deseos, constituyendo la República conforme a nuestras creencias, a nuestras inclinaciones y a nuestras necesidades: nada quería el pueblo que fuera ajeno de su propia esencia. Las esperanzas de todos se vieron, no obstante, burladas en la Gran Convención, que al fin tuvo que disolverse, porque dóciles unos a peticiones de la mayoría, se empeñaban otros en dar las leyes que su conciencia o sus opiniones les dictaban. La Constitución de la República ya no tenía fuerza de ley para los más: porque aun la misma Convención la había anulado, decretando unánimemente la fuerza de su reforma. Penetrado el pueblo entonces de la gravedad de los males que rodeaban su existencia, reasumió la parte de sus derechos que había delegado: y usando desde luego la plenitud de su soberanía, proveyó por sí mismo a su seguridad futura. El Soberano quiso honrarme con el título de su Ministro, y me autorizó, además, para que ejecutara sus mandamientos. Mi carácter de Primer Magistrado me impuso la obligación de obedecerle, y servirle aun más allá de lo que la posibilidad me permitiera. No he podido por manera alguna denegarme, en momento tan solemne, al cumplimiento de la confianza nacional: de esta confianza que me oprime con una gloria inmensa, aunque al mismo tiempo me anonada, haciéndome aparecer cual soy.
A sabiendas de que los dados estaban echados y de que era él el único verdadero poder existente en Colombia, S. E. quiso lucir comedido, tomó un trago de agua y, con especial afectación, continuó:
—¡Colombianos! Me obligo a obedecer estrictamente vuestros deseos legítimos —y, mirando de frente al muy Reverendo Arzobispo de Bogotá que, arrellanado en un sillón de copete rococó, echó la cabeza hacia atrás como para ganar más altura y se sonrió sardónicamente al recordar las antiguas andanzas masónicas de S. E., su fama de librepensador, la eliminación de los conventos menores y sus otras no pocas arremetidas en contra del clero y la Santa Madre Iglesia—. Protegeré vuestra sagrada religión como la fe de todos los colombianos, y el Código de los buenos: mandaré a haceros justicia por ser la primera ley de la naturaleza y la garantía universal de los ciudadanos.
Y sin olvidar el desbarajuste financiero que existía en la República, la pesada deuda externa, el descenso de la renta, la improductividad de las mejores tierras de cultivo, las secuelas de la guerra, el desabastecimiento, el hambre y el desempleo, algo se vio obligado a decir también sobre la penosa situación económica. Dado el momento no podía hacerse el sueco, aunque así lo hubiese preferido:
—Será la economía de las rentas nacionales el cuidado preferencial de vuestros servidores; nos esmeraremos por desempeñar las obligaciones de Colombia con el extranjero generoso.
Tampoco podía pasar por alto los crecientes comentarios de sus enemigos sobre las supuestas pretensiones monárquicas que él tenía y su afán de perpetuarse en el poder como si fuese éste, en verdad, un lecho de rosas:
—Yo, en fin, no retendré la autoridad suprema sino hasta el día que me mandéis devolverla; y si antes no disponéis otra cosa, convocaré dentro de un año la Representación nacional.
»¡Colombianos! No os diré nada de libertad; porque si cumplo mis promesas, seréis más que libres, seréis respetados; además, bajo la dictadura, ¿quién puede hablar de libertad? ¡Compadezcámonos mutuamente del pueblo que obedece, y del hombre que MANDA SOLO!
Pálido y no sin cierta agitación, S. E. recibió los aplausos y zalemas de los honorables consejeros. Después, meditó un tanto sobre las ideas contenidas en el discurso y las felicitaciones recibidas y pensó para sí que todos, él y los consejeros, eran unos cínicos redomados. Se sentía casi una hiena, una hiena estercolera. Nunca antes en su vida había pronunciado un discurso tan obsceno. Y para conformarse pensó que la obscenidad era inseparable de la política. Inmediatamente, exhortó a los señores consejeros para que continuasen sesionando a fin de debatir el Reglamento Interno del Consejo, pidiendo permiso para retirarse.
«¡Compadezcámonos mutuamente del pueblo que obedece, y del HOMBRE QUE MANDA SOLO!», la obscenidad y la política, la libertad y la dictadura, la monarquía y la república, eran ideas que ahora le bullían en la mente. Se sentía apesadumbrado, como si una inminencia hosca le cercara, como si el pan se le quemase en la puerta del horno, como si la resaca de todo lo sufrido se le hubiese empozado en el alma. Veíase a sí mismo un día ya sin ojos, sin nariz, sin orejas, relleno de negror, ya sin aullido. No eran fáciles las circunstancias que había vivido en los últimos meses. Hay horas así en la vida, se consoló. Las horas de Los Heraldos Negros que nos manda la muerte. La hora en la que Nada altera el desastre. Horas en las cuales todo lo que ocurre tiene algo de Apocalipsis y uno se siente inclinado a decir no importa qué o, quizá mejor: Silencio. Aquí todo está vestido de dolor riguroso.
A duras penas subió la escalera principal y alcanzó la puerta de su alcoba.
2
«¡Vamos, amigo!», se dijo S. E. con mucha altivez, al tiempo que veía su imagen reflejada en un espejo de la antecámara. ¿Hasta cuándo quiere estar triste?, se preguntó. Mal que bientodo ha salido a la medida de sus deseos. Colombia subsiste. Los federalistas, Santander a la cabeza, no han podido salirse con la suya. La Convención nefanda terminó por disolverse. Todos los pueblos le aclamaron a usted y le pidieron que se convirtiera en su salvador. El mando supremo está en sus manos. Hay chismorreos en su contra. Pero ¿qué importan los chismorreos?
Se mantuvo frente al espejo un rato más tratando de darse ánimo. A la postre, trató de encontrar otra escapatoria. Buscó acomodo en un asiento cercano a la estufa de mayólica blanca rematada con un amorcillo arrodillado. Cómodo se sintió, entonces, con el calor que desprendíase del calentador. ¡Qué bueno un poco de tibieza en la fría noche bogotana! Todas las noches bogotanas, incluso las estivales, son de una friura intensa. Con el bienestar del calentamiento, procuró escudarse en la memoria. Y porque la memoria tiene una decidida inclinación a lo heroico, diose a recordar sus anteriores triunfos: los de la Campaña Admirable, cuando, exiliado y sin recursos, se vino a Cartagena de Indias para conseguirlos y con la precaria ayuda recibida pudo reconquistar por ejemplo Venezuela, y por ejemplo sus grandes batallas: Boyacá, Gámeza, Pantano de Vargas, Carabobo, Junín y Ayacucho; el increíble Paso de los Andes, sólo comparable (quizá) con el Paso de los Alpes por Aníbal; sus no menos deslumbrantes aciertos políticos: el Congreso de Angostura, la fundación de Colombia, la creación de Bolivia, su victoria diplomática frente a San Martín, y la Campaña del Perú…
Mas, por una elemental ley de asociación mnemotécnica, también pensó en Napoleón. Y el Napoleón que se le vino a la mente no fue el gran capitán del principio, el de las casi milagrosas campañas italianas y el de la conquista de Egipto, sino, justo, el Napoleón de la derrota, el que arrastró a los ejércitos franceses hasta el fondo de las nieves para ser aniquilados por los rusos, el que dirigió aquella guerra solapada y sucia contra España, el de Waterloo y Santa Elena; el Napoleón que hizo decir a Molé, uno de sus antiguos auditeurs, que él «se preocupaba mucho menos de dejar detrás de él una raza, una dinastía o la dignidad de un pueblo, que un nombre que no tuviera igual y una gloria que no pudiera ser excedida»; el que exigía a Gros, excelso pintor, que retirase de sus cuadros a los generales —de los que se sentía celoso— y requería ser pintado en el centro; el que se hizo coronar emperador por el propio papa y, en un acto de soberbia inusitado, le quitó la corona para ponérsela él mismo (tal como lo pintara David); el que durante la Consagración, hiciese circular por las calles de París una estatua monumental colocada sobre un carro, una estatua de él mismo, desnudo y coronado de laureles; el que, al parecer, también necesitaba la gloria del cuerpo, la perfección de los músculos, de su espalda, de sus nalgas… Ese pequeño hombre pálido, a quien el poder había hinchado de grasa, con un vientre prominente y un pichirilo ínfimo, aunque para magnificarlo se hiciese retratar siempre con la mano entre la abotonadura de la casaca desabrochada como tratando de dar la impresión de que por lo puro largo tenía que sostenérselo hacia arriba… Ese pedestal de la soberbia y el exhibicionismo, con su «N» puesta en todas partes, como un sello, marcando los orinales, las vajillas, los monumentos, los hombres, la historia… El mismo que nombró reyes y príncipes a sus más ineptos hermanos, generales y parientes, a Pepe Botella, a Murat, a Bernardotte…
No. En aquellos momentos de inseguridad y apesadumbramiento, cuando tenía el máximo poder y sentía también la máxima inconformidad y el mayor de los miedos, no podía S. E. celebrar el recuerdo de Napoleón, sobre todo si sus enemigos empeñábanse en compararlos, Bolívar igual a Napoleón, Napoleón igual a Bolívar, por medio de hórridos pasquines y periodicuchos, en sus conjuras y en sus comadreos. Jamás había pensado él en el poder omnímodo. Caricaturesco habríase sentido disfrazado de rey. Sólo las circunstancias actuales podíanlo colocar en el trance desafortunado de tener que abochornar la libertad conquistada por sus propias manos. Equivocados estaban y estarán quienes pretendieron o pretendan en adelante presentarlo frente a una historia como «Yo, Bolívar Rey». Por eso buscó un solaz distinto, una diferente manera de consolarse, otro esparcimiento para disipar las putas preocupaciones que malhadadamente deparábale esta nueva dictadura.
Temiendo aturullarse sobre la poltrona por el peso de la desdicha, decidió buscar un libro para dedicarse a la lectura. Con pasos resueltos llegó hasta el armario holandés de dos cuerpos, el inferior como una cómoda panzuda, con marquetería floral, donde solía guardar sus libros de cabecera. No podía acostarse sin leer aunque fuese un par de páginas. Y allí, en el armario de la antecámara, guardaba los libros de todos los días. Casi maquinalmente, tomó Las aventuras del joven Werther, en la traducción francesa de Sevelinges, con un retrato del héroe de Goethe hecho por Boilly. S. E. tenía la íntima convicción de que ese retrato del personaje goethiano parecíase al suyo de juventud que, miniatura sobre marfil, habíanle hecho en Madrid apenas entrado el siglo y que él regaló a su esposa María Teresa y, después de la viudez, a su suegro don Bernardo. Lo del parecido tal vez venía por el natural desorden del cabello, aunque no por la pequeña boca amarga, carente de esa lasciva sensualidad de los labios tan notoria en su rostro de aquellos días…
De vuelta al asiento cercano a la estufa, acarició el bello volumen que hallábase encuadernado a la inglesa, como todos los suyos, especificando bien el canto amarillo, con un lindo papel jaspeado. Tenía la manía de las esterotipias, sí…, la encuadernación de los libros a la inglesa, el canto amarillo, el papel jaspeado, o aquella que otrora tuvo de ponerse guantes de cabritilla para dormir y la de lavarse las manos con leche serenada y polvillos de tiza seca, o la no menos odiosa de quebrarse los nudillos de los dedos cuando encontrábase nervioso, la de andar desnudo por la casa, o la de dormir también desnudo con un almohadón entre las piernas…, ¿por qué entre las piernas y no bajo el brazo o sobre la barriga? No pudo concentrarse en la lectura. Espoleado por una súbita erección se dio a pensar en Manuela. Al poco deliraba. Nada de qué sorprenderse. Era él, por su temperamento esencialmente romántico, un hombre de delirios. ¿Acaso no habíase envuelto en el manto de Iris para subir a la atalaya del universo? ¿Acaso no había conversado, entonces, con el propio dios Kronos bajo el semblante de un viejo cargado con el despojo de las edades?
Trémulo, sudoroso, se descubrió musitando:
«Ahora voy a estar contigo, querida, solamente contigo el resto de la noche. Voy a pensar solamente en ti, a quererte y a adorarte en nuestro sitio de amor. Calla, desnúdate y cierra los ojos. Besaré tu pelo desplegado sobre la almohada entre una nube de aroma y tu frente albarina como un río de cristal, tan limpia como un campo raso, rotunda como las umbelas de la primavera; tus párpados henchidos como la maternidad, adormilados quizá por el cansancio de la espera, y tus labios abrasados aunque pudorosos, ¡no los cierres, por piedad, entreabiertos déjalos, que celebren la llegada del placer! También besaré tus senos. Los besaré como a dos semillas ácidas y ciegas. Y estrecharé tu cintura hasta hacerla volar como una palabra que se pierde en el aire hasta volverse un fruto. Haré en la noche un claro de sol para su vuelo, un círculo de imágenes que asciendan con esa lentitud de las horas quemadas al ritmo del corazón. Y tus manos. Déjalas que recorran mi cuerpo. ¡Ay tus manos cargadas de rosas! Son más puras tus manos que las rosas. Y entre las hojas blancas surgen lo mismo que pedazos de luceros, que alas de mariposas albas, que sedas cándidas. ¿Se te cayeron de la luna? ¿Juguetearon en una primavera celeste? ¿Son de alma?… Tienen el esplendor vago de lirios de otro mundo; deslumbran lo que sueñan, refrescan lo que cantan. Mi frente se serena, como un cielo de tarde, cuando tú, como tus manos, entre sus nubes andas; si las beso, la púrpura de brasa de mi boca empalidece de su blancor de piedra de agua. Tus manos entre sueños atraviesan, palomas de fuego blanco, por mis pesadillas malas, y a la aurora me abren, como con luz de ti, la claridad suave del oriente de plata… Horizontal, sí, te quiero. Mírale la cara al cielo, de cara. Déjate ya de fingir un equilibrio donde lloramos tú y yo. Ríndete a la gran verdad final, a lo que has de ser conmigo. Quiero amarte, Manuela. ¡Amar, amar, amar, ser más, ser más aún! ¡Amar en el amor, refulgir en la luz!…».
Iría hasta donde Manuela, esperante allá en la Quinta de Bolívar: una vasta y bella morada de dimensiones burguesas que los bogotanos regaláranle a él por suscripción popular, a raíz del triunfo de Boyacá. Situada en la parte alta de la ciudad, como a veinte cuadras del Palacio de Gobierno, sobre una ondulación que antes no era más que un arenal, y rodeada de olmos, campeches, macutenos, paniaguas, zorroclocos, saúcos, cerezos, alcaparros y álamos de Italia, era el lugar adecuado, si todo salía bien, para pasar los años finales de la vida. ¡Con Manuela! ¡Claro está que con Manuela! No por casualidad la inscripción que la distinguía desde la época de la Colonia rezaba: «Mi delicia es amar». Realmente tratábase de una linda casa, con la mole del Monserrate detrás y ese estilo acriollado que tomó entre nosotros la austera arquitectura residencial española. Manuela, además, manteníala correctamente y con sus jardines bien cuidados, llenos de macetas, surtidores y fuentes de mármol blanco y pajareras repletas de cotorras, guacamayas, tucanes y otros pájaros multicolores, y hasta la presencia de un travieso osito amaestrado como en el decorado de una novela de Bernardin de Saint-Pierre.
Sí, iría hasta donde Manuela; pese a que nada habíale advertido a sus gardes de corps; pese a la lluvia mantenida que caía desde la media tarde y que sólo ahora comenzaba a amainar; pese al hecho de que aún no había concluido la sesión del Consejo de Estado y que, quizá, pudiesen percatarse los honorables consejeros de su no presencia en Palacio. Iría sin uniforme y a pie, para no ser advertido. Buena falta le hacía caminar a fin de disminuir la tensión, y caminar bajo la lluvia le gustaba. Entró a la cámara para cambiarse de atuendo. Al poco, salió de nuevo: chaqueta parda sin bolsillos, calzones verdes, fina corbata de seda marfil con chispitas color esmeralda y rojo óxido, bastón-paraguas, botas leonadas, todo esto y el embutido de una capa de cuero abrochada con embozo y contraembozo. Presto, salió a la calle. Con un ademán displicente rechazó la oferta de los guardias de la portería para que alguno de ellos le acompañara. A buen seguro Manuela me lo reprochará, pensaba bajo el dosel de su paraguas inglés a tiempo que chapoteaba con sus botas leonadas en los charcos de las aceras. Tunante, ¿cómo lo has hecho? No sabes cuidarte. No debes olvidar tus bronquios y tus pulmones enfermos. ¿Y si pescas una gripe? ¿Qué tal si pescas una gripe? Además, solo. ¿Dónde están tus edecanes? ¿Dónde anda el coronel Fergunson? ¿Dónde Ibarrita? No debiste hacerlo. La conspiración en tu contra crece día por día. ¿Y qué tal si te hubiesen pescado los conspiradores?… No le importaban ahora los conspiradores y mucho menos la lluvia. Nadie pensaría que aquél que transitaba embozado en una capa negra y debajo de un paraguas, a esa hora de la noche, por el centro de Bogotá, sumido entre la niebla, era, podía ser, el Libertador-Presidente. Nadie lo pensaría. Por lo demás, le gustaba caminar bajo la lluvia. Lo hizo de niño en su hacienda de San Mateo. Lo hizo otras muchas veces a lo largo de su vida militar. Recordó aquella mañana del año 2, en Madrid, cuando marchó cuadras y cuadras, por la corredera alta de San Pablo, bajo un aguacero torrencial, para llegar al encuentro con María Teresa que esperaba por él. ¡Qué lejos estaba todo aquello! Habían transcurrido veintiséis años… y toda una tormentosa vida. Ahora, era Manuela quien lo esperaba.