literatura venezolana

de hoy y de siempre

Falke (prólogo)

Federico Vegas

A Helena Vegas, quien me ofreció las primeras pistas.

A John Lange, quien le dio rostro a la versión final.

Una sola vez lo vi en mi vida. Fue un domingo en la mañana. Mi padre venía bajando las escaleras y Rafael Vegas lo esperaba en la entrada de nuestra casa, parado justo bajo el umbral de la puerta. Vestía un traje de lana que lucía insondable y aun más negro que su estrecha corbata. Tenía en su rostro el rojo encendido de quien viene de estar varias horas bajo el sol. El pelo era blanco, liso, mínimas las entradas y perfectamente peinado hacia atrás. Los huesos de la frente parecían tallados para resaltar un ceño escrutador. Los labios breves y firmes. Era un hombre alto, o había sido alto, porque esa mañana estaba algo encorvado, como sosteniendo un peso inmerecido sobre sus espaldas. No me acerqué a saludarlo. De ese único encuentro solo recuerdo su mirada intensa y lejana.

Había oído hablar mucho de él. Algunos de mis amigos estudiaron en el Santiago de León de Caracas, el colegio que fundó en los años 50. Todos sus alumnos hablaban de Rafael Vegas con respeto y asombro. Un sabor mitológico surgía entre los recuerdos de aquel director de luto permanente, con arranques espontáneos de cólera o de un cariño apenas visible en breves y valiosas sonrisas. Sus hazañas tenían un trasfondo tan fuerte y enigmático que los narradores solo podían justificarlas hablando de una locura que veneraban. Un encuentro con Rafael Vegas en el pasillo del colegio generaba tanta aprensión y expectativa que una simple palabra amable se convertía en una sorpresa inolvidable.

Mi padre nunca me contó el motivo de aquella visita. Ahora sé que en los momentos más difíciles de su vida de pronto aparecía Rafael Vegas. Era siempre una casualidad serena y milagrosa. Salían juntos a conversar varias horas mientras paseaban por la ciudad y luego el consejero volvía a desaparecer, dejando a mi padre más tranquilo, más consciente del enorme espectro con que la vida nos acecha y nos conforta.

A los tres meses de esa única vez que lo vi en la puerta de nuestra casa, murió el tío Rafael. Pocos días después, regresando con la familia de la playa en una tarde calurosa, hartos todos de la picante tapicería de la camioneta, mi padre soltó sin previo aviso:

—Al tiempo le gusta escurrirse sin avisar. Cuando te das cuenta ya es tarde. Dos oportunidades perdí para siempre: nunca le pregunté a tu abuelo Ovidio quién mató a Juancho Gómez, ni a Rafael Vegas sobre el Falke.

Ya antes había escuchado que cuando mi abuelo era un joven abogado agregado al ejército, había sido uno de los fiscales en las averiguaciones sobre el asesinato del hermano de Juan Vicente Gómez. Jamás se supo quién ordenó la docena de cuchilladas que acabaron con Juancho en una habitación de Miraflores. En verdad fue una lástima no haberle preguntado al hombre que seguro conocía las claves de aquel tórrido misterio. Quizás el razonamiento deba ser otro: mi padre no preguntó nada porque sabía que el abuelo se llevaría esa verdad a la tumba. Los secretos valen mucho más cuando ya no hay ninguna razón para guardarlos.

Del segundo secreto nada sabía. Abrí los ojos lleno de curiosidad y pregunté qué era eso del Falke. La escueta respuesta me dejó embelesado:

—Un barco, una locura.

No insistí más en el tema. Quedé aplastado ante el caudal de premoniciones e imágenes que surgían al unir la recia mirada del tío Rafael y aquel nombre tan austero: «Falke», que sonaba a guerra, a valor y aventuras. Continué en silencio, no por falta de interés, sino por el nacimiento de una curiosidad absoluta, desde un principio insaciable, cosida a la confusa certeza de que mi vida estaría por mucho tiempo dedicada a indagar las historias que el tío Rafael jamás contó.

Al llegar a nuestra casa, mientras bajábamos el equipaje pregunté cuál era la razón de aquella cara tan enrojecida, tan ardiente. Mi padre siguió con sus enumeraciones:

—El Mal de Chagas, la cortisona… el carácter.

Cada atisbo, cada pequeño descubrimiento, abría fronteras a mundos remotos de otras épocas calibradas por otras leyes. Tuve paciencia y dejé que mi ansiedad se asentara e hiciera fértil mi interior a episodios que necesitaban de una adecuada secuencia.

Esa noche, después de la cena, continué el interrogatorio. Papá contó que al tío lo había picado un chipo mientras huía por las montañas de Oriente. En alguna choza cercana a Caripe, o bajando hacia los llanos de Monagas, le comenzó el Mal de Chagas, esa persistente enfermedad de pulso decreciente que lo acompañaría por el resto de su vida hasta carcomerle el corazón.

Pasaron más de diez años. Con el tiempo uno cree olvidar los enigmas de la juventud pero estos siempre insisten en reaparecer. En un vuelo a Maracaibo me tocó de compañero de asiento un amigo que había estudiado en el Santiago de León de Caracas. Hablamos de mil cosas y de Rafael Vegas. De pronto, mi amigo comenzó a describirme una vieja fotografía que su padre conservaba como una reliquia en un estante de la biblioteca.

—La tomaron en agosto de 1929. En la cubierta de un carguero alemán se agrupan varios jóvenes serios y armados. Acaban de cruzar el Atlántico. Al día siguiente desembarcarán en Cumaná para iniciar una invasión contra la tiranía de Juan Vicente Gómez. El barco se llama Falke. Algún día tengo que mostrarte esa foto. Con solo darle un vistazo ya te provoca hacer algo noble en la vida… ¡Echar una buena vaina!

—¿Y quiénes aparecen en la foto? –le pregunté sin revelar lo poco que ya sabía.

—Varios… Sé que están Armando Zuloaga, Juan Colmenares, Rafael Vegas y Julio Mc Gill. Tienen como veinte años, pero con las armas, el uniforme y las boinas parecen más viejos. Los cuatro eran amigos de mi padre. Habría que hacer una película con lo que pasó en ese barco. Papá decía que no hay peor fracaso en la historia de Venezuela.

A partir de ese momento, comencé a hurgar en los libros de historia. Buscaba con reticencia, con aprensión. Temía que el verdadero drama resultara menos cinematográfico que las secuencias imaginadas a partir de aquel único encuentro con el tío Rafael. Era una dura prueba someter mis presentimientos a las envidias y lisonjas de sus contemporáneos, o a las frías miradas de los historiadores. Me convertí en un lector displicente que se mantiene a distancia, que hojea indeciso. No lo hacía por desidia, sino por una obsesión creciente que ya comenzaba a sobrepasarme.

Abandoné el tema por un tiempo pero este insistía en reaparecer.

Una amiga arquitecta le ha diseñado una casa a una hija de Rafael Vegas. Me invitan a la inauguración. Varias veces le he contado a mi amiga sobre mi pasión por el Falke. Esa misma noche ella me dice:

—Allí está Helena… acércate. Ella guarda toda la correspondencia de su padre.

La saludo, conversamos… y no me atrevo a preguntar nada. De nuevo quiero dejar intacta una versión que sigue creciendo y ya tiene rostros, episodios, diálogos, muchas dudas, varios posibles desenlaces e inmensos vacíos.

Un buen día me decido a visitar a Helena Vegas. Para entonces se ha divorciado y vive en otra casa más pequeña en Caurimare. Está enferma, próxima a morir, y ella lo sabe. Enfrenta las noches bebiendo ginebra y escribiendo sobre Nerón y García Lorca. En nuestro primer encuentro nada le pregunto sobre las cartas de su padre. La dejo que cuente su vida y explique qué tienen en común un emperador y un poeta; me aclara que la pasión por el teatro. Habla con un dejo desafiante. Convierte su debilidad en un recio desprecio a la muerte. Nos despedimos sin hablar del Falke.

En una segunda visita nos llevamos mejor. Hablamos menos pero estamos más a gusto. Se va haciendo de noche y hay cada vez menos presión. Bebo con ella toda la ginebra con Aguakina y limón que puedo. En una esquina de su estudio observo una caja llena de papeles. Pasan dos horas y Helena ya está cansada; de pronto me da una orden:

—Ahí tienes la caja con las cartas. Llévatela.

Intento establecer un trato. Le digo que la traeré de vuelta en dos semanas, que sabré cuidarlas, que estoy escribiendo un…

Helena me interrumpe:

—Queda en tus manos. No quiero ver más esa caja.

La llamé varias veces y nunca quiso atender el teléfono. Quería estar sola en sus últimos días.

La caja debía ser el final de un acertijo. Sabía que allí estaría la correspondencia del año 29. Estaba a punto de entrar en los días de la invasión llevado de la mano por Rafael Vegas. Era una caja grande y me costó cargarla hasta el carro. Disfruté goloso con su peso. Cuando por fin me senté en el suelo de mi estudio a revisar el contenido, me di cuenta de lo borracho que estaba. El piso daba vueltas y conocí ese vértigo premonitorio de quienes profanan cofres embrujados.

Primero aparecen recortes de periódicos, folletos y revistas sobre la educación en Venezuela, luego correspondencia organizada por años. En los años 50 y 40 predominan los temas relativos a sus labores de siquiatra y educador. Continúo avanzando hacia el pasado. Las grapas se van oxidando y los bordes de las hojas se van haciendo más frágiles. Hay un denso olor a tabaco mojado. Los años que me interesan ya están cerca. Algunas tintas han adquirido colores de arcilla, otras se expanden en ondas púrpuras que brotan de letras irreconocibles. Dejo atrás los años 30 y llego a la correspondencia de los años 29 y 28. Palpo el fondo de la caja y encuentro que aún falta revisar un estrato.

Lo que supuse sería el fondo resultó ser la tapa de una caja más pequeña con las proporciones de un libro de mapas. Está cubierta de sellos de correo y contiene cinco carpetas tamaño oficio atadas con una raída cinta color vino tinto. Justo debajo del nudo hay un sobre. Lo abro. Contiene una carta de Rómulo Gallegos, quien le escribe página y media a Rafael Vegas.

Al día siguiente logré tener una clara idea del hallazgo. En mayo de 1935, Rafael Vegas decidió enviarle a Rómulo Gallegos –su profesor cuando estudió en el Liceo Caracas– todo lo que había escrito en relación con el Falke. Varias semanas antes se habían reunido en España y Gallegos le manifestó que tenía especial interés en conocer a fondo la verdadera historia de la catástrofe. En ese momento Rafael Vegas pensó que Gallegos pensaba escribir una novela y quería utilizar sus anotaciones de esos años para documentarse.

Siete meses después ha muerto Gómez y Gallegos decide regresar a Venezuela. Es hora de restituir a su alumno la caja con sus escritos. En su carta, Gallegos le agradece a Rafael el envío del material y le explica sus conclusiones: después de una minuciosa lectura ha decidido que no puede, y no debe, concebir una novela a partir de los diarios de Rafael.

Luego de esta primera revisión me obligué a una ceremonia de desapego. Abandoné la caja y me fui a dar una vuelta que duró varios días. Quería dejarla sola, airearla, prepararme para una revisión definitiva. Necesitaba transformar mi hambre de varios años en un apetito sosegado y ecuánime.

Según parecía indicar la cinta que rodeaba las carpetas y el seco nudo sobre la carta de Gallegos, yo era el segundo lector. Aquella certera mirada del tío Rafael desde la puerta de mi casa cumplía su misterioso presagio y se convertía en un mandato definitivo.

El texto describe un largo camino circular que culmina en un agobiante retorno al punto de partida. En tres semanas terminé de leer y releer cada línea; luego guardé la caja pequeña y la caja grande en algún lugar de mi estudio. No sabía qué más hacer. Había partido de la imaginación y la fantasía y no me tentaba el rigor de una minuciosa investigación.

Dejé de buscar en los libros de historia y viajé por Venezuela siguiendo la ruta del joven fugitivo. Entrevisté a varias personas que eran niños cuando lo del Falke y ahora se asombran de todo lo que han olvidado. En La Angoleta conocí a un viejo pescador que jura haber peleado en Cumaná bajo las órdenes de Román Delgado Chalbaud. Una dama centenaria que visité en Caripe recordaba haber visto a Rafael Vegas conversando con sus hermanos en el corredor de la casa. «El hombre venía de la montaña donde lo tenían escondido. No me dejaron saludarlo. Estaba muy flaco y cundido de picadas. Lucía monstruoso».

Algunos de sus compañeros de travesía y batalla también dejaron algunas páginas. Julio Mc Gill escribió en el castillo de Puerto Cabello su versión del desastre entre las líneas de un libro de Derecho, utilizando «tinta simpática» para burlar la vigilancia. La mitad del texto se refiere a su vida de prisionero. Describe con cierta prisa cómo van enfermando y muriendo sus amigos; sabe que falta poco para que llegue su turno.

Juan Colmenares escribió un manuscrito de cinco páginas. Me lo entregó su nieto, quien en opinión de toda su familia es idéntico a su abuelo en el aspecto y el carácter. El texto de Juan Colmenares es entrecortado y se detiene abruptamente antes del desembarco. No me aportó nuevos datos, pero conversando con el nieto tuve por un momento la ilusión de estar frente a uno de los protagonistas.

De Armando Zuloaga solo he leído una carta que escribió a su madre en caso de que cayera en la batalla. De los cuatro jóvenes estudiantes que venían en el Falke, Armando era el escritor. En el año 29 ya había publicado un libro de cuentos y una biografía sobre Juan de Villegas, fundador de Barquisimeto. Espero que algún día aparezca el diario que inició en el barco, o, como escribió Rafael, la novela agazapada que no pudo terminar.

Mis amigos que estudiaron en el Santiago de León jamás hablaron con el director del colegio sobre la historia del desembarco. Cuando alguno se atrevió a preguntar, Rafael Vegas nada contestó. Ahora entiendo su silencio: lo que tenía que contar estaba en los papeles que entregó a Gallegos; ya no había más nada que decir.

Una mañana me desperté con una urgencia casi enfermiza. Por la sed y las palpitaciones debo haber tenido uno de esos sueños que nos persiguen repitiéndose a lo largo de la noche, pero no lograba recordar una sola imagen. Apenas me quedó en los labios el eco de una idea, como si hubiese sido la última frase que escuché o pronuncié antes de despertar. Tenía el sabor golpeado de un mandato, de una orden impostergable.

Decidí dedicar todos mis esfuerzos a publicar estos textos de Rafael Vegas. Comienzo por las primeras dos cartas invirtiendo su orden cronológico. Mantengo así el lugar que tenían bajo el nudo y la secuencia en que las leí: primero está la de Gallegos, devolviendo el material a su dueño; luego la de Rafael Vegas, donde explica lo que ha escrito y las razones para enviarlo a su maestro. Siguen las carpetas con los preparativos de la invasión en París, la travesía en el Falke, la batalla en Cumaná, el paso por Araya, la larga estadía en Caripe y Chacaracual, la llegada a Trinidad, el regreso al punto de partida, sus esfuerzos por volver a ser el mismo estudiante de Medicina, por entender qué sucedió.

Sobre el autor

2 comentarios en «Falke (prólogo)»
  1. Muy interesante. El representa la antepenúltima invasión a Venezuela y corre detrás de la cubana (dos veces) junto a la rusa y la china. Aunque los objetivos son diferentes, no lo fueron los resultados. La invasión del Falke perseguía desplazar a un tirano. Las dos posteriores entronizar a otro. La primera y la segunda fracasaron por la misma causa: delación. La última obtuvo un triunfo aún en entredicho…

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