Julián Padrón
Amaneció en la pieza de la clínica. Por la ventana de su habitación Bernardo ha visto disolverse la niebla del alba. Los árboles han desenterrado sus ramazones, y sobre las ramas floreció el corazón de los pájaros y su alegre trinar. Una enfermera uniformada de blanco le ha traído la sonrisa de los buenos días. El se ha levantado y metido en el baño. Luego ha entrado el doctor, ordenando a la enfermera que lo prepare para la operación. Sobre la cama, cuan largo es, ella ha comenzado a afeitarle el pubis. Después extiende sobre el abdomen una capa de mercurocromo y sobre la capa roja coloca una gasa. “¿Estás nervioso?” El ha respondido “No”, con una voz trémula por el frío de la ducha.
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Bernardo se siente despierto, pero no como el que acaba de dejar de dormir. Se siente conscientemente despierto, con la lucidez del que tiene el cuerpo y el alma despiertos. Siente que a través de su piel, desde dentro, la conciencia vigila. Ahora entra en la habitación una camilla rodante. Le dicen que se acueste en ella. Luego lo cubren con una sábana blanca y le preguntan si quiere que le venden la cara, como si lo fueran a pasar por las armas. El se siente héroe y responde que no. Su padre lo encomienda a Dios. La enfermera hace rodar la camilla, que atraviesa el umbral, recorre el pasadizo y se introduce en el ascensor. Desciende unos segundos y sale al segundo piso que tiene el suelo de caucho verde. En el recibo hay unas damas que lo miran con piedad. El busca entre ellas a una amiga que había visto antes en la consulta, y no la encuentra. “Debo ir muy pálido.” La camilla rueda sobre el linóleo del segundo piso y se detiene a la puerta de la sala de cirugía.
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Un estudiante se acerca a infundirle valor. La enfermera no lo abandona y le alisa el cabello con un movimiento atristado que pretende ser caricia. Por la puerta de resortes de la sala de cirugía entran y salen personas. La enfermera se despide y le jura que saldrá con felicidad. A su lado, Frau Friedlander llena de éter una máscara. Luego toma la camilla y la introduce en la sala de operaciones. Lo primero que ve es un reloj de pared y una gran lámpara eléctrica que derrama su luz sobre la mesa operatoria. Inclinados sobre sendos lavamanos los tres cirujanos se hacen la asepsia. Visten blusas blancas esterilizadas y se cubren la cara con máscaras que dejan libres los ojos. De la camilla lo trasladan a la mesa. El ayudante lo hace sentar mientras prepara una inyectadora. Otro se sitúa frente a él, lo sujeta con todo el cuerpo y le ordena poner los codos sobre las rodillas y apoyar la cabeza en su pecho. El primer ayudante dice: “Tercera y cuarta lumbar”, mientras se acerca con una larga aguja y le palpa las vértebras. Luego introduce la aguja en el raquis. El siente que un frío intenso ha penetrado en su médula, al tiempo que una gota de líquido se desliza hacia el coxis. Lo dejan un rato sentado y después lo acuestan, “Mueva los pies.” Los mueve. Al cabo de unos minutos: “Levante los pies”. Vano intento, pues los siente tan pesados que le es físicamente imposible.
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El cirujano se acerca y comienza a desprenderle la gasa del abdomen. El mira la esfera del reloj: son las diez menos cuarto. Colócanle ante la cara una pantalla que le impide verse el vientre. Sobre el estómago dormido siente correr el filo del bisturí como una bola de hierro. Los dedos del cirujano posan en su piel sus pesadas masas. Le sajan los tejidos. Toneladas de gasa caen a secarle la sangre. Las pinzas le prensan como garfios De pronto un chisguete de sangre salta al aire en surtidor alegre y rocía el pecho y la máscara del segundo ayudante. “Pinza”, dice el cirujano.
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Siente en su ánimo un alud de angustia. Mira la esfera del reloj. Ha transcurrido una hora. Le vienen náuseas cuando los pesados dedos del cirujano se siembran en su vientre. Se queja. Se queja más fuerte. “Cuente y no piense en la operación.” “¡Ay!… Uno… dos.. tres… cinco… siete… diez… ¡Ay!” Vuelve a quejarse más fuerte. “Tenga calma, ya falta poco.” Él reprime los quejidos, pero a los pocos instantes vuelve a quejarse de nuevo. “¿Qué te duele, por qué te quejas si tú no debes sentir nada?” “¡Ay!…” “Cuente, cuente y no piense en la operación.” Vuelve a hacerse el tranquilo,
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Las náuseas le repiten y le inundan el cuerpo de cobardía. El estudiante acerca a su boca un riñón de vidrio donde arroja un líquido sanguinolento. Se desespera. Se queja entonces más fuerte. “Hay muy poco pulso.” “Inyecte adrenalina.” “Bisturí.” “Pinzas.” “Catgut número 2.” Desesperado mira la esfera del reloj. Ha transcurrido otra hora.
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Siente todas las huellas sobre el vientre. Las manos de los cirujanos, las gasas, las pinzas, el éter. El éter cae en sus entrañas abiertas como fuego líquido, incendiándole las vísceras más profundas. “Bisturí eléctrico.” “Catgut número 1.” “Guantes.” “Pinzas.” Su pecho se inunda de desesperación. “Doctor, estoy sintiendo la sutura.” “Dale un poco de éter.” “Trate de terminar así, porque tiene un pulso miserable.”
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Mira la esfera del reloj. Se queja, en el colmo del dolor. Ha transcurrido otra hora. Siente que han empezado a coser los tejidos musculares. Grita desesperadamente. Pide que le den un poco de éter. Lo mandan a contar todavía, pero no puede pasar de cinco. Al fin le colocan la máscara de éter y se la quitan con tacañería para volver a ponérsela. El aspira profundamente a fin de quedarse dormido. Poco a poco se va calmando. Siente que se queja con menos dolor. El tic del reloj cae como un martillo de goma sobre un gong de cobre, y se va lejos a darle la vuelta a la esfera —¿terrestre?— para encontrar el tac. Los sonidos se van acercando más unos a otros hasta adquirir una velocidad extraordinaria. Entre un sonido y el siguiente ya casi no media sino un espacio de tiempo tan ínfimo que no lo medirían los más finos cronómetros. Sólo su oído vigilante puede realizar esta mensura. Pronto se acabará todo para él, y a pesar de la mínima distancia entre un sonido y el inmediato, llegará un instante en que oiga el tic y ya sus oídos no atrapen el tac. Súbito. siente que el ruido del martillo de goma cae sobre el gong de cobre, y es como si la goma hubiera absorbido todos los ruidos y sonidos del mundo (…).
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Bernardo despierta bajo las sábanas, sobre la cama de aquella habitación con número de cuarto de hospital. Brazos de enfermeras y practicantes aúpan su cuerpo magullado, dolorido, asesinado. Voces lastimeras consuelan sus suspiros que se quejan en el cielo de los enfermos, y a su blando timbre el corazón se le enternece y desde el fondo de su pecho unas lágrimas asoman a sus ojos cuando los abre. Llora. Ante él, a los pies del lecho, está su padre. Tiene el rostro triste y casi gime. A su alrededor, sobre él, los brazos debajo de él, anda la enfermera con sus ojos llorosos, su uniforme blanco y sus manos enternecidas acariciándole la frente y los cabellos. Mientras tanto, él se queja más fuerte de lo que le duele, como si todo aquel ambiente compasivo predispusiera sus sentimientos al dolor. Mil, un millón de alfileres con punta de saetas le cruzan el pecho, le rasgan la piel, le cosen las vísceras, le desgarran los nervios. Es un cobarde San Sebastián atado con sábanas y supliciado con flechas de gasas y adhesivos sobre un potro de metálicos puntos de sutura. ¿Qué habrán hecho los cirujanos de la tabla de su pecho, del pelo de su vientre, del rafe de su cuerpo, del sol de su ombligo? Niquelada cicuta, cesta de Moisés, cantos del gallo de la Pasión, eterno dolor de María, virgen antes, en y después del Hombre y del Niño. Tira una piedra en el agua y podrás comprender el misterio. Y todavía aquí, sobre el bíceps, su condecoración de cruzado caballero de la cirugía: la aguja de la jeringa que le trae sedantes y alivios. ¿A qué vienes tú, la Madre, con Marta y María? ¿Qué vienen a hacer con esas manos de rosas y con esa sonrisa de sufrimiento y de consuelo? ¿Por qué lo levantan como si no lo levantaran, tú, Marta, y tú, María, cuando tanto le duele y más van a dolerle sus dolores, mientras tú, la Madre, lo arrullas sin voz en el bálsamo de ese impalpable sudario de la cuna de tus brazos, florecidos de algodonales amarillos y perfumados y suaves óleos?
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La tarde comienza a caer en la atmósfera del cuarto como la sombra de una enorme mariposa antediluviana que se viniera aproximando a la tierra desde un remoto planeta errante y muerto. Y Bernardo la siente aproximarse más en cada minuto, esperanzado y desesperanzado, la siente llegar la noche, noche sin sueño ni oscuridad, en la brillante cauda de aquel cometa periódico que en su último viaje dejólo en el vientre de su madre. El es hijo del mentado Halley y lo tiene por estrella. ¿No lo visteis la última vez que amenazó la tierra? Cuentan que era hermoso como un gallo que canta en la madrugada, en la cabeza una estrella de cuatro puntas, una de las cuales se alarga y ensancha progresivamente su aspa luminosa por los cielos deslumbrados, buscando el camino de la Vía Láctea, y forma la cauda que va a perderse en el firmamento. Cuando su madre en vela, temerosa porque se iba a acabar el mundo, salía al campo de madrugada, él se asomaba a sus ojos a contemplar allá en el oeste la estrella del cometa, que con su enorme cola barría los mundos del firmamento, Entonces él era un retoño – que irrumpía de las entrañas de su madre su canto de gallo por entre la madrugada. Ahora es un cometa que en el cielo de este cuarto proyecta la sombra de su avidez de agua sobre la blancura del uniforme de la enfermera, y de su costado izquierdo el dolor mana la clarinada de un grito sediento de su propia voz.
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Primero siente ganas de beber. Pide agua y la enfermera le responde que no puede tomarla. A medida que transcurren las horas, crecen las ganas, pide agua y la enfermera contesta que le han prohibido dársela. Los labios comienzan a secársele y ruega que le den de beber. Entonces la enfermera llama al médico, que viene y dice que no puede tomar ninguna bebida ni comida por espacio de cuarenta y ocho horas. La lengua principia a beberse lentamente la saliva y cuando las glándulas no pueden «atender más a la demanda de su avidez, la lengua empieza a enquistarse en la aridez de la boca, como un pez sorprendido por el verano en la orilla del caño, cuando el lodo se endurece y lo aprisiona. Luego que toda la boca se seca, la mucosa comienza a resquebrajarse, primero los labios, después las encías y por último la lengua. Es como si los dientes fueran de pronto a saltar con el estallido de la carne. Se tiene una pequeña sensación de dolor. Todos los músculos comienzan a cobrar de las partes líquidas, los humores y la sangre. Y después que la sangre se pone espesa, el cuerpo empieza a vivir de sus hígados, y la lengua y el cielo de la boca principian a desleírse entre los labios, que erosionan como a la playa las olas del mar. Duele y no se sabe dónde, y la desesperación enturbia el cerebro para producir confusión en las facultades mentales donde tiene su asiento la locura. ¡Si amaneciera! Entonces le inyectan litros de suero fisiológico que vuelven tumores las piernas. Tarde, la enfermera comienza a acariciarle los labios con un trocito de hielo, que se disuelve al ponerse en contacto con la fiebre de la boca, y cuyo líquido no alcanza a llegar al estómago porque de todas las mucosas de las vías digestivas le salen al paso ejércitos de células sedientas que estaban emboscadas, agazapadas. Es la media noche. Afortunadamente ya tiene la suficiente humedad en la lengua pará rogarle a la enfermera que le ponga en los labios otro pedacito de hielo. ¡Cuándo amanecerá!
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Las sábanas se calientan bajo la espalda, entre el fuego de su fiebre y el sinapismo de un lienzo de caucho. ¡Sí amaneciera! Trata de voltearse hacia la derecha o hacia la izquierda y el pequeño esfuerzo le arranca un grito de dolor. Y -se siente tan cansado que no puede conciliar el sueño. ¡Cuándo amanecerá! Tan martirizado está que si se queda inmóvil le duele; si trata de moverse, duélele; de espaldas o de costado se cansa hasta el dolor, y si se queja le duele también. ¡Si amaneciera! Por fin se ha ido quedando semidormido, vencido por el cansancio, por la sed, por el dolor, y de pronto, cuando ya comenzaba a perder la noción de la realidad, soñó que estaba bueno, que tenía ganas de toser, y tosió con todas sus fuerzas. Y el tremendo dolor que interrumpió su sueño le arrancó un grito salvaje. Y ha llorado un llanto cobarde, cuyas lágrimas decoloraron la noche y tendieron en el alambre de sus ojos la sábana blanca del amanecer.
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Ábrese la puerta y aparece en ella la buena enfermera que le prodiga sus cuidados y ternuras. Se acerca a su lecho a saludarlo y lo acompaña en sus lamentaciones. Después comienza a hacerle el aseo cotidiano, ya pesar de la compasión de su cariño, el menor movimiento le produce los más lacerantes dolores. Y al final, ante su deseo de que no lo deje, ella le dice, mientras pasa las manos por sus cabellos: “No te voy a dejar, porque ahora soy tu enfermera especial”. Él le estrecha las manos agradecido, y ya no se siente tan sólo ni tan. abandonado.
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Ahora entra el doctor, le hace las rutinarias preguntas de costumbre y con palabras entusiastas expresa su contento por el buen éxito de la operación. Le comunica que ya está fuera de peligro porque han pasado las primeras cuarenta y ocho horas. “Ahora te vamos a dar un lavado de estómago —le dice—, para que empieces a tomar alimentación liquida.” Y sobre una mesa comienzan a desfilar metros de goma roja, riñones de vidrio, jofainas y jarras de peltre numeradas con un guarismo rojo y llenas de agua bicarbonatada.
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La puerta se ha cerrado tras el médico. La enfermera permanece con él, vuelve a arreglar la cama y lo abriga rogándole que se quede tranquilo y trate de dormir. Pero él ya no puede conciliar el sueño ante el tormento que lo han hecho padecer, y se queja lastimeramente. Al fin, bajo la mano de la enfermera se van apaciguando sus sensaciones dolorosas y principia a sentirse mejor que antes. Y piensa que ha de sobrevivir a estos sufrimientos que lo condujeron al borde de la muerte.
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Allí permanece su padre, con el desvelo en el semblante y en la actitud de quien reza silenciosamente. La enfermera gira alrededor del cuarto y conforta a su padre diciéndole que ella hará las veces de la madre junto al hijo. El padre se despide y se va, consolado Y agradecido. La enfermera queda junto a él y le pone una mano sobre los ojos, mientras deja caer en su corazón piadosas, sedativas palabras: “Duérmete, Bernardo”.
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Ha cerrado los ojos para complacerla. ¿Pero cómo va a poder dormir si tiene miedo de quedarse muerto?
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Todavía está la mano sobre sus ojos.
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Un relojillo de arena que ella guarda en uno de los bolsillos del uniforme, sale a andar sobre su mano. Antes le ha metido en la boca un termómetro y, mientras la columnilla de mercurio asciende bajo su lengua, con la otra mano le toma el pulso y mira el relojillo sostenido entre el pulgar y el índice. La fina arena comienza a caer de la ampolla superior a la inferior a través de la cintura de cristal, y es como si de pronto aquella arena hubiera adquirido vida y no fuera una sustancia mineral, sino sangre caliente. Al mismo tiempo comienza a sentir el latido de su pulso contra la yema del dedo de la enfermera, las palpitaciones del corazón, la afluencia de su sangre por las venas, a través de todo el cuerpo, como si estuviera envuelto en una red frágil y, sin embargo, poderosa. Sus sienes se botan de orilla a orilla. La yugular se hincha como el pescuezo de un gallo que canta. Sobre su conciencia está pasando el tiempo.
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Así a las ocho de la mañana, así a las cuatro de la tarde. Y luego ir anotando estas observaciones en un papel cuadriculado. Y después ya no verlo a él, ya no fijarse en él, sino que ahora, cuando el médico entra, antes de mirarlo fija su vista en aquel papel cuadriculado. Entre tanto la arena del reloj pasa de una ampolla a la otra, deslizándose por la cintura del cristal con una vida increíble en una sustancia inorgánica. Pero afortunadamente el tiempo también pasa, a pesar de que el reloj no lo señala cuando queda sobre la mesa y toda la arena se ha depositado en el fondo de la ampolla inferior. Pasa el tiempo, y aunque no lo registre ningún cronómetro, todos sus sentidos, todos sus sentimientos, todo su cuerpo está sintiendo pasar el tiempo sobre él, y a medida que transcurren los segundos, él se siente resucitar y lleno de euforia presiente que pronto vendrá a visitarlo una mujer.
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En las altas horas de la noche Bernardo despierta. Por la ventana la oscuridad penetra en su cuarto, sus brazos innumerables cargados de los aromas y sonidos que flotan entre las plantas y el césped del jardín. Allá se adivina erguida en el aire la silueta de un árbol dormido, y de pronto, cuando la brisa baja del cerro con su carga de olores campesinos, el árbol dormido entre la noche se despierta y estira sus miembros. Y ese ruido de ramas y hojas viene hasta su cama y recorre la piel de su rostro con sus dedos serenados. La palmera del patio enreda la brisa entre sus palmas y la mece en una nana arrulladora para lanzarla sobre el árbol despierto, que comienza nuevamente a dormirse. Y cuando estos efluvios cargados de los aromas de la noche parecen alejarse entre la oscuridad hacia la ventana de otro enfermo, llega a sus oídos el ruido del motor de la refrigeradora eléctrica, que automáticamente cobra energía a los cables para helar la naranja de su corazón.
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Es ya la media mañana en el cielo que cubre la azotea de la clínica. Pero entre las paredes de su cuarto está la mañana entera. Rosa ha venido no sólo a verlo, sino que después de irse ha de permanecer con él en la presencia de ese ramo de su nombre que le trajo y ha colocado sobre la mesa. Ella recuerda los encuentros pasados, pero su voz tiene un extraño acento de quien se despide para no volver. Él le dice que está muy hermosa, que es una flor más bella que su nombre, y que ahora más que nunca está enamorado de ella. Sonríe y le expresa su confianza en el restablecimiento de su salud, en que pronto se volverán a ver, y quién sabe entonces lo que puede pasar. Y todo eso lo está diciendo con su cara morena, son su cuerpo joven, delgado y flexible como una rama verde. De pronto su rostro y su cuerpo y sus ojos se le aparecen con aquella tentadora expresión de cuando bebía y bailaba en sus brazos. Ella se acerca a decirle adiós. No obstante, cuando la puerta se cierra tras ella, la huella de su mano perfumada permanece sobre la de él y desde la mesa las flores de su nombre lo contemplan.
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La salud inunda de bienestar el cuerpo y el espíritu de este enfermo que se halla tendido en una cama de hospital. Ahora la enfermera le presenta un espejo y él se mira su rostro en el cristal. Las mejillas hundidas comienzan a llenarse y de su piel empieza a disiparse aquella nube de humo lívido. Las fuerzas menores vienen de cuando en cuando a acompañarlo, y ya puede realizar alrededor del cuarto pequeños viajes maravillosos. El cambio de la alimentación líquida por la sólida ha puesto a trabajar a aquel hombre flojo y cobarde que tiene miedo de volver a ser su estómago. Así debe sucederle a los niños cuando la madre los desteta y les sustituye la leche tibia y blanca por frutas y pescados: le empiezan a nacer los dientes caníbales.
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La tarde está cayendo entre el cuarto en la muerte de ese hacecillo de luz solar que hace vivir las partículas de polvo del aire. Como si alguien hubiera cerrado la ventana por donde se colaba, o corrido la cortina sobre alguna rendija, el prisma luminoso se ha fugado herido y ha ido a morir sobre el césped del jardín. Sus ojos se acomodan entonces a la suave luz del libro y lee algunas páginas. En aquel lirismo literario comienza a reencontrar su alma asesinada .
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Ya la noche habrá salido a viajar por los caminos del mundo. La tierra, removida por los cascos de las recuas dolientes, comenzará a sentir el bálsamo de la penumbra que se vierte sobre todos los senderos. ¡Cuánta ternura no derramará la noche sobre las plantas, para que la enfermiza luz de la luna no hiera con sus rayos los pétalos de las flores silvestres!
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Ahora se ha quedado tan triste que piensa que no va a poder resistir tamaña soledad. Sin embargo, dentro de su corazón comienza a nacer el amor universal. Ama a todo el mundo y es amado por todos los seres de la humanidad. Desde la hermosa y fuerte Fraulein hasta la última enfermera lo llaman “El Rey de la Clínica”. Y él las llama “Mis novias”.
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El piensa que es un suicida en potencia. Por eso ama con apasionado amor a todos los suicidas de su ciudad y del mundo. ¡Ah, cómo siente ahora no poder marchar sobre sus pies para hacer lo que hacía antes, cuando estaba bueno! Cuando sin amor, solo y sin amor, caminaba por las calles de la ciudad yendo a detenerse en los puentes más altos. Entonces, con su intención escondida en lo más hondo de la conciencia, se paseaba por las orillas, para darle envidia a los futuros suicidas que no tenían el valor de afrontar la tentación del vacío, la belleza lejana del vértigo cubierto de yerba desde la baranda. Para provocarle sospechas a toda esa gente llena de cordura, que teniendo desbaratado el cuerpo por las hambres y el espíritu desierto por su amores fracasados, se conforman con echarse a dormir, a vivir bajo los puentes, sin querer lanzarse desde arriba, desde el cielo de la baranda.
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¡Y cómo, atado a estas sábanas calientes, piensa sin remedio en sus manos! Sus manos que se le entregaban en el saludo, pero que huían temerosas del apretón que la invitaba a acompañarlo, a aprender a quererlo por todos los sitios de la tierra. Quería, porque él sabe que lo deseaba y que lo quería, pero tenía miedo, un sagrado miedo a quererlo demasiado y a entregársele, ella, que anhelaba entregársele. Pero está a punto de conseguir lo que se proponía con su orgullo. Se ha hecho inmortal. Sus manos, su sonrisa, sus momentáneos abandonos, sus palabras, donde era sabia para poner el amor, están aquí, en bajorrelieve sobre la corteza de su corazón. Y, entre tanto, prefirió entregarse a otro a quien no amaba, dejándolo con la promesa perjura. “Ustedes los artistas, recuerda que le dijo a la hora de la despedida, derrumban toda creación humana cuando la poseen. Yo te quiero tanto que prefiero no entregarme a ti, para que me quieras toda tu vida.” Y se alejó.
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El piensa que es un suicida en potencia. ¿No recuerda aquella vez que vieron juntos a “Mayerling”? Sobre sus manos firmaron un pacto de suicidio por amor, después del amor, y a la hora de la posesión ella fue cobarde. Y desde entonces él lleva en el bolsillo una bala de plomo, con sus iniciales y las de ella entrelazadas, que algún día encontrará su blanco. Alguna vez, cuando se sienta tan solo que ya no lo acompañe ni siquiera el recuerdo de su sonrisa, tendrá el valor necesario para detener por sí mismo, con la misma mano que apretaba la suya, la marcha de su corazón.
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Hoy el médico le ha permitido ir a convalecer a su casa, luego de quince días de hospitalización. Esta mañana, después de darse una corta ducha de agua tibia, estuvo a punto de desmayarse de debilidad por el pequeño esfuerzo realizado. Esta misma tarde se irá a la pensión, donde tendrá que pasar un mes más acostado, encarcelado entre cuatro paredes solitarias. La enfermera ha comenzado a hacer la maleta, con un aire triste que le impide reí como otras veces. Antes, cuando entraba en su cuarto por las mañanas, dábale los buenos días con una canción en los labios. Hoy entró sin cantar, tratando de fingir una alegría que armonizara con la que suponía lo embargaba: “Bernardo, ya estás bueno y por fin te irás”. Las demás snfermeras han venido a despedirse y a lamentar el amor que se les va. Después vino Fraulein, la amada Fraulein, y dijo al entrar con deportiva alegría y femenina voz alemana: “Se nos va el Rey de la Clínica”.
Todas estas demostraciones de cariño lo han conmovido profundamente, y ya casi está por arrepentirse, desearía permanecer unos días más aquí donde lo han querido gentes extrañas. De pronto recuerda que no tiene casa donde ir, que su madre está lejos, que de mañana en adelante tendrá que permanecer echado en una cama cualquiera y hacerse él mismo todas las atenciones que hasta aquí le han prodigado manos femeninas. Al atardecer llega un automóvil a buscarlo. Entre Fraulein y las enfermeras lo conducen al ascensor y lo acompañan hasta la portezuela del automóvil. Y allí se despide de todas, dejándoles en las manos su agradecido corazón. Ahora va por las calles, donde le salen al paso las luces de las bombillas eléctricas y de los avisos luminosos de la ciudad. Atrás quedan los árboles y el césped de la clínica, y más allá el verde de los campos. Todavía tiene tiempo de contemplar la figura del Ávila, esfumada en el anochecer. Y, de pronto, en el umbral de la libertad, se le humedecen los ojos de lágrimas, temeroso de la vida.