literatura venezolana

de hoy y de siempre

La casa de alto

Mar 19, 2025

Emira Rodríguez

La casa de alto

En la desembocadura del río
que llamaron del Espíritu Santo
fundaron el pueblo de la mar
alguien vino hasta la orilla y levantó los horcones
de la primera casa
amasamos con barro las piedras
traídas de lejos
no había canteras en varias leguas hacia el norte
—al sur el mar—
hasta llegar al valle donde se desprende
el hilo de agua que alimentó al poblado
veníamos en las carretas
por el camino largo de las alfarerías
calle en medio y soleada
costeando los fuegos de chamizas que cocían los adobes
y las tinajas panzudas con que las mujeres
iban por agua a los arroyos

las mujeres que arrastran canastos de peces
haciéndolos resbalar desde las barcas
en este tiempo de los desheredados
de Nueva Cádiz
y de los «reales de perlas»
los habitantes de los botes echan al fondo
de limo y mariscos
unas redes sujetas a pértigas muy largas

El pueblo avanza hacia la serranía
empujado por estas casas bajas
de techos a dos aguas sobre el patio
en el solar del fondo
de la Margarita
donde no abunda el agua
y se cosechan frutos
que pueden soportar largos períodos
de sed
y nos quedamos hincados en la tierra
con ella dentro de los huesos

antes
habíamos intentado cultivar el trigo en las laderas
pero era muy salobre el viento que
viniendo de la mar
soplaba contra la montaña
única fuente de verdor así
que aprendimos el uso del maíz
abriendo los surcos a la manera de los naturales
y compartimos sus sabores y conocimos
sus redes y sus cantas

pero un día volvimos
a buscar piedras a orillas del arroyo y ensanchamos
la calle del poblado
largo donde las mujeres
seguían amasando el barro hasta que
con un hombre de perfil afilado
comenzamos a levantar
la casa de alto en la orilla del pueblo de la mar
hay cosas que no podemos entender

pero sucede encontrarnos
envueltos en redes que durante siglos estuvieron
arrojadas dentro de nosotros
hasta que una bahía de otro lugar del mundo
ata los cabos
y regresamos incorporándonos
al tiempo casi detenido en la memoria
de los mitos del mar
donde se van configurando las casas y los pueblos
que fueron puestos de avanzada ante sus embates
de los de Jean Bon Temps y de los otros
piratas de la costa

La vida hace esfuerzos inauditos para dar un sentido
a las cosas que mueren
y sentimos piedad y amor por las paredes
ulceradas
con sus muros de piedra y de murciélagos
como una fortaleza herida
invocando fantasmas con su propia elocuencia
nosotros
teníamos las horas rebeldes
y hurgábamos entre los libros apilados
los diccionarios y entre
los alacranes que buscaban frescura
en los ladrillos rojos de los pisos
y en los desvanes
desvencijados de soledad y ausencia

***

Un mercado

El día tenía un sabor
de colina sedienta
la plaza parecía un hormiguero de maíz
en Corpus Domini

pero fue sobre todo el mercado
—como introducido por la fuerza
en aquella construcción temporal—
que nos llevó por las alteradas rutas de las migraciones
mientras pasando perforamos las piedras
con sus olores verdecidos
saliendo de los puestos
donde se alineaban en clara simetría del color
los dátiles los otros frutos y la menta
las esteras enrolladas
que de un momento a otro comenzarían
el ovillado de los cuentos
transmitidos en palabras pronunciadas
sin la perturbación de los sonidos
sin apresuramiento
en miradas que asienten
continuando el recorrido de los bancos

aquella mujer engranaba las cuentas
en un hilo de algodón
mientras el ademán de su relato permanecía en el aire
como grabado en cuero

no se sabe cómo pudo haber sido
en otro tiempo
su cara de barro desecado
—los glifos de su rostro no tenían historia—
ni cuando la parió su madre
o un cardón o cualquier cosa
en la casa de maíz
o el desierto con agua que baila los olivos estériles
vendía platos de barro
por piezas y el silencio formaba parte
de los tratos
moneda de intercambio con que la tierra va contando
las cosas de más antes

el mercado
—como un bosque en lunación
con incensarios vegetales
y esqueletos como aldabas batiendo contra el sueño
presintiendo el hecho primario
lo inapresable
donde no existe una medida para la soledad
y los sentidos se abaten como murciélagos—
deja pasar
con el dorso inclinado bajo el peso leve
de una gran jaula de cardenales
un hombre de rostro antiguo
fijando las imágenes

Sobre la autora

Foto: Enrique Avril: Iglesia de San Pedro Mártir. Publicado en EL COJO ILUSTRADO (1897)

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