Arquero de la noche
Arquero de la noche
mi corazón ya cansado de abismos
bate portafolios al viento.
Antes era de tierra ocre mi silencio
y en ella siempre estuve
entre olvido y olvido;
por la hojarasca de los mitos,
por el corazón de lluvia de la noche,
por el barrio más triste de mi soledad
poblado de mendigos.
Antes no tuvo árboles
la cima donde los dioses crearon mi destierro;
estuve solo,
amarrado a las cruces del viento;
un reloj enlutado
dormía su siesta de marfil sobre mis ojos
en espera de mi cadáver luminoso,
pero no llegó nunca
porque el amor sí sabe del tiempo.
Y soy la raza,
no el timorato de la flexible obediencia.
***
La luz profunda
La luz profunda cuelga sus ramajes
en la ventana más antigua;
el farol cuece el trigo que la ciudad
ha sembrado en sus esquinas,
entre agua pura,
el cabello del viento,
el sereno de la noche invernal.
La luz profunda viene
desde los ojos del jaguar
que pueblan la noche con sus mariposas de alba
y ríos memoriosos con estuarios de piedras lejanas.
La soledad, entonces,
árbol que migra hacía mi pecho,
aposenta sus brechas de verde luminoso en mis ojos
cansados de dormir en la tiniebla
y de buscar paisajes costa abajo
donde los mitos son apacible desnudez.
Mis antepasados encienden lámparas
que no habían muerto nunca;
ellos están bien,
gozosos de ver mi pulso girar en la memoria,
de tener la superficie
para ir despacio, amar con el silencio
y contar estrellas después.
La luz profunda es de moneda oculta,
de sembradío de almas,
de leyendas en los textos sagrados,
de dolor encallado en los muros
de los cementerios que viven.
***
La casa
Por la casa ronda una medianería sin término.
Muchos dueños ensayan sus visiones desde los marcos
que bordan la pared, con rostros iracundos
y sonrisas de antiguas primaveras.
La puerta mayor tiene aldaba de bronce
y abre de vez en cuando para ver seres
que van despacio entre cortinas multicolores.
Las puertas y ventanas tienen un aire de antigüedad
contagiosa, y nuestros pasos van y vienen como caminantes
de cotidianidad repetida, y nuestros ojos cerca de los cristales
se alejan hacia las colinas del fondo, que son de niebla,
humo, alcándaras que han perdido la razón del espacio.
A cada quien le corresponde su silencio.
Afuera la calle es una línea por donde se marcharon las
piedras de la voz, el azul que repartía en el viento
los presagios de algún acontecer; el traje
del invierno pasado sin una estrella en el ojal,
abandonado ahora en el estuche de alguna mariposa.
Por la casa circula un extravío de miradas correctas
que repiten la insensatez del tiempo.
Piedras detienen su conformidad en la penumbra
donde los perros puedan soñar también con las visiones.
Amemos estos círculos, la Dulcamara y el Ebonio florecen todavía
cerca del muro que no permite una evasión no compartida.
***
La piedra imaginaria
La flor derrumba
su laxitud de piedra imaginaria;
el tiempo que ha modelado su existencia
va con lentitud hacia el último fuego
de la memoria.
Recordará tal vez algunas cosas
que sucedieron
cuando la brisa
cantaba en los jardines
y las aguas repartían su claridad
de tierra oscura,
recordará su símbolo,
su heráldica celeste
y su perfume que se fue con la noche
sin destino.
La flor derrumba su palabra,
único esplendor del hombre.
No tuvo nada que buscar en otras partes
donde la soledad es un cirio sin rostro
y pasa la desnudez de cada hora
igual que la sonoridad vencida.
La flor derrumba sus cálices
sobre el pequeño abismo
de donde emerge cada ser
que no se encuentra.
***
Mis islas
Los mitos resplandecen desde el génesis.
Apacenté rebaños en las praderas altas
y descendí a los desiertos
por ver si me encontraba.
Bautizado fui en un río memorioso,
la mano del profeta ungió mi servidumbre
y desde entonces voy,
siervo de la obediencia,
entre simios que no aprenden a saludar el alba.
Ellos, los simios, son testigos de nuestro advenimiento,
decoraron las aldeas primitivas,
inventaron las primeras canciones del bosque
y lanzaron columpios al viento.
Después dejaron de saludar el alba;
yo estaba allí, navegaba en los ríos de la serenidad
y cada piedra era un texto de historia elemental.
No pude precisar la edad del tiempo,
pasó veloz hacia la sombra
mientras yo me distraía en el arca
con los días brumarios.
Ahora estoy aquí,
ustedes son los huéspedes de mi abandono,
de mi alegría por verlos
y sentir otra vez que me acompañan.
Alguien me dice que debo pastorear
las islas de la infancia,
son mi rebaño antiguo
y están lejanas,
en un país que no encuentra memorias,
pero son mis islas, islotes tal vez,
donde los sueños hacen musgo.
***
Los símbolos fugaces
Tengo quizás la misma edad del bronce
y la memoria de mi voz, abstraída y lenta,
horada la raíz de los árboles muertos.
Ayer sobre esta tierra gris
sembré juncos de luz;
amanecí en el puerto donde la mansa
ola tiznaba el caracol, la piedra de amaranto,
los peces fugitivos, los veleros que regresaban
con el sol y la lluvia entre mis manos.
Entonces esta tierra tenía un dulce resplandor
de estrellas pálidas,
un fuego lento y dulce
donde el origen de las cosas dormía.
Ahora he regresado,
he venido a buscar la mansa ola,
su itinerario de símbolos fugaces
junto a la piel desnuda de los vientos,
junto a la casa que hoy tiene voz de cobre martillado
y nadie transita sus balcones.
He venido a buscar los peces muertos,
las ventarias desnudas
para sentir en los párpados
el fuego de la luz sollozante
y recoger las hojas que ha dispersado el día.
Pero llego y sólo puedo mirar el silencio
que camina por los párpados de la luz.
¿A dónde se fue el árbol con sus pájaros?
¿Dónde estarán mi voz, mi antiguo paso,
la desnudez primaria de la rosa?
***
La soledad
No está la soledad en el bosque.
No en la mina sepulta de oscuros minerales,
tampoco en la casa del árbol que habita en las tinieblas
ni en el corazón del río turbio y moroso
que trae los mensajes seculares del bosque.
No está la soledad en el recinto de las catedrales abandonadas
ni en el rostro de la piedra donde medita el musgo;
tampoco en el cementerio de las viejas aldeas
ni en la última luz que penetra en la noche.
La soledad es una casa de azules serafines
donde habitan los hombres que han pisado caminos de nostalgia
y que ahora se arrodillan para mirar la vida
que fluye como un cauce desde el río de las sombras.
Su voz no es el deseo de la evasión del agua
ni el galope desbocado de un caballo terrible
ni la mano del mar junto a la piel del aire
ni el bautismo de la primera vigilia abandonada.
La soledad es un invento del hombre
para satisfacer, en silencio, la edad de su nostalgia;
es un río de amigable y lenta transparencia
donde vemos el alma de las horas desnudas
y el cielo tapizado de fragantes alcores.
Ella pronuncia el nombre pequeño de las cosas
con una voz liviana como la edad del lirio,
construye los cristales a través de la lluvia
y consume el aceite dulce de la memoria.
Su portal es abierta casa de mariposas
y pequeña hornacina de breve mansedumbre,
por eso ella conjuga la voz y el silencio,
los arbustos del día y el rumor de la noche.
Con su amigable perfil de cosa abandonada
la soledad es la casa de Dios y del hombre.