literatura venezolana

de hoy y de siempre

Había una vez un niño y tres cabritos

Jun 21, 2025

I

Lo encontré más allá de los suburbios. Trepado sobre el cerro donde el pueblo ya ha perdido su nombre. Había dejado atrás los últimos jardines humillados por el límite crucial del envase de la­ta. Los sombreados patios de las casas donde las amapolas defien­den a todo trance su pureza. Las empalizadas donde la celedonia —muy señora, muy reina— despoja sus hojas de todo poder de curación si antes de arrancarlas no se le dan los “buenos días”, se le explica el motivo, y se le pide permiso respetuosamente.

Caminaba por entre carcanapires y túa-túas que esperan el Vier­nes Santo para mirar aunque sólo sea por un día el rostro del Se­ñor. Por entre retamas que siempre reniegan de sus cabellos. De­seaba llegar cuanto antes al sitio donde está un gigante viejo desde cuyas espaldas uno puede mirar hasta la última calle del pueblo que amistosamente estrecha la mano del camino real. Y mucho más allá, hasta donde permite el horizonte, que con tanto rigor, guarda el secreto de la lejanía.

Entonces, sobre el sollozo del abrojo, por detrás de un cardón que abría sus yaguareyes para un turpial enfermo, lo vi. Todavía era muy niño. Tendría el tamaño exacto de ocho veces mis manos. Su sombrero, arañado por la uña de los juncos, quería irse hacia atrás. Y la raíz fibrosa de su cabello negro recibía los lamidos fu­gaces del sol y los aromas. Su ombligo —como un ocre lucero— apuntaba desde su estómago, al que no alcanzaba a cubrir por completo la corta camisa de dril azulado. Y los pies se le escapa­ban aprisa por las heridas redondas de unos viejísimos pantalones oscuros. En la mano derecha, una varilla larga con la cual deshacía el misterio de las cuevas y terminaba con el reinado de los pichigüeyes.

Y nada más. Su andar. Su humanidad, tan larga, como el tama­ño exacto de ocho veces mis manos.

Me le acerqué despacio, inventándole un nombre (Tres cabritos veloces, delante de sus pasos, se distraían tirándole puntapiés a la brisa).

—¡Pastor!… —grité.

El nombre se metió en el silencio. El niño, como un árbol, se detuvo entre el viento.

—¿Quieres venir con mis canciones?

Los cabritos buscaron el abrigo de su acostada sombra. Lejos es­taba el pueblo. Un perro viejo y ronco lanzándole ladridos a una luna sin luz. La huella de un turpial.

El temor de una hoja extraviada en el viento.

Lejos estaba el pueblo…

tres cabritos

II

Alguien con mano trémula…

Hoy fallecieron los tres cabritos. Quedaron con las paticas vuel­tas hacia arriba, como casitas mínimas, en escombros. El niño lloró desconsoladamente y se secó su llanto con el sucio brazo derecho de la camisa de dril, y con el viento. Cuando fue la mañana, for­mamos una caravana silenciosa. Trepamos por el cerro hasta el si­tio preciso donde habían dado locos puntapiés a la brisa. Lejos del pueblo. Del viejo perro, que sin voz ya, continuaba lanzándole gemidos a una luna, sin luz. Lejos de la huella perdida del turpial. Del temor de la hoja extraviada en el viento.

III

Diciembre. Pastor con mano trémula.

Mi querido Niño Jesús…

Sobre el autor

Fuente del texto y las imágenes: https://www.ciudadvalencia.com.ve

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